Cada vez me apetecen más ciertas rutinas: bajar a tomar café al Adelia dando un paseo, ir al cine o al teatro quizás una vez a la semana, salir a caminar por la tarde, bajar a la zona del barrio donde están los bares y sentarme un rato en una terraza. A leer el periódico, a charlar un poco. A no hacer nada.
Hace más o menos un mes me concedieron un huerto urbano, una parcela de 50 metros cuadrados cerca de casa, en medio de un parque, en una zona sin tráfico. Me apetece subir hasta allí, desbrozar un poco el terreno, ir plantando cosas si la lluvia lo permite. Hacerlo, tal vez, cada dos o tres días.
Pero estoy inmerso en uno de esos bucles de viajes, plazos y regresos que cada vez son más largos y más intensos. Enero fue tranquilo. Desde entonces he ido a Sevilla, a Salamanca dos veces, a Extremadura, a Madrid, a Málaga y, más cerca, dos veces a A Mariña, una a la Costa da Morte, una a A Fonsagrada y otra a A Coruña. Estos últimos no son viajes en el sentido estricto, pero el que menos dura me ocupa media jornada, la mayoría la jornada entera. Y eso obliga a recolocar, a planificar de nuevo, a sacrificar parte de un día libre, a que los fines de semana desaparezcan, o a incumplir plazos.
La falta de rutina se convierte en una rutina y es ahí donde necesitas crear pequeños espacios. Para mí suelen ser un libro y una camiseta. Cuando duermes en siete camas diferentes en un mes, cuando el interruptor de la luz está cada vez en un sitio distinto hace falta, al menos a mí me hace falta, crear una cierta intimidad, un sentido de casa. Cosas que, aunque lo demás cambie, sabes que van a estar ahí y a las que te agarras.
He tardado en hacerlo, pero al final voy dándole forma a esos puntos de anclaje. Uno de ellos, como decía, es un libro. A veces no tengo mucho tiempo para sentarme y centrarme en él, cuando llego a la habitación lo hago tan derrotado que antes del segundo párrafo me quedo dormido. Pero, aún así, saber que está ahí, que es el mismo libro que tengo en la mesilla de noche en casa, que si tengo un rato -si hay suerte la habitación tendrá una butaca más o menos cómoda- puedo sentarme, buscar una luz que cree un ambiente un poco menos frío y desconectar de todo unos minutos, quizás entre una comida y una presentación, entre una mesa redonda y una cena; entre un cóctel y una charla antes de subirme mañana al coche y volver a hacer 700 kilómetros.
Lo mismo ocurre con una camiseta, una con la que me hice por casualidad, además, no especialmente bonita, pero que se ha ido convirtiendo en un seguro. Me di cuenta el día que me la olvidé. Estaba en Sevilla por apenas 24 horas y el disgusto de no encontrarla fue mucho mayor de lo que me habría parecido razonable.
Es curioso, porque al final un trozo de tela no particularmente caro se ha convertido en un seguro. Es un tacto reconocible entre tantas sábanas distintas; es una sensación que, de alguna manera, es como estar un poco más en casa. Me conformo con poco, evidentemente.
En las próximas semanas tengo un par de salidas al País Vasco, otra a Cantabria; tengo Mallorca, unos días en A Coruña, tengo O Ribeiro y Cádiz. Debería programar un par de salidas más a las islas y hay un recorrido por Asturias que llevo ya un par de meses posponiendo. Y saldrán más cosas, no tengo ninguna duda. Hasta qué punto se habrá convertido esta camiseta en un sucedáneo portátil de la sensación de estar en casa, que estoy pensando en comprarme otras dos, iguales a esta.
Restaurantes
A pesar de todo lo anterior, soy consciente de que esta no rutina que tengo por rutina es aquello con lo que muchos sueñan en su día a día. Y eso, a veces, me genera una cierta sensación de culpa. Lo de quejarme por lo que para muchos otros sería un privilegio no deja de, seguramente, un tanto egoísta. Me viene a la cabeza, aquí, una frase que subrayé en un libro de Elizabeth Duval el otro día, en un aeropuerto: un vínculo acomplejado y ascético con nuestro placer y con el goce. Vuelvo sobre ella más abajo.
Aunque luego pienso que lo que yo hago no es necesariamente lo que a otros les gustaría. Se parece a unas vacaciones, pero en cuanto levantas la alfombra no es vacaciones en absoluto, y se me pasa un poco. Es complicado. Me paso el día entre mi tendencia natural a quejarme y estar agradecido por todo lo mucho que disfruto.
Porque al final, por detrás de las quejas, del caos y de las ojeras, está el hecho de que esto me gusta: conocer a gente, no estar atado a una oficina, no tener un jefe. Y los restaurantes.
Cuanto más te mueves por ahí, más te das cuenta de que en los restaurantes hay modas y tendencias globales, que te encuentras en un lado y en otro, pero que sobre todo hay pequeñas tendencias en la escala local. En Galicia, en Madrid o en el lugar que sea se pone de moda, de pronto, una técnica o un producto y lo encuentras en buena parte de los restaurantes durante meses, repetido a veces hasta el aburrimiento. Lo bueno es que, si te mueves un par de cientos de kilómetros, esa moda repetitiva desaparece. Es sustituida por otra, en muchos casos, pero para ti, que no comes exclusivamente en esa región, por un momento es aire fresco.
Piensa en productos como la berenjena, que hace cuatro o cinco años en Galicia era un animal mitológico y que, de pronto, aparece en buena parte de las cartas. O en el puerro, que me encontré varias veces en estos días en Málaga.
La ventaja de ser un cliente itinerante, además, es que también en esto sales de la rutina. Y reconozco que, en lo que toca a restaurantes, es algo que me apetece mucho más que en lo relativo a dormir fuera. Interiorismos diferentes, tendencias a escala local que vas a dejar atrás cuando te vayas; productos o recetas de la zona, más o menos reinterpretados. Y formatos diferentes que estimulan un poco la curiosidad.
Formatos que, por escala o por sus peculiaridades no son posibles en otros lugares; propuestas que se mantienen gracias a un público determinado y que no podrían sostenerse en otros lugares. Sitios que te demuestran que bajo esa capa de uniformidad que parece extenderse por todas partes, en especial en redes sociales, hay otras cosas, otras ideas y otras maneras de plantearse el negocio.
El otro día comí en Mi Niña Lola, con vistas al puerto de Málaga. Apenas tres días antes estaba en Hábitat Cigüeña Negra, inmerso en la dehesa del nordeste de Cáceres, o en Old School, un pequeño restaurante de pueblo, instalado en una vieja escuela en algún lugar de la Beira Interior; en Portugal.
Días antes estaba en un bar de ambiente taurino en Salamanca, comiendo lengua y morros, y ayer tomé el menú del día en un restaurante casi centenario en algún lugar de la Galicia Central. Tanto quejarme de la falta de rutina en unas cosas y lo que me gusta, en otras, es precisamente eso: la diversidad, los cambios, modelos distintos que hablan de públicos distintos.
Qué difícil es tener una posición sólida. Y qué poco me apetece, por otro lado.
Gracias por seguir ahí una semana más.
Lo que he leído
Melancolía, de Elizabeth Duval, es un ensayo un poco sobre todo: sobre el papel de la izquierda contemporánea, sobre los afectos, sobre la melancolía.
No me parece un libro redondo, precisamente por ese ir saltando de un tema a otro, pero sí que creo que tiene mucho sobre lo que pensar. Y me impresiona que quien me hace pensar sea una persona de 23 años, capaz, a veces, de sorprender con afirmaciones de una madurez que asusta.
Es cierto, al mismo tiempo, que el tono es un tanto académico de más. Lo entiendo, porque muchos de los que pasamos por universidades, grupos de investigación y todo aquello tenemos ese lastre. A mí me costó más de 20 años sacármelo de encima, entender que el mundo no es la academia, que divulgar no es publicar conocimiento para otros expertos. Y pese a todo, aún ahora caigo a veces en esa gravedad impostada, en esa autoridad que supongo que nos otorgamos antes de que alguien nos diga lo contrario.
Aún así, con ese tono y con todo, vale la pena.
Quienes escribimos somos optimistas. Seguimos teniendo confianza en el poder de la palabra. Quienes creemos en que la voluntad transcrita en las palabras puede cambiar el mundo tenemos que serlo el doble: un optimismo tan grande que llega a parecerse a la expresión de fe de los creyentes.
Lo que he visto
Dune: Parte 2.
Al igual que con la primera película de la saga, salgo con una sensación agridulce. Es un espectáculo visual apabullante, bellísimo. Pero creo que es demasiado consciente de ello. No sé si es un ejercicio estético facilón o el hecho de revolcase en ello, de gustarse un poco de más, pero hay algo que hace que, detrás de esa belleza innegable, me parezca todo un poco de cartón piedra.
Aún así, está bien, creo que me gustó incluso más que la primera, si me paro a pensarlo. Y hay que verla en pantalla grande.
Lo que he escuchado
El Resurrectionfest se acerca. No sé si esta año podré ir, pero tras la experiencia de la edición anterior espero que sí.
Y eso a pesar de que el cartel de este verano me parece bastante más flojo que el de años pasados. Está Alice Cooper, aunque en un día que me resulta imposible, están unos Megadeth de capa muy caída y están toda una serie de bandas de metal contemporáneo, muchas de las cuales no había escuchado demasiado, quizás con la excepción de Avenged Sevenfold, aunque quizás los más jóvenes me digan que estos ya no son, tampoco, realmente contemporáneos.
La cuestión es que estoy buceando un poco en el metal industrial de Electric Callboy (vaya copia descarada que presento Käärijä en Eurovisión el año pasado), que sigue sin ser mi estilo favorito, pero que, como siempre que te metes un poco más a explorar algo, tiene cosas; la brutalidad de los rusos Slaughter to Prevail, con un deathcore difícil de clasificar que, una vez más, sin ser mi estilo preferido, también tiene una cierta capacidad para enganchar, o el death metal “con cosas” de Shadow of Intent.
Espiño ha sacado nuevo single,Lilith.
¿Y quién es Espiño? Pues Espiño es el proyecto de Alfonso Espiño, quizás junto al desaparecido Narf el músico imprescindible para entender la música en Santiago de Compostela en los últimos 30 años.
Lo sé porque me pasé dos años sentado a su lado en clase, en el instituto, porque tocamos muchas horas juntos, porque pasamos tardes enteras intentando desentrañar los acordes de Blackbird, porque hicimos un programa de radio junto a Pablo Iglesias, otro imprescindible de la ciudad y porque hicimos alguna que otra escapada de verano, de esas de guitarras en la playa y fiestas de pueblo, juntos. Y porque, aunque luego perdimos el contacto cotidiano, he seguido su trabajo en bandas, en dúos y en solitario desde entonces.
Lilith te va a sonar un poco, quizás, al Xoel López de The Elephant Band, a Ocean Colour Scene. Pero, créeme, todo eso estaba ahí, en la cabeza de Alfonso, mucho antes de todo eso. Y sigue transmitiendo ese cierto buen rollo melancólico que para mí es tan compostelano y, al mismo tiempo, tan de Espiño.
"Qué difícil es tener una posición sólida
Che non mi faccia mai cambiare idea sulle cose, sulla gente"
El libro.
El libro como ancla.
Siempre en la mochila (mi padre me llama Labordeta). Aunque lo mio sea siempre vacaciones, el libro siempre en la mochila. Antes de salir del alojamiento; al volver, tocarlo de nuevo dentro de la mochila. Saber que está ahí. El ancla. Estoy fuera. Estoy de vacaciones; y estoy relajado y disfrutando, y aun así el ancla siempre a mano, "noseaqué". Que cuando meto la mano en la mochila, y me parece que no está, que lo he perdido, me da un vuelco el corazón. Sentimiento de deriva.
Siendo, además, enfermizamente tímido es mi escudo protector. Si en algún momento, en algún lugar, me siento incómodo, cojo el libro, lo planto delante de mi cara, y aunque no esté leyendo, sin pasar página alguna, estoy escondido detrás de él. Una suerte de escudo, que siento, además, como una capa de invisibilidad.