Platos
Otros años los empezaba o los acababa con listas de restaurantes estrellados, o al menos de ese estilo, que había visitado. Este año prefiero hablar de algunos restaurantes a los que fui, con o sin estrella, y de platos que me hicieron feliz. Porque cada vez estoy más convencido de que la estrella está muy bien para el restaurante, al que ayuda a tener una mayor visibilidad, pero a mí, como cliente, cada vez me aporta menos.
No es nada contra la guía Michelin. Hablo de estrellas como podría hablar de soles, de finalistas en un ranking o en otro: muchas veces encuentras gracias a ellos lugares interesantes. Otras veces lo que encuentras son lugares haciendo esfuerzos por estar a la altura y perdiendo, en el proceso, parte de su personalidad. Y otras, simplemente, dejas de lado, por seguir esas recomendaciones, lugares que por concepto, gama de precios, instalaciones, aspiraciones o, sencillamente, porque las guías no son la verdad absoluta, se quedan al margen. Y sería una lástima no hablar también de ellos.
Porque disfruté muchísimo de la cuajada de pistacho con garum andalusí y quisquilla de Paco Morales en Noor o de la trucha (ahumada, en tartar y en paté) con ajoblanco de cebada, helado de piñones y acederas de La Botica de Matapozuelos. Qué cocinero tan elegante es Miguel Ángel de La Cruz y qué poco se habla de él. Pero también disfruté enormemente de la caldeirada de tres pescados de Casa Lestón (Sardiñeiro), del cabrito del Bar Camacho (Anieves) o de las navajas del Mesón El Centro de Puerto de Vega.
Así que quiero acordarme, más o menos por orden cronológico, de la visita a Lera en plena tormenta Filomena. Qué día tan extraño, qué espectáculo son esas alubias de Saldaña con liebre y qué alegría que por fin la guía Michelin haya reconocido su trabajo. Recuerdo también la visita a esa casa inclasificable y acogedora que es Gunea (Avilés), la charla con Begoña y Pablo y aquellas mollejas de pitu guisadas con gambas con las que homenajeaban, precisamente, a Luis Lera.
Las kokotxas con yema de El Ermitaño (Benavente),lo calamares en su tinta con patatas lañadas del Lestón (Sardiñeiro), el descubrimiento de las pizzas con masa de pan lucense de Rozas (Cospeito). Millo (A Coruña), Nordestada (Portosín), Ceibe (Ourense). Esa raya en escabeche rojo de Moncho, la tremenda dorada a la plancha de Nel y el gazpachuelo de xarda con huevas y encurtidos de Lydia y Xosé. Para que luego digan que no hay recambio generacional en la cocina gallega.
Los riñones de la barra del Río de La Plata o las castañuelas ibéricas con crema de apiobola y beurre blanc del ConSentido (ambos en Salamanca), la caballa curada con ajoblanco y uva encurtida de Yume (Avilés), la fideuá de sepia y pies de cerdo del Molino de Alcuneza o el caldo dashi de hinojo, cecina casera y setas de El Doncel (ambos en Sigüenza).
El calamar de azores con berenjena a la brasa, limón y cilantro del Euskalduna Studio (Oporto), la ostra con cordero y aceituna de kalamata de Noor (Córdoba), el salmón en jugo de patatas con costilla de Monte (Lena), el suquet de raya thai de Regueiro (Puerto de Vega).
La ostra con curry verde del Poemas (Las Palmas de Gran Canaria), el cogollo ahumado con crema de proteína de alubias y licuado de lechuga de La Botica (Matapozuelos), el torrezno a la brasa con asadillo de Azafrán (Villarrobledo), el caldo de nabizas de O Portugués (Castroverde), el salmonete a la brasa de Charlatán (A Coruña), las mollejas de Los Poínos (Valdebimbre), los mejillones con nabo y escabeche de Landua (O Fieiro), las gónadas de erizo y centolla sobre sabayón de allada de Miguel González (Pereiro de Aguiar), la perdiz con remolacha encurtida y cañamones de Réliva (Brujas),el taco de torrezno y tartar de gamba de Comovino (Santiago). El virrey servido sobre su marmita del Real Balneario (Salinas).
No, a pesar de haber viajado menos, no ha sido un mal año.
El caos dentro del orden
Ha sido un año en el que he aprendido a valorar más la improvisación. No es que antes no la apreciase, pero, si volvemos a hablar de cocina, cada vez estoy más convencido de que la premeditación excesiva puede ser un corsé terrible. Salvo que seas Paco Morales, que es de los poquísimos cocineros que conozco capaces de controlar cada detalle hasta bordear la obsesión y que el resultado no sólo sea impecable sino que, al mismo tiempo, sea capaz de transmitir su personalidad.
Lo que ocurre normalmente cuando se peca de exceso de planificación es lo contrario. Y no hay nada más triste que asistir a los esfuerzos de un cocinero que solamente consigue sumar rigidez y apretarle el corsé a sus platos.
Cada vez valoro más ese cierto caos que no está al alcance de cualquiera, esa cocina más instintiva, más cambiante de servicio en servicio que sólo puede llevar a cabo quien tiene un bagaje importante a sus espaldas.
Hablo de la falta de alma de las cocciones milimétricas, grados y segundos programados en un baño maría, frente a una caldeirada que está cuando está, cuando el ojo y la experiencia te dicen que no necesita 30 segundos más.
Pero hablo, también, de escritura, que en esto se parece bastante a cocinar. De esos textos en los que a veces se cuelan imperfecciones que demuestran que hay alguien detrás y no solamente un robot que poda, desbroza y reformula hasta conseguir quitarle el alma al párrafo.
A veces hay que pulir hasta la nausea, es cierto. Otras, hay que dejar estar. Saber cuándo hace falta una cosa y cuándo es precisa la otra es saber escribir, como es saber cocinar. En ocasiones simplemente hay que hacer eso tan complicado que es repasar una y otra vez todas las costuras para conseguir que sean firmes y que al mismo tiempo no se noten.
Cada vez aprecio más el esfuerzo, el grado de confianza y el conocimiento que hacen falta para dejar algunos flecos sin atar. Flecos que no son decisivos, quiero decir, porque dejar esos sueltos sería simple imprudencia. Me refiero a detalles que pueden cambiar en función del producto, del cliente, del humor, del ritmo de cocina y que hacen que algo sea más orgánico.
Pensamientos de supermercado
Hace uno par de días subí una foto a Instagram. Era la pescadería de un supermercado de la Costa da Morte perteneciente a una gran cadena. Y era la víspera de fin de año. La subí porque me llamó la atención que el 90% del marisco que se vendía aquel día y en aquel lugar -Costa da Morte, insisto- fuera congelado e importado.
Y aquello me hizo darle vueltas ese supuesto amor al producto local y a la calidad de lo que conocemos mejor que nadie que a todos nos encanta atribuirnos.
Me acordé de lo que me preguntó en una ocasión un distribuidor de mariscos de la zona ¿sabes cuál es el marisco más vendido en hostelería en la Costa da Morte? No, contesté. El langostino congelado, de importación y de gama base, me dijo. Y eso es, precisamente, lo que la foto que publiqué aquel día recogía.
No tardaron en llegarme réplicas. ¿Quieres decir que en la Costa da Morte no hay buen producto? No, no quiero decir eso. Si quisiera decirlo, lo habría dicho. Quiero decir que esa es una pescadería de la comarca la víspera de fin de año y que las conclusiones se sacan solas.
¿Crees que todo el mundo puede permitirse percebes, al precio al que están ese día? No, claro que no. Pero ni ese es el debate ni, si me preguntan, creo que sea necesario comprar percebes. Y menos aún ese día. Los percebeiros salen en otras semanas y seguro que agradecen que haya algo más de compra fuera de esta quincena de locura marisquera.
Alguien me comentó “es que es la fotografía de la pescadería de una gran superficie”. Sí, es cierto. Del supermercado más grande y más céntrico del pueblo más grande de la comarca, para ser precisos. Entiendo lo que me quería decir. Allí al lado, a 100 metros, está el mercado. Y es verdad, también, que mucha gente en la comarca tiene acceso directo a marisco fresco (dejemos hoy al margen los flecos legales del tema).
Pero si tenemos eso en consideración por un lado y por el otro pensamos en la pescadería del Carrefour, del Mercadona, del Gadis, del Eroski, del DIA y del Froiz del pueblo, que no llega a los 10.000 habitantes, la realidad es la que es. Y que no tiene que gustarnos para ser real. Las pescaderías de gran superficie, las grandes superficies en general, son el mal para mucha gente. Es evidente. Pero para otra mucha no lo son en absoluto. Para mucha gente son su día a día y, además, marcas que les inspiran confianza.
Podríamos hablar de por qué cierran pescaderías pequeñas y de barrio mientras abren grandes superficies; podríamos hablar de si todo lo que venden las pequeñas pescaderías de barrio tiene en realidad la calidad que le otorgamos en nuestra cabeza. Podríamos hablar de si es realista pensar que 48 millones de españoles (y 90 millones de turistas) coman solamente pescado de proximidad comprado en la pescadería de la esquina y en lo que implicaría esto para la desaparición de nuestras pesquerías en un par de campañas. O de si todo lo que nos venden como local es, en realidad, local. Me diréis que esa información tiene que estar en la etiqueta. Y os diré que sí, pero que os paséis por según qué mercado y luego, si queréis, volvemos a hablar del tema.
Podríamos hablar de si es mejor, en términos de sostenibilidad, una gran pescadería o si lo son 10 pescaderías pequeñas. De cuánto pescado local y cuánto importado consumimos, de cómo le compramos cuota pesquera a otros países cuando la nuestra se agota o de cómo nos vamos a países que no están sujetos a cuotas para seguir pescando sin que nadie nos mire mal.
Podríamos hablar de qué sería de la industria conservera gallega -con excepciones, claro- sin los mejillones del Pacífico o el atún del Índico. O de la pesca del atún en el Índico y su relación directa con la piratería. Aunque otros no le llaman piratería y ven, más bien, una lucha de poder sobre unos caladeros en los que, sorpresa, se imponen los intereses europeos a los de los nativos.
Podríamos hablar de muchas cosas, pero hoy quería hablar solamente de una: de esos langostinos descongelados a un precio estupendo; de aquellas zamburiñas del Pacífico envasadas al vacío y de lo que insinúan, expuestas en el mayor supermercado de la comarca, la víspera de fin de año.
Eso me hace pensar en lo que nos gustan los símbolos, en el estatus que le damos al marisco, aunque no sea de gran calidad. Me hizo pensar en cómo nos esforzamos para que la realidad no empañe la idea que tenemos sobre nosotros mismos, sobre nuestra identidad gastronómica y sobre qué es local, qué valoramos, qué nos representa gastronómicamente, de qué nos sentimos orgullosos y qué elegimos (cosas que no siempre coinciden); en qué elegimos para celebrar. Y sobre los excelentes mejillones que se podrían comprar por la mitad de lo que cuestan unos malos langostinos congelados nosecuándo nosedónde. Pero como los mejillones no tienen ese estatus, ahí se quedan.
Porque comemos estatus. Yo el primero. Comemos una imagen de nosotros mismos, comemos lo que se supone que hay que comer en aquel lugar y en ese momento. Porque comemos con la cabeza, aunque sea con su parte menos racional, mucho antes que con el estómago o con el paladar. Y porque pocas fechas como la navidad para verlo de una forma muy gráfica y muy cruda con sólo asomarse al supermercado. Otro día hablamos de dulces tradicionales, del precio de los que se encuentran en cualquier punto de venta, de sus ingredientes y de la fiebre por el panettone, que son cuestiones que van, más o menos, en esta misma línea.
En fin, esta semana voy con retraso. Los festivos se han impuesto. Aún así, gracias, como siempre, por seguir ahí.
Algunos links
Sigur Lewerentz fue un arquitecto sueco de la primera mitad del S.XX. Aunque se formó en la estética romántica de finales del S.XIX fue uno de los renovadores de la arquitectura de su país antes del auge del movimiento moderno, pasando primero por una época neo-neoclásica que tuvo unos cuantos seguidores en Suecia y acercándose luego al racionalismo.
Lo más interesante de Lewerents, seguramente, es su arquitectura funeraria. Es un tema que me interesa particularmente. Cuando trabajé con arquitectos se dieron dos casualidades: una de ellas fue que trajimos al catalán Jordi Badía, que por aquella época comenzaba su carrera y estaba trabajando en dos proyectos: el tanatorio de Terrasa y el tanatorio de León. Aquello me hizo pararme a pensar en la función que la arquitectura puede tener para acompañar un momento tan delicado por el que todos, lamentablemente, pasamos en varias ocasiones a lo largo de nuestra vida.
También por aquella época, el arquitecto César Portela diseñó un cementerio para Fisterra, una serie de cubos colocados aparentemente sin orden en la ladera, como si hubiesen quedado varados allí tras una tormenta.
La obra me parece muy interesante. Y más interesante aún me parece la reacción de los vecinos, que se niegan a utilizarlo.
Cementerio de Fisterra (la imagen está tomada de la página web del arquitecto, enlazada en el párrafo anterior).
En cualquier caso, Lewerents es el autor de uno de los poquísimos, quizás el único, cementerio contemporáneo declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, el Cementerio del Bosque, en Estocolmo.
Se acaba de publicar un libro sobre su obra que todavía no he podido ver, pero que tiene pinta de ser realmente interesante.
Lo que he leído
El túnel, de Ernesto Sábato. Una novela corta escrita en 1948, aunque podría estar escrita ayer.
Lo que he visto
Navidades Negras, de Bob Clark, una película de 1974, anterior a la moda de los slasher. No diré que haya envejecido particularmente bien, pero es curiosa en muchos aspectos y, en otros, de alguna manera, una pieza de arqueología del cine de terror.
Lo que he escuchado
Hace unos días, cocinando, volví a ponerme esa maravilla que es el disco de Vinicius de Moraes, Toquinho y María Creuza grabado en La Fusa (Buenos Aires) en 1970.
A felicidade do pobre parece
A grande ilusao do carnaval
A gente trabalha o ano inteiro
Por un momento de gloria
Pra fazer a fantasia
De rei ou de pirata ou de jardineira
Pra tudo se acabar na quarta feira
Qué personaje extraño fue Vinicius. Alcohólico, casado nueve veces, padre de al menos 10 hijos, diplomático, poeta, mentor de algunos de los que serían los grandes nombres de la música contemporánea brasileña en el siguiente medio siglo. Y qué delicia es ese disco, con sus charlas entre canción y canción y con sus imperfecciones.
Otro personaje curioso: Kris Kristofferson. Muchos, sobre todo por debajo de los 40, lo conocen sobre todo por sus papeles en películas de acción de dudosa calidad de las que Blade no fue, ni de lejos, la peor. Pero ha participado en casi 80 películas a lo largo de medio siglo y ha grabado más de 40 discos.
Durante un tiempo pareció especializarse en rodajes comercialmente catastróficos, como The Last Movie, de Dennis Hopper, o La Puerta del Cielo, de Michael Cimino, la película que cambió el sistema de estudios de Hollywood y supuso, al menos simbólicamente, el paso de los 70 a los 80.
Yo lo descubrí, sin embargo, en la película Pat Garrett & Billy The Kid, de Sam Peckinpah. La película estaba dirigida por uno de mis directores favoritos, pero, además, tenía como banda sonora el disco homónimo de Bob Dylan quien, por si con eso no hubiera suficiente, también tiene un personaje en el film.
El disco rara vez se incluye entre los 10 o 20 mejores discos de Dylan. Pero es que es Dylan, vamos a ver, e incluso los discos flojos tienen sus momentos. Este, en concreto, tiene la versión original de Knockin’ on Heaven’s Door, que ya es más mérito que los que incluyen la mayoría de los mejores discos de muchas bandas. Pero es que discos considerados aún peor, como Shot of Love, normalmente considerado de lo peorcito de su producción, tienen cortes como el que le da título y que se escuchan bien a gusto.
Con Dylan me pasa una cosa. Y es que, más allá del carácter mítico que tiene para cualquier enamorado de la música de esa época como yo, una vez, cuando tenía unos 12 o 13 años me encontré en un parque, abandonada, una bolsa que contenía una docena de sus álbumes. Así que, en una época en la que las canciones te llegaban de 10 en 10, cuando tenías dinero para comprarte un vinilo o un CD nuevo, muy de vez en cuando, aquello fue como encontrar un tesoro.
Así que me pasé años memorizando esos discos. Blood on the Tracks, Blonde on Blonde, Highway 61 Revisited, Nashville Skyline, Desire, Shot of Love, Shelf Portrait... Y Pat Garrett & Billy the Kid. Volviendo a este disco, es cierto que no es el más fácil de Dylan. Y tampoco es el mejor para quienes disfrutan de su lado más popular.
Pero tiene varios méritos, más allá de Knockin’ on Heaven’s Door. El primero es que un disco básicamente instrumental (con un par de excepciones). Y eso, en 1973, cuando Dylan que era considerado el gran poeta de la cultura pop, era una provocación, se mire desde donde se mire.
Al mismo tiempo, era un disco instrumental que contó con músicos como Booker T (de la banda Booker T & The M.G.’s), Roger McGuinn (de The Byrds) y músicos de sesión esenciales para la música de aquella época como Bruce Langhorn. Una pequeña maravilla.
Volviendo a Kristofferson -una vez más el efecto cesta de cerezas- y a su carácter de bicho raro, no me negaréis que alguien que fue una estrella del deporte universitario, hasta el punto de aparecer en la revista Sports Illustrated, capaz de licenciarse luego en literatura inglesa y conseguir una beca para estudios predoctorales en Oxford; alguien que se alistó en el ejercito por presión familiar y llegó a ser piloto de helicópteros con el rango de capitán y con base en Alemania, que empezó después una carrera musical y cinematográfica con momentos brillantes no merece un poco de atención.
Alguien que, además, compuso para músicos como Johnny Cash, Jerry Lee Lewis, Dolly Parton o Janis Joplin. Y fue esta última la que hizo famoso su Me and Bobby McGee que, por cierto, me gusta mucho más en la versión del propio Kristofferson. Freedom is just another word for nothing left to loose.
Me ha gustado que hayas comentado el tema de las pescaderías. Yo soy asturiana aunque llevo casi 30 años en Galicia y una de las cosas que me sorprendió cuando vine y me sigue sorprendiendo es la poca variedad de pescados que había. Yo a pesar de ser de Mieres estaba acostumbrada a esas pescaderías que podría calificar como exuberantes donde se te iban los ojos y no sabías que escoger aunque es bien cierto que los precios no eran para todo el mundo pero había un poco de todo.
Sin embargo aquí lo único que había era pescado pequeño ( chincho, bacaladas....) y el pescado bueno en Navidad y carísismo.
Ahora ya es algo distinto, hay más pescaderías y siempre puedes ir a una plaza como la de Santiago o Pontevedra .
Y como yo soy talludita me ha encantado que hablaras de Kris Kristofferson, tuve mi momento enamorada de él 🤣🤣🤣
Feliz año!!!