Hace bastante tiempo que tengo sentimientos encontrados1 con una parte de lo que pasa alrededor de la gastronomía.
Por norma general, que algo me provoque dudas me preocupa más bien poco. Las cosas suelen tener más de una vertiente y es normal que haya una parte que me guste menos que otras. Por otro lado, como sabe quien me conoce, además de ser un repunantiño, tengo la misma tendencia a enamorarme de las cosas que a perder el interés por ellas.
Sin embargo, con la gastronomía es algo que se me atraganta. Seguramente porque es un sector que elegí. Hace unos 15 años trabajaba en otro ámbito, en un puesto que no me gustaba especialmente, y escribía un blog en el que contaba a qué sitios había ido a comer, qué había leído sobre el tema, etc. para sobrellevarlo.
Llevaba ya un tiempo escribiendo y colaborando con medios: primero algún portal de internet que me invitó a publicar alguna opinión —gratis. Nada nuevo bajo el sol. El día que se habló de dinero dejé de ser interesante y pasé a ser la competencia2- después una colaboración periódica en la televisión local… suficiente como para ver que aquello me gustaba y que tal vez podría intentar dedicarme a ello en tiempo completo.
Así que lo hice. Porque el sector me interesaba tanto como para creer que podía convertirlo en mi medio de vida, que quería dedicarle todo mi tiempo de trabajo y, como descubrí después, mucho más. Porque cuando te pica el bicho y trabajas en lo que te gusta, el trabajo no se acaba cuando el reloj marca las ocho horas. No pretendo hacer con esto una de esas apologías chungas del trabajo a destajo en las que no creo. Se trata, simplemente, de que cuando tu trabajo y tu afición son lo mismo es difícil saber dónde acaba uno y empieza lo otro. Súmale unos horarios cambiantes y que no desarrollas tu actividad en una sede estable y el cóctel está servido.
Hoy escribo desde la habitación 204 de un hotel en Asturias. La última vez que me puse al teclado estaba en casa. Y la anterior, aprovechando un enchufe libre en el aeropuerto de Palma, durante una escala. Antes de eso, fue en un avión a Sevilla. Quien sepa dónde está la línea ahí entre lo laboral y lo profesional que me lo diga, porque en todo este tiempo no he sido capaz de localizarla.
Pero, volviendo al tema, todo esto se resume en que trabajo en lo que me gusta y que hacerlo fue una decisión personal y consciente. Estoy en esto -sea esto lo que sea, que no siempre está tan claro, en particular para mi madre, que al no poder definirlo con una palabra no acaba de entenderlo como un trabajo de verdad- por decisión propia y por pasión por el tema. Y por eso las dudas, aquí, son un poco más dudas, por mucho que este oficio me permita a veces estar en sitios increíbles mientras en un universo paralelo seguiría haciendo informes que nadie lee en aquel trabajo desgraciado.
Por eso lo que en otras circunstancias sería algo sin importancia, aquí me quita el sueño.
Lo que ocurre es que no entiendo determinada deriva de la gastronomía. Así de simple. Llevo años escribiendo sobre su valor cultural, defendiendo su importancia histórica, como elemento de cohesión social y como algo que nos define como sociedad y como individuos. Y por eso, la tendencia a despojarla de todo eso, a convertirla en un objeto de consumo más, en algo de usar y tirar, en un pohotocall permanente me produce sarpullidos.
O me los producía.
Estos días, con la presentación de la lista 50 Best que premia a los mejores restaurantes del mundo, tuve una revelación al respecto.
Sí, a veces tardo en pillarlo.
Pensemos en David Bowie.
Nadie le va a negar talento ni creatividad a estas alturas, imagino. Pero si David Bowie se hubiese parecido a Miquel Iceta o a Mariano Rajoy, nunca habría sido David Bowie. Hacían falta, para serlo, el talento, el ingenio y la creatividad, pero también, además del lugar y el momento justo, del olfato comercial y de una buena dosis de suerte, el atractivo. O la fotogenia, o la capacidad para comunicar. Seguramente una mezcla poco común de todo eso. Ziggy Stardust es un buen ejemplo: es una construcción basada en la fascinación, en el misterio, en la capacidad de atracción. Es un espectáculo, un personaje, una performance construida alrededor de la música, que necesita la música para existir, pero que va mucho más allá de ella.
Si Bob Dylan hubiese tenido el aspecto de un funcionario de prisiones de la provincia de Ciudad Real, si Paul McCartney se pareciese a Pepe Viyuela y si Cate Blanchett tuviese la apariencia de Cristina Almeida simplemente no sabríamos quienes son. Quizás sea triste, pero es así y, además, lo tenemos más que asumido.
Si Mick Jagger cantase sentado en un taburete, no supiésemos nada de su vida privada, tuviese doble papada y saliese al escenario con pantalones de tergal y camisas beige con raya gris de manga corta del Carrefour, nunca habría salido, probablemente, de cantar en el pub de su barrio. Eso con suerte.
Es así. El atractivo, la imagen, la pose, la fotogenia y la simpatía; la facilidad para las relaciones públicas y la sonrisa correcta se suman en esos casos a un talento natural, a una capacidad de innovar que es importante, pero que por sí sola no habría garantizado nada.
En gastronomía vamos, en esto como en tantas otras cosas, tarde. Quizás por tratar de reivindicar la importancia cultural que tiene, algunos nos cegamos y no fuimos capaces de ver que a su alrededor se iba construyendo un gran espectáculo y que es ese gran espectáculo el que vende, el que hace popular a alguien y el que mueve el dinero.
Para que la cosa funcione son necesarios el talento y la creatividad, pero no es suficiente con eso. Sigo con ejemplos: si Al Pacino tuviera el aspecto de Millán Salcedo nunca habría llegado a ser Al Pacino. Lo cual no le restaría ningún mérito actoral, ojo, aunque seguramente sí bastante de su popularidad y aún más de su cuenta corriente.
Hace unos meses, un periodista gastronómico con bastante más experiencia que yo me decía: “en la 50 Best de este año ganará el restaurante Central. Llevan años trabajándoselo y lo hacen muy bien, pero además estan invirtiendo un dineral en relaciones públicas de una manera muy inteligente, son guapos, simpáticos y hablan inglés. Tienen todo lo que hace falta”.
Piensa en todos los ganadores de la última década: Redzepi, Bottura, Colagreco, Koefoed… Todos razonablemente atractivos, aparentemente simpáticos, no demasiado mayores, excelentes relaciones públicas, buenos comunicadores, con un nivel de ingles por lo general más que aceptable. No cuesta imaginarlos como invitados en un late night, sentados frente a Jimmy Fallon o respondiendo a las gracias de James Corden con naturalidad.
¿Les resta eso algún mérito? No lo creo. Ni a ellos, ni a la lista -que uso como ejemplo. Pero podemos hablar de la OAD, de los cocineros que triunfan en televisión o de muchos otros modelos- ni a sus votantes. Es un formato que responde a un modelo, un modelo en el que quizás hoy Santi Santamaría o Paul Bocuse no habrían tenido demasiado que hacer. No a nivel mediático, al menos.
La gastronomía es hoy algo que mueve montañas de dinero, algo aspiracional. No sólo queremos comer bien y, en realidad, nos da bastante igual el calado cultural de la experiencia. En general, como sociedad, preferimos el cocinero junto al que hacernos fotos, con el que irnos de conciertos. Hilario Arbelaitz no daría el tipo, me temo. Y sería injusto. Pero eso no impide que sea así, porque, reconozcámoslo, la inmensa mayoría nunca pisará esos restaurantes. Ni falta que hace, porque para lo que los queremos es para fantasear.
Queremos la alfombra roja, que nos hagan la foto llegando, porque nosotros también somos parte de aquello, eso nos gusta pensar; queremos el brindis con el chef, queremos ver y ser vistos. Queremos el paquete completo, y eso incluye la imagen y, ya puestos a pedir, nos incluye a nosotros, así que necesitamos la foto con el cocinero, mejor si nos pasa la mano por el hombro y sonríe. Y mejor aún si nos vamos de copas con él, si acabamos subidos juntos a un escenario. Y si luego se entera todo el mundo, puntúa doble.
Es algo que hemos construido entre todos en años de portadas sin camiseta, macrofestivales, fotos junto a coches de gama alta en redes sociales, pechos tatuados y horarios de máxima audiencia. Mi madre, a la que este mundillo le interesa muy poco, conoce a Jordi Cruz, a David Muñoz, a Quique Dacosta, a Ángel León. Poco más. Hombres, de determinada franja de edad, más o menos simpáticos y más o menos fotogénicos, además de estupendos cocineros.
Conoce también a Pepe Rodríguez Rey y a Alberto Chicote, es cierto. Uno es el contrapunto simpático, con los pies en la tierra, el otro es el arquetipo del ogro noble -lo digo con todo el cariño, que ni inventé yo el tipo ni lo guionizo semanalmente para televisión- el bruto de buen corazón. La bestia que está ahí para que funcione el relato de la bella.
Nada que no haya pasado antes en cualquier otro ámbito cultural más o menos popular: cine, música, televisión… ¿Te imaginas si hubiésemos podido irnos de fiesta con Led Zeppelin? ¿Hacernos fotos de colegueo con Lady Gaga? ¿Irnos de barbacoa a la piscina de Dave Grohl y que nos hicieran fotos allí, todos de resaca? ¿Asistir a una gala con Robert -Bob, por supuesto- Deniro y abrazarnos luego con él para celebrar su éxito, aunque a los 15 segundos se hubiese olvidado de nosotros y estuviese abrazando, con la misma sonrisa, al siguiente? ¿Quién se habría negado? ¿Quién habría dicho que eso le resta interés a sus actuaciones?
Todo eso no demuestra más que el hecho de que la gastronomía es ya -y fundamentalmente- un fenómeno mediático. Es otras muchas cosas, pero es, y a veces lo es por encima de casi cualquier otra consideración, un fenómeno mediático. Nadie se rasga la vestiduras porque se retransmita la alfombra roja de la gala de los Oscar o porque la entrega de los MTV Music Awards sea un continuo de excesos y petardeo, porque hemos asumido que va en el lote; porque eso no le quita ni le pone un ápice de interés a lo que, mientras, ocurre en el Actors Studio, en la Shakespeare Company o en el Berklee College of Music.
Tal vez porque en esos casos hablamos de sectores culturales maduros en los que hemos aprendido a diferenciar entre capas, entre la profesión y el negocio, y hemos asumido la parte más mediática. Sin embargo, nos siguen resultando extrañas, a veces nos irritan o nos ofenden, imágenes similares en el contexto gastronómico.
La gastronomía es un grandísimo espectáculo. Un circo, a veces. Y no pasa nada. Que Dylan se perfilase los ojos no le restó interés; como los emails por hacerse con una entrada a según qué sarao al que no te invitaron en primera instancia no se lo quitan al mundo de la cocina. De hecho, esa capa aspiracional, ese yo estuve ahí, que formo parte de los happy few, es solamente la constatación de que ya estamos ahí, de que hemos llegado.
Sólo hace falta ser conscientes de ello, entender esas capas, aceptarlo como lo como lo que es, asumirlo y que cada uno se dedique a la parcela de este campo que más le interese. Si hay quien escribe sobre los vestidos de los invitados a la gala del MET y quien teoriza sobre la trascendencia de las adaptaciones de las obras de Sam Shepard a la gran pantalla; Si Max vo Sydow podía estar contando chistes en el programa de Graham Norton y a continuación llenar un teatro en Estocolmo, no veo por qué nosotros deberíamos empeñarnos en ser diferentes.
Si lo que nos interesa de esto es estar en Valencia o en el siguiente evento imprescindible, sea el que sea, adelante. Si lo que nos mueve es que vean cómo entramos, nos aplaudan en redes sociales, alaben nuestra elección de vestuario y felicitar personalmente (y de manera pública) a Pia y a Virgilio, adelante. Tampoco el hecho de pretender que la cosa gire alrededor de nosotros es nuevo. Que se lo pregunten a Andy Warhol.
Eso no es lo que me preocupa en relación con la gastronomía.
En realidad, no hay muchas cosas que me preocupen alrededor de la gastronomía. He dejado de darle ese sentido trascendente en la mayor parte de los casos y mis preocupaciones, cuando las tengo, son otras.
Lo que me me irrita hasta cierto punto es que con esto se abre una brecha y se crea un vacío. El espacio que llenamos con esas galas, sonrisas y outfits deja de estar ocupado con otras cosas. Porque venden menos, porque son más aburridas, porque quién querría ir al archivo provincial a buscar datos sobre cómo se comía hace 80 años en lugar de estar tomando copas de champagne con el cocinero de moda este semestre. Poco a poco, el telón de burbujas hace que lo demás deje de verse y, de alguna manera, vaya dejando progresivamente de existir.
Cada vez se ve menos, cada vez tiene menos cabida en medios, por lo que cada vez provoca menos interés. Y lo que debería ser un sector poliédrico se va convirtiendo en algo unidireccional, con mucha menos profundidad.
Con eso trasladamos la sensación de que la gastronomía es la fiesta permanente, las modas, las novedades y no demasiado más; los locales que no te puedes perder -y que, quizás, tampoco te puedes pagar- la fiesta a la que nunca te van a invitar.
Y, sin que nos demos cuenta, la gastronomía, que debería ser un valor cultural transversal -además de muchas otras cosas, entre ellas un espectáculo- en el que sentirnos representados e incluidos, se convierte en una aspiración, en un alarde, en un coto privado al que no vas a entrar. En algo mucho más plano y mucho menos profundo, creando una brecha que no existía y que no sé si sabremos cerrar.
Siempre hubo una gastronomía aspiracional, una gastronomía demostrativa, una gastronomía más o menos hueca. Junto a muchas otras que, en los últimos 70 años habíamos conseguido acercar para dar forma a un ecosistema mucho más rico, complejo y diverso. Sería terrible que las copas de champagne -ofrecidas por el patrocinador del evento- no nos dejasen ver el bosque de aquí en adelante.
Pero aún así, como digo, me preocupa poco. Me preocupa, si acaso, que alguien me pregunte sobre el restaurante al que acabo de ir a comer, que hace una década era un imprescindible al que no podías dejar de asistir al menos una vez al año; que tenga curiosidad por saber si sigue estando bien “porque ya no se habla nada de él”, como me acaba de ocurrir, como si eso fuera un indicador de algo, en realidad. E incluso eso, si me apuras, me preocupa solamente hasta cierto punto.
Gracias por seguir ahí una semana más. Un abrazo desde la habitación de la torre de un hotel más. El penúltimo antes de las vacaciones. O lo que sea que tenemos los freelance en su lugar.
Esta semana no hay lecturas, música o cine. Me pondré al día la semana que viene.
Sentimientos encontrados, en este contexto, puede traducirse por “no entiendo mucho y me gusta aún menos”
El medio en cuestión dejó de existir hace más de una década.
Jorge! Casualidades de la vida, el otro día en la charla online de la Comunidad de creadores de Laia Shamirian hablamos precisamente y exactamente de esto. No solo del espacio que ocupan restaurantes y cocineros en los contenidos gastro, sino de cómo hacer llegar esos otros contenidos a los que tú haces referencia. Ese vacío del que hablas. Me sorprendió ver cómo había cierto optimismo al respecto. Yo no, claro. Yo creo que no nos queda otra que resistir agazapados en las trincheras y en las barricadas, aunque ya se sabe que esa es la mejor manera de no avanzar. Por eso también cada vez estoy más convencido de que quizás la solución es la guerra de guerrillas. Tú sabes que yo empecé en esto por los cocineros y los restaurantes. Pero ya hace tiempo que han dejado de interesarme. O lo uso como excusa para hablar de otras cosas. A lo que conozco, me alegro de que les vaya bien, pero hasta ahí. Cada vez más seguro de que hay que plantear batalla. Pero bueno, ya sabes que yo soy un poco incendiario en ocasiones.... jajajaj.... Y la verdad es que es fácil decirlo desde mi posición, que no me gano la vida con la gastronomía. En fin. Un abrazo y nos leemos, ya sea en las trincheras, las barricadas o en cualquier emboscada.
Una cosilla más ná... Es que Bob Dylan sí tiene el aspecto de un funcionario de prisiones de la provincia de Ciudad Real.
8-D