No creo que en ningún caso hubiese querido ser arquitecto, quizás es que los he visto demasiado de cerca, aunque siento una atracción mayor hacia la arquitectura que hacia otras formas de creatividad.
Magasin X. Uppsala
Seguramente esa última palabra, creatividad, sea la clave, porque la arquitectura es la manera de dar soluciones creativas a necesidades prácticas. Es, desde ese punto de vista, la capacidad de convertir lo funcional en artístico, de generar espacios que son (que tienen la capacidad de ser, porque hay de todo) más que simples soluciones.
Si lo piensas, nuestra rutina consiste en ocupar espacios, en movernos de unos a otros: de casa al trabajo, del trabajo puede que al bar, del bar, quizás, al médico, a la biblioteca, a una tienda. Es posible que en todo esto esté implicado, en algún momento, un restaurante. O la casa de otros. O un cine. Más espacios construidos, en cualquier caso. Y, después, de vuelta a casa.
Cuando depende de nosotros, son espacios que ocupamos, que hacemos nuestros, lugares acotados en los que nos sentimos seguros y que, de alguna manera, son una prolongación de nuestro espacio privado, aunque sea solamente por unos minutos cada vez. Lo hacemos hasta con el coche, al que tratamos, en la medida de nuestras posibilidades, de convertir en una prolongación rodante de nuestro espacio mediante un ambientador, quizás algún detalle vagamente estético, una música.
Es algo que nos ocurre también en los bares y en los restaurantes. Son espacios que sentimos como propios por un poco de tiempo cada vez y que tienen la peculiaridad de hacerse nuestros y, al mismo tiempo, de muchas otras personas. Ahí está, quizás, lo que nos hace volver: un espacio que es propio y compartido al mismo tiempo, nuestro y de otros, que nos hace sentir en casa de alguna manera y, al mismo tiempo, en la plaza del pueblo; a cubierto y, de alguna manera, expuestos.
Esa cualidad la han tenido siempre, también, las iglesias y los lugares de culto. Quizás por eso, más allá de creencias, me fascinan. Uno podría imaginar que una iglesia católica, para mí, puede tener toda una serie de connotaciones que van más allá del espacio construido, pero lo mismo me ha ocurrido cuando me he asomado a una mezquita o a algunos yacimientos arqueológicos.
Y algo similar pasa con los cementerios, que si están bien pensados se convierten en lugares en los que estar solo y sentirse acompañado al mismo tiempo, son capaces de generar una cierta privacidad y, simultáneamente, de arropar.
Edificio Nodi. Goteborg.
Por eso los espacios seriados, diseñados para estar a la moda y salir bien en foto suelen parecerme la anti-arquitectura. Esos lugares, todos iguales, que cuesta distinguir de otros similares, que suelen pertenecer a grandes grupos y que están pensados para funcionar por un tiempo limitado y ser sustituidos a continuación por otros son, desde ese punto de vista, el anti-restaurante (el anti-café, el anti-bar). Lo más parecido a una estación de autobuses, a un aeropuerto o a la recepción de un hotel en una zona de negocios, aunque en versión gastronómica. Son reconocibles, son vagamente acogedores. No están desfasados. Poco más.
La buena arquitectura, y en particular la buena arquitectura de hostelería, tiene que ser capaz de acoger, de que cada cliente la siente como propia y como compartida al mismo tiempo, pero también de irse cargando de contenido con el tiempo, de ir agregando capas que no se pueden replicar.
Por eso hay bares estéticamente espantosos en los que te sientes un poco en casa. Ocurre con el que tengo cerca de donde vivo, que es uno de esos bares estéticamente anodinos de los 80 o 90, en un local angosto y sin demasiada iluminación natural y que, sin embargo, tiene un ambiente propio. Es animado, ruidoso a veces, pero después de dos o tres visitas te conocen. Marc Augé (vuelvo sobre esto más abajo) teoriza sobre esa capacidad de ser lugar de paso y prolongación del espacio personal.
Hay restaurantes que, a pesar del esfuerzo y de la inversión, resultan hostiles. Aunque sea solamente por su empeño en no ser nada único y parecerse a cualquier otro lugar en cualquier otro sitio. Son, al mismo tiempo, una renuncia y una declaración de intenciones: ni intentan tener un poco de alma, porque van a lo que van.
Otros, por el contrario, pueden estar decorados con recursos muy limitados, pero están bien pensados, tienen ese algo que deja ver la personalidad de la persona que está detrás y que nos hace sentir a gusto. Porque tendemos a buscar espacios que no sólo cumplan una función sino que tengan carácter, lugares con los que identificarnos, con los que establecer una relación y que no sean simplemente carcasas. Porque, por muy bonitos que sean, no establecemos relaciones con cascarones vacíos.
Las ciudades han tendido a ser, en muchos sentidos, la negación de esa búsqueda del carácter propio y de las relaciones, pensadas como espacios funcionales en los que meter a mucha gente, con frecuencia de espaldas al entorno y en las que dar un servicio con la funcionalidad y la rentabilidad como eje fundamental.
Wood Town, Sickla. Estocolmo.
En el mejor de los casos fueron creciendo de manera natural; en otros, se fueron diseñando polígonos y barrios desconectados, descontextualizados, pensados para hacer vida de puertas hacia dentro, castrados, en ese sentido, de todo lo que hace que una ciudad sea una ciudad: los sitios por los que pasear, los lugares en los que encontrarse, los espacios en los que cobijarse y sentirse a gusto. Es decir, plazas vivibles, parques, lugares de culto para quien los requiera, dotaciones públicas de uso común; cafeterías, bares y restaurantes que no resulten hostiles, que no quieran que dejes el dinero cuanto antes y te vayas rápido, que la siguiente mesa entra a las 15:15 y tu comodidad es cosa tuya.
Me interesa mucho el trabajo que se está haciendo en los últimos años para intervenir sobre esta tendencia hacia la que han ido muchos ciudades: vives en un lugar en el que no haces vida exterior, llamémosle PAU, llamémosle urbanización; sales al centro, que no suele estar cerca, en tu tiempo de ocio, trabajas en otro lugar, que tampoco suele estar al lado, y te gusta tanto ese modelo que en cuanto puedes te vas de vacaciones a otro lugar lo menos parecido posible.
¿Qué va a pasar con los barrios de la ciudad en la que vivimos cuando los deshabitemos, cuando las casas estén viejas y necesitemos otras? Habrá que tirarlas, habrá que construir otras, porque las actuales no están pensadas, si tienen menos de 60 o 70 años, para ser durar y para volver a ser habitadas. Habrá que hacer algo con todos esos residuos ¿tirar todo lo construido entre 1940 y 2000? La gracia nos va a salir por un pico ¿Dejarlo que se caiga solo e ir construyendo cosas equivalentes en otra zona?
Pensar en eso, pensar en la habitabilidad, en qué pasa cuando pones el pie fuera del portal, en cómo tu casa se relaciona con las otras y con el entorno; anticipar qué problemas implican los materiales (en durabilidad, pero también en sostenibilidad), la huella de carbono del edificio (si es más o menos eficiente, pero también de dónde viene el material con el que se construye, cómo se trajo hasta aquí y qué va a pasar con él cuando ya no sirva), el cambio climático (pensar edificios-calles-barrios-ciudades que se regulen térmicamente) que tengan espacios vivibles al aire libre.
Ankerhaugen. Hama, Noruega.
Hablaba hace un par de meses de Malakoff, un barrio degradado de París que se está repensando en esta clave; Hablaba unos meses antes de Hapa Architects y su uso de materiales que se integran en el entorno y seguirán haciéndolo en el futuro, evolucionando junto con su contexto.
Descubro estos días el trabajo reciente de Henning Larsen, un estudio danés de arquitectura que toma su nombre del de su histórico fundador, fallecido en 2013. Desde entonces ha ido explorando otras formas de arquitectura, urbanismo y paisajismo, centrándose en la habitabilidad de las ciudades y en cuestiones ambientales.
Desde 2017, aproximadamente, tienen una línea de trabajo con madera, procedente de bosques sostenibles y de proximidad que implica toda una serie de ventajas en emisiones, regulación térmica y generación de residuos. Desde escuelas o iglesias a barrios enteros, como el de Sickla, una zona industrial degradadas de la periferia de Estocolmo en la que están construyendo el complejo Wood City, espacio para 2.000 residentes y 7.000 trabajadores. Casi 250.000 metros cuadrados. Todo en madera de producción sostenible, reciclable en muy buena medida.
Iglesia de Orestad (Dinamarca).
Descubro su iglesia en Orestad (Dinamarca), su trabajo en el barrio de Faelledby (Copenhague), donde explorar la fusión entre el urbanismo de la ciudad y el urbanismo de los pueblos de pequeño tamaño para mejorar la habitabilidad.
Y a través de ellos llego al edificio Nodi, en Goteborg, al Magassin X de Uppsala, al proyecto del barrio de Ankerhaugen, en Hama (Noruega), del estudio Whitearkitekter.
Restaurante Terra, Fisterra.
Vuelvo a la realidad, a lo que me toca más de cerca. Pienso en el restaurante Terra, en Fisterra, y en cómo Brais construyó su proyecto dentro de lo que fue el bar del mercado, que era el bar de su abuelo. Pienso en esa puerta y en cómo el lugar, aunque apenas tiene dos años, encaja en el sitio como si llevara toda la vida. De hecho, lleva toda la vida allí, de alguna manera.
Pienso en el restaurante Landua y en cómo se mete en el paisaje. O en cómo es el paisaje el que entra en el restaurante. Pienso en el hotel Quinta San Francisco, en Castrojeriz, y en cómo ha sabido integrarse en el paisaje yermo de la zona. En el Hotel Casa Ernestina de Zafra. Y en tantos otros sitios.
Restaurante Landua, O Fieiro.
Pienso en la arquitectura como la manera de crear espacios en los que nos sintamos de alguna manera en casa, en cómo con demasiada frecuencia se deja pasar esa oportunidad. Y pienso también en cómo tantas veces, en restaurantes, se invierten cantidades nada desdeñables de dinero en emular cosas que se han visto por ahí, en empeñarse en rascar de las paredes cualquier vestigio de eso que hace de algunos espacios lugares únicos.
Etel & Pan, Fisterra.
Pienso en los lugares a los que me gusta volver. No siempre son los que tienen una mejor comida (sea eso lo que sea, que no creo que esté tan claro). Son los que tienen una buena oferta gastronómica, pero también un ambiente que encaja con ella, con el precio, con lo que el cliente espera. Y, por lo general, sitios que te acogen, que te arropan y que no se esfuerzan por ser una más de tantos, confortable quizás, atento a las tendencias, pero vacío.
Y lo peor que le puede ocurrir a un espacio es estar vacío.
Gracias por seguir ahí una semana más.
Algunos enlaces
Sigo con arquitectura, porque otro tema que me interesa mucho es cómo se integra lo autóctono sin caer en tópicos; como se aporta la tradición sin renunciar a ser actual, sin convertir el proyecto en una propuesta de parque temático.
Komera Leadership Center.
En ese sentido me parecen muy interesantes algunos proyectos que están desarrollando estudios africanos en los que lo autóctono se integra sin excesos y se consigue una arquitectura contemporánea con un sentido del lugar.
Un buen ejemplo es el trabajo del estudio BE_Design, fundado por un estadounidense, Bruce Engel que, tras vivir durante años en Ruanda, trabaja con un equipo de arquitectos locales, como Emmanuel Havugimana y Alain Yves Twizeyimana en proyectos en Ruanda, Tanzania y Ghana.
Complejo habitacional de Rwinkwavu.
Lo que he leído
Elogio del Bistro, de Marc Augé. Se lee rápido y, aunque a veces cae en el lado un poco más costumbrista, sorprendentemente para mí, tratándose de Augé, me hizo pensar sobre la relación que establecemos con los cafés.
Lo que he visto
Indiana Jones y el Dial del Destino. La de Indiana Jones es una de mis sagas de cabecera. Me sabía de memoria los diálogos de En Busca del Arca Perdida, que volvía a ver esta semana, estuvo obsesionado durante el final de mi infancia con Indiana Jones y el Templo Maldito y no me resignaba a cerrar el círculo con la terrible Indiana Jones y la Calavera de Cristal.
Indiana Jones y El Dial del Destino no es una película de Spielberg y no está a la altura de las tres primeras entregas de la saga. Tiene, además, el problema de no tener claro su público objetivo, llena de guiños a los mayores de 45, que creo que somos quienes llenamos mayoritariamente las salas, que los más jóvenes seguramente no van a entender, pero al mismo tiempo, con una construcción de las escenas de acción y de las persecuciones claramente pensada para los más jóvenes y que a los de otras franjas de edad seguramente nos descoloca un poco.
Me siguen costando las escenas de rejuvenecimiento facial digital y reconozco que tuve mis problemas para aceptar la ucronía final. Pero aún así, cuando conseguí suspender la realidad y meterme en la película la disfruté mucho. No es el Indiana Jones un tanto torpe de entonces (los héroes actuales, por lo visto, no pueden serlo) pero la película tiene ritmo y se mantiene fiel al canon. Me habría gustado más, pero no creo que fuera lógico esperarlo. Así que la considero un final más que digno para la serie y me alegro de haberla visto en pantalla grande.
Lo que he escuchado
El otro día pude escuchar a Pantera en directo. De manera inesperada, además. 12 horas antes ni se me había pasado por la cabeza. Fue 30 años tarde, sin dos de sus miembros fundacionales, pero aún así valió la pena. Y tanto que valió la pena. Sobre todo porque, sin ser lo que eran, tienen el añadido de poder escuchar a Zakk Wylde, al que sigo desde que lo descubrí como guitarrista de Ozzy Osbourne en 1991.
... si nos concentramos todos un poquejo seguro que podemos hacer como que "la calavera de cristal" nunca existió.
Qué loco, mi última búsqueda en Google (que fue recién-recién) fue "arquitectura materiales sostenibles".