Al principio lo entendí como una derrota. Distanciarme de intereses a los que me había dedicado durante años, a veces de manera casi obsesiva, me preocupó en un primer momento. Lo veía como un divorcio, como un punto y aparte que no me apetecía especialmente porque ya he tenido otros y ya sé cómo va, pero con el tiempo he aprendido a entender que no necesariamente es así y que, de hecho, es de lo mejor que puede pasar.
Lo achaqué al agotamiento postpandémico, después a la edad. Y no descarto que una cosa y la otra tengan algo que ver, pero hay algo más. He ido desarrollando un cierto alejamiento, una necesidad de dar un paso atrás y tratar de ver las cosas desde un poco más lejos, al que le estoy cogiendo gusto.
Me ha pasado con la gastronomía, a la que me dedico profesionalmente y a la que durante años dediqué, además, casi todo mi tiempo de ocio, buena parte de mis lecturas, de mis ahorros y la mayoría de mis conversaciones -para desgracia de mi familia y amigos que no son del gremio.
Hablo menos de gastronomía, leo menos sobre el tema y he dejado de sentir la necesidad de estar al absolutamente al día de novedades, tendencias, aperturas, cierres, cambios de carta, del día a día de los cocineros, vida privada incluida, y de esas noticias que con frecuencia parecen revolucionar el sector y de las que, también de manera bastante habitual, a los pocos meses no se acuerda nadie.
Fui un obseso. Hubo años en los que asistí a casi una decena de congresos en los que llegué a ver al mismo cocinero, contando básicamente lo mismo, en ocho ocasiones. Cuánto saqué en limpio de aquella especie de peregrinación es algo que no me pregunté entonces y que, visto ahora, no tengo muy claro. Me quedo con que era, de alguna manera, como quien persigue a su banda preferida a lo largo de su gira de verano, viendo el mismo concierto en Barcelona, en Paris, en Amberes, en Hamburgo y en Munich. No lo hace con una intención productiva. Simplemente lo hace.
Ya no tengo esa necesidad. Estoy al día de lo que ocurre -como es lógico en cualquiera que se tome más o menos en serio su profesión- asisto a eventos en los que trabajo, en los que ocurre algo que me interesa particularmente o en los que, por un motivo o por otro, tiene sentido que esté, pero no a más. Lo mismo pasa con los restaurantes: ya no tengo la necesidad de ir al nuevo restaurante en el pueblo/comarca/provincia en cuanto abre y menos aún de contarlo.
Tampoco siento la llamada, esa llamada que evidentemente existe, de una nueva estrella Michelin. Es más, por trabajo, en lo posible, intento evitarlas. Al menos durante ese periodo en el que son novedad. Me gustan los restaurantes por lo que son, no por lo que alguien me diga que son; me interesan cuando creo que puedo escribir algo interesante sobre ellos, cuando puedo ayudar a un pequeño proyecto dándole cierta visibilidad -sin volverme loco con esto, tampoco vamos a flipar- o cuando hay una historia que los diferencia.
Una vez que llega la estrella, con frecuencia el ambiente cambia durante unos meses. Con suerte, seguirán haciendo lo mismo que antes, sólo que con más público, quizás otro ritmo y posiblemente otro precio. Si no me interesó antes ir ¿por qué va a interesarme ahora, si no es para estampar otro sello en el pasaporte? Y si me interesó, una de dos, o bien ya he estado, o bien me resulta imposible por algún motivo o probablemente ahora no es el momento de ir y escribir ¿Por qué? Porque ya lo van a hacer otros 18, que van a contar el mismo menú y los mismos platos 18 veces y, a poco que estés metido en este mundillo y aunque no te vayas a leer las 18 ni harto de vino- quédate tranquilo, que nadie lo hace- te vas a hartar de verlo; porque seguramente no voy a aportar nada más que ruido. Y si hay algo que sobra en el mundillo gastronómico ahora mismo, en mi opinión, es ruido.
Si es interesante y tuve la oportunidad, ya habré hecho lo posible por haber estado. Si no he podido, ya habrá tiempo, que el restaurante seguirá ahí. Y si no hay tiempo, porque a los pocos meses ya no está ahí, que es una cosa que a veces pasa, pues tampoco pasa nada por no haber escrito mucho al respecto.
Creo que es mejor repartir la atención, porque después del subidón con frecuencia llega otra novedad, más reciente, quizás más joven o más guapa, con un discurso más guionizado y el ruido se traslada a otro lado ¿Cuántos restaurantes excelentes hay sobre los que se escribió hasta el aburrimiento el año, y quien dice el año dice los primeros cuatro meses, que ganaron una estrella y sobre los que prácticamente nadie ha vuelto a escribir a pesar, a veces, de una mayor madurez, de una solidez y una regularidad envidiables?
Pienso, por ejemplo, en Zuberoa, en cómo se fue escribiendo menos al ritmo al que iba perdiendo estrellas, aunque en privado todo el mundo hablase maravillas sobre ellos, y sólo recuperó un fugaz eco mediático cuando se anunció su cierre. Pienso en Las Rejas. Pienso en Toñi Vicente. Evidentemente, no interesaba tanto el restaurante como la noticia. Y en algunos casos lo entiendo, pero dado que yo no escribo sobre actualidad, prefiero no subirme a ese tren que, en mi caso -y en muchos otros- no sé muy bien a dónde lleva más que a seguir haciendo ruido.
No creo que tenga sentido que todos escribamos a la vez sobre el mismo sitio, que en tres o cuatro semanas te encuentres la crónica de la misma apertura/reapertura/cambio de carta/cambio de cocinero/cambio de agencia en media docena de medios y luego llegue el silencio. Entiendo que haya otros, pero ese es mi punto de vista. No hago actualidad, tampoco, en lo posible, le hago la labor comercial a un restaurante desde el medio en el que escribo. Ya iré. O no. Y en cualquiera de los dos casos no pasará nada.
Me ocurre lo mismo con los libros de temática gastronómica. He pasado de comprar casi de manera compulsiva los libros de cocineros y las novedades del año a comprar menos y fundamentalmente de segunda mano. Hay miles de libros de hace 20, 40 0 70 años que me apetece leer y que sé que me van a aportar no sé si más, pero al menos lo que me interesa ahora y que, aunque no salgan en la foto, no haya presentación, convocatoria y nota de prensa también son gastronomía.
Pero en la vida en general me está ocurriendo algo parecido. Cada vez estoy más cercano a la ficción, a casi cualquier tipo de ficción, incluso a formatos que antes rechazaba. Intento estar al día, pero no necesito toda la información sobre todo, no necesito una opinión formada sobre cualquier tema y trato, si acaso, de tener fuentes que me ayuden a orientarme en todos aquellos temas de los que no sé ni, sinceramente, tengo demasiado interés en saber mucho más.
Desde que soy consciente de esto estoy yendo mucho más al cine, a exposiciones y a conciertos de todo tipo. A mi tierna edad he redescubierto el placer de los conciertos de metal, por ejemplo, y, puestos a gastar el dinero, prefiero hacerlo ahí que en un libro que no voy a volver a abrir después de un primer vistazo o que en un restaurante del que dentro de 15 días no recordaré ni un plato, que es otra cosa que ocurre y de la que se habla poco, porque todo tiene que ser bueno, novedoso, excepcional y revolucionario y a ver cómo encajas eso con no recordar ni un plato del menú. Ni uno.
Me interesa mucho la fantasía tradicional, el folclore; me interesa determinada literatura fantástica, no siempre contemporánea. Me apetece mucho perder el tiempo con materias que ni son lo mío ni lo serán nunca, como la botánica, pero que son capaces de excitar mi curiosidad, quizás porque no he tenido la sobreexposición que sí se ha dado con otros temas. Acabo de volver a comprarme la fotonovela de la película El Señor de Los Anillos, de Ralph Bakhsi, que tuve cuando era pequeño y perdí en alguna mudanza, y estoy feliz con ella, disfrutando mucho más que con una de esas historias de superación, sudor, testosterona y éxito -medido en rankings y en estrellas- que ya te sabes de memoria antes de empezar.
Por eso, tal vez, he empezado a tomarme la gastronomía menos en serio, a entender también los restaurantes como un género de ficción, como algo que suspende nuestra realidad por un tiempo y que nos permite asomarnos a otros mundos que nos gusta pensar que quizás fueran posibles.
La cocina de restaurante, de ese tipo de restaurante en el que tú y yo estamos pensando, no me seas tiquismiquis, no es realista. No es factible más que en un entorno absolutamente alejado de la realidad, no es económicamente viable en ningún otro lugar -y a veces aún en ese…- no es sostenible desde la mayoría de los puntos de vista; es una ficción que hemos construido alrededor de platos que son también ficciones. Rituales, comportamientos, expectativas, excesos que en cualquier otro lugar nos harían llevarnos las manos a la cabeza; a veces una cierta sobreactuación, un punto de cursilería que solamente toleramos allí; a veces unos personajes guionizados un poco a machete y una tramoya que nos suena a vista y un poco a baratillo, pero, bueno, vale, aceptamos.
Vamos al restaurante a evadirnos, a poner en pausa otras cosas al menos durante un par de horas, a que nos cuiden y nos contemplen un poco, aunque no siempre acabe por pasar eso; con frecuencia lo hacemos para asomarnos a la vida de otros o para disfrutar de un “porque puedo” que no deja de tener un punto perverso. No es la realidad. La vida no es eso. Y eso no les quita ni un ápice de interés. Haber llegado a esa conclusión me alivia y me alegra.
Los restaurantes, como ficción que son, son un formato interesantísimo -un concierto de rock también lo es, como una obra de teatro, una exposición o un espectáculo de danza- un entretenimiento realmente efectivo. Por eso me gustan. En el momento en el que empezamos a creer que son otra cosa, como ocurre cuando son ellos los que se lo creen y entran en lo que cada vez entiendo más como su Fase Rococó -Philippe Regol habló en alguna ocasión, con un significado parecido, del Estilo Remordimiento, concepto que me parece una genialidad- empiezan a dejar de interesarme.
Los restaurantes son una ficción que habla de sí misma, pero también de nosotros, de nuestros intereses, de nuestras aspiraciones; de cómo somos, pero también de cómo nos gustaría ser; de nuestros complejos, también, un poco, aunque eso nos guste menos. Por eso solemos encontrar mucho más mal caviar que buenos mejillones, porque un mejillón es barato, todo el mundo sabe que lo es, y el caviar -idealmente el bueno, pero todo no puede ser- es algo aspiracional, es lo que nos han contado y nosotros, que no podemos vivir así ni aún empeñándonos, nos esforzamos por creernos el cuento, por sentirnos allí aunque solamente sea durante el rato que dura la pompa de jabón de ese caviar quizás de procedencia china -más del 60% del caviar lo es, siento pinchar el globo- que no es exactamente lo que parece, pero al menos lo parece, y como somos fáciles de contentar, aceptamos. Ni el caviar ni los mejillones son, en ese contexto, alimentos. Son algo mucho más complejo, más interesante y también más manipulable: son símbolos.
Por eso hemos sido y seguimos siendo tremendamente clasistas con quien escribe sobre otros formatos gastronómicos, sobre la cocina tradicional, sobre otras tradiciones, sobre puntos de vista que nos amargan un poco la sensación al hablar de exclusión, de raza, de género, de violencia, de condiciones de producción, de acoso o de adicciones, de números que no salen, de condiciones laborales ¿Cuántas veces has visto algo de esto en el escenario principal de un congreso, en las noticias en las que, sin embargo, sí consideran interesante un vino azul o una croqueta de turrón de fresa o en entre los libros más vendidos? ¿Cuánto has leído sobre el cocinero condenado en firme por maltrato a su ex-pareja, a cuyo restaurante todo el mundo te sigue diciendo que tienes que ir, porque la cosa no es noticia, por lo que se ve, no es para tanto y porque, en realidad, nosotros veníamos por lo de la fiesta y eso nos corta un poco el rollo?
Por eso hemos relegado las recetas a un limbo tremendamente injusto y con frecuencia clasista. Escribir sobre recetas, si se hace bien, es realmente complicado. Mucho más que copiar una nota de prensa, mucho más que asistir a una cena para medios y contarlo al día siguiente. Muchísimo más que ir a una gala y subir un par de fotos. Pero es que cocinar eso es de pobres, ya se sabe. Y de señoras. Todos cocinamos, o cocinan para nosotros, vaya. Todos vamos al supermercado y miramos la cartera, a ver si nos llega. En todas nuestras casas, a veces, huele a sofrito. Afortunadamente, por otro lado. Pero no sabemos cómo encajar eso en el cuento. Es como estar contando La Bella Durmiente y que entre alguien sin maquillar pasando la fregona con el uniforme de la subcontrata, se nos va todo el encanto y toda la burbuja al carajo y aquí veníamos, lo sepamos o no, por lo de la ficción.
Por eso no nos gusta hablar de la parte fea de la cocina. Porque quizás no nos gusta tanto la cocina como su lado brillante. Por eso no hay gala sin photocall ¿Te acuerdas de que hace 15 años no había photocalls? ¿Qué sería de una gala, hoy, sin su photocall y su dress-code? Sería así como de pobres, poco aspiracional, tristona. No sería lo que esperamos que sea. Por eso no las hay ya, porque no es esa la ficción que queremos protagonizar durante un ratito. Por eso no se habla de todas esas cosas que sabemos que pasan, pero que no queremos nombrar.
Pero este no era un texto de gastronomía. No sólo de gastronomía, al menos. Tampoco era un texto de denuncia. Era un texto sobre mí, sobre por qué me aparto un poco de ese mundillo, como de tantos otros.
Lo hago para tener una visión más amplia, para ver qué hay a los lados; lo hago para no estar tan implicado, porque ni quiero, ni es bueno ni debería ser ese mi papel. Lo hago porque creo que con la ficción lo mejor que se puede hacer es entender que lo es y establecer con ella una relación sana, porque lo contrario sería como enamorarse de una estatua. Lo hago porque son cosas que me gustan, porque quiero que sigan gustándome. Lo hago porque tengo una vida ahí fuera.
Lo hago porque me interesa la gastronomía, como me interesa la fantasía, como un artefacto, como una construcción que quiero entender, pero de la que no necesariamente necesito ser parte activa, no, al menos, en el primer plano.
Gracias por seguir ahí una semana más.
Lo que he leído
Acabo de terminar Cómo Ordenar una Biblioteca, de Roberto Carasso. Breve, culto, ingenioso -con su puntito snob, a veces, que las élites culturales es lo que tienen- y con puntos de vista originales. No pido más. Si te gustan los libros te gustará.
Lo que he visto
Por un lado he vuelto a ver La Última Noche de Boris Grushenko, y qué mal ha envejecido. Ya no es que muchos chistes no sean hoy apropiados, es que muchos otros son claramente de otra época. Y si quitas eso, todo lo demás -guión, actuaciones, vestuario…- cojea.
Por otro, vi Scorpio (Michael Winner, 1973), que no había visto nunca, y muy bien, la verdad. Se ve también que es otra época, pero en este caso, como cuando te pones delante de un cuadro barroco o de una escultura románica, eso no es un lastre.
Lo que he escuchado
Esta semana he escuchado mucho a Genesis, por una serie de casualidades. Y se me pegó That’s All. Seguramente no sea su mejor tema y representa, además, esa época en la que Genesis pasó de ser una banda en la que tocaba Phil Collins a ser Phil Collins y su banda, pero que es pegadiza, eso ya te lo digo yo.
Hace muchos años, cuando Internet comenzaba a ser algo común, pero cuando la información no estaba tan disponible como ahora, leí algo en una revista musical sobre una banda húngara, Karthago, que a comienzos de los 80 fueron algo similar a lo que en España pudo ser, por ejemplo, Barón Rojo. Pero en la Hungría de 1981, que aquí el contexto importa mucho.
Quizás por eso de lo que hablaba hoy de crear ficciones -y tener éxito con una banda de hard rock con portadas con elefantes que lanzan rayos por los ojos en aquel país en aquel momento no está mal como ficción- me parecieron interesantes. Luego, cuando los escuchas, suenan a una época anterior a la suya, pero entre su historia y lo que costaba a finales del siglo pasado acceder a según qué grabaciones musicales, se han quedado ahí, conmigo.
Es perfecto.
Creo que hay veces en la vida que nuestras pasiones nos llegan a abotargar. Me costo entender porque cerraron el Bulli, però cada dia tiene mas sentido. Hay que desaprender para volver a aprender sinó te quedas ciego