Ha sido una semana dura. La siguiente lo será también.
El miércoles salíamos de viaje a primera hora. El lunes Negroni empezaba a dar señales de no estar bien.
Siempre se puede añadir un poco más de presión
Negroni es la enciclopedia ambulante de los problemas posibles en un gato. Llegó a nosotros con menos de tres meses, después de criarse en un cobertizo en una granja. No conozco sus antecedentes, pero digamos que, por lo que sea, no es el gato que más confía en las personas. Cabía en la palma de mi mano. O habría cabido si hubiese podido cogerlo. Salió de la caja y se metió dentro de la estructura del sofá, de la que solamente salió para meterse detrás de la columna del bidé, esa parte hueca hacia la pared por la que van las tuberías y en la que no cabe una mano de tamaño normal sin hacer un destrozo.
Allí se pasó, agazapado, dos días largos, sacando a pasear la zarpa diminuta cuando intentabas cogerlo. Salió al tercero, gracias a la ayuda de unas gambas crudas, aunque salió sin demasiado entusiasmo. Esta es una de las primeras fotos que conseguí hacerle, días más tarde.
Con el tiempo descubrimos que tiene el rabo partido, pánico a sentirse rodeado, que es bastante sensible al ruido, que se estresa a la mínima y que, cuando se estresa, los edredones limpios son su arenero de preferencia; que tiene una reacción cutánea a la picadura de insectos, tendencia a las infecciones oculares. Y que, desde que decidió que era buena idea lanzarse por la ventana para cazar pájaros su espalda está en algún lugar entre un acordeón y una sierra de carpintero. Por suerte, vivimos en un segundo. Nadie dijo que fuera un gato fácil.
Apenas permite que Anna, o cualquier otro ser humano que no sea yo, lo toque. Mi madre defiende que es una invención nuestra, ya que en cuatro años que lleva el gato en casa, no ha conseguido verlo. Estoy convencido de que cuando salimos de viaje mi madre cree que hacemos que venga a ponerle comida a Korma y a su amigo imaginario. No hay ni que decir que lo adopté como un reto personal. Y, aunque me los hace pagar con sudor, arañazos y pequeños ataques de nervios, hay avances. Lentos y con constantes retrocesos, pero los hay.
El martes empeoró. Llamé al veterinario y me dio cita para el miércoles a primera hora. El miércoles salíamos de viaje. Teníamos que estar a las 11 en Lastres, a tres horas y media de casa. Anulé esa primera visita. La noche anterior hubo que darle ansiolíticos. Sí, ansiolíticos. Yo, quizás, habría agradecido uno también, pero esta vez le tocaba a él. Si no habéis probado nunca a darle una pastilla a un gato con horror a las personas y a sentirse rodeado, es toda una experiencia.
A todo esto, yo tenía que solucionar en dos días el trabajo de oficina que normalmente hago en cinco. Y si ya últimamente tengo la capacidad de concentración de un abadejo, lo de el lunes y martes fue de traca.
El miércoles no conseguimos meterlo en el transportín. Había que decidir entre anular un viaje de trabajo de tres días y jugársela. Nos la jugamos. No podíamos permitirnos cancelar. Avisé a Casa Marcial de que tardaríamos un poco más, pero nos la jugamos y decidimos que, luego, ni una parada para ir al baño en el trayecto. Negroni se quedó en casa, pero su salud no era nada buena. Y yo me pasó tres días sin dormir, pensando en qué lugar de la casa me encontraría el cadáver al volver y encontrándome, cada noche, dando vueltas en el cuarto de baño a las tantas de la madrugada. Tengo una debilidad ante el sufrimiento de los animales. Me afecta mucho más que el de las personas. No digo que esté bien, sólo digo que está ahí.
En este caso en particular, además, tengo un vínculo especial con el gato. Korma es entrañable y probablemente le tengo más cariño, pero a Negroni llevo dedicándole horas cada días desde hace años. Cada pequeño avance es para mí un logro inmenso, lo que hace que tenga con él una relación diferente.
Ayer llegamos a casa. Las cuatro últimas horas de camino me las pasé sin hablar. Tenía ya decidido, incluso, dónde quería enterrarlo, sólo podía pensar en si en una caja o envuelto en una tela. Una alegría de viaje. Cuando me da por obsesionarme con una idea feliz tempo poca competencia. Abrimos la puerta y no apareció. Buscamos durante un rato, lo suficiente como para ponerme al borde del ataque de ansiedad. Movimos la mitad de los muebles de la casa. Nada.
Miré hasta dentro del lavavajillas. Yo que sé. No he dicho que hayan sido mis minutos más lúcidos. Nada. Le dimos la vuelta al sofá, levantamos las camas. Al final apareció, no se sabe muy bien de dónde, el hijoput pobre. Sigue con su infección y su gusto por los edredones, pero de ánimo está como una rosa. Evidentemente no tiene fiebre y parece que la cosa está controlada, aunque no bien. Veremos qué dice el veterinario, que aún hay margen para nuevas sorpresas, pero de momento la cosa está mejor de lo que estaba. Y con “la cosa” me refiero a la situación, no al gato, que ahora mismo duerme, ahí, al pie de mi silla.
¿He dicho ya que estamos sin calefacción en plena ola de frío, desde hace una semana, porque como nos íbamos de viaje el técnico no puede venir hasta el lunes, el mismo lunes en el que tengo que conseguir meter a Negroni en un transportín y llevarlo al veterinario a tiempo para volver, dejarlo en casa (esperando que todo vaya bien), comer algo, subirme a un tren para ir a otra ciudad en la que esa tarde tengo una reunión en la que me toca mantener el tipo y, más tarde, presento una cata? ¿Y que empezamos a ir justitos de edredones limpios en plena ola de frío y sin calefacción?
¿He dicho ya que el martes tengo una nueva reunión, tren de regreso y apenas 24 horas para hacer todo lo de la semana, una vez más, antes de volver a salir hacia Las Palmas, Málaga y Granada? ¿Y que se me ha muerto el portátil y me falla la entrada de carga del móvil? Alegría tras alegría.
Todo bien.
Asturias
Con todo, el viaje fue una preciosidad. A ratos hasta conseguí olvidarme del gato. Y de la caldera. Y del ordenador, o de su ausencia. Y del teléfono y su empeño por no cargarse. Y del trabajo atrasado.
Era un viaje que llevábamos posponiendo un tiempo y que teníamos ganas de hacer. Uno de esos que tocaba hacer por trabajo, pero que son, al mismo tiempo, un placer.
Dos días y medio por el Sueve, por el valle del Güeña, Lastres, Villaviciosa, Ribadesella, alojándonos en el hotel La Raposera y en la increíble Villa Rosario; dos días y visitando algunos de los mejores restaurantes del noroeste peninsular y aprendiendo sobre conservas de anchoas o maduración de quesos en cuevas.
Soy un privilegiado, lo sé. Lo somos ambos, porque hacemos por trabajo cosas que otra mucha gente pagaría por hacer y podemos hacerlas junto a nuestra pareja, que entiende que es trabajo y que, a veces, eso implica un cierto caos que, al ser compartido, es más llevadero. Hacemos cosas a las que, aún a veces, ni pagando se puede acceder si no es por trabajo, cosas que nos fascinan y de las que seguimos aprendiendo en cada visita.
Pero.
Sí, casi siempre hay un pero. A veces los horarios son endiablados. A veces la cabeza está un poco en otro sitio. A veces te despiertas en uno de esos sitios espectaculares y, quizás, te tomarías el café en la terraza, sin prisa. Pero la comida hoy es a tres horas y media de distancia en coche, y antes hay que parar otro sitios. Ayer, al llegar, estuviste repasando notas en el teléfono (recuerda, no tienes portátil en esta ocasión) en vez de bajar a tomarte un americano en un sofá.
A veces te despiertas por la noche y no sabes ni por qué lado tienes que bajarte de la cama. Ha habido meses en los que he dormido 18 días fuera, en 15 hoteles diferentes. De madrugada no sabes ni dónde está el interruptor de la luz. Ha habido días en los que me he despertado y he tenido que hacer cálculo de dónde estaba el día anterior para saber dónde estaba amaneciendo.
Que no, que no. Que no me quejo. Solamente matizo que el trabajo, aunque agradable, siempre es trabajo. Que cuando tú, tal vez, estarías hablando del último libro que has leído estás, en cambio, pidiendo que te repitan los ingredientes de aquel plato, para no olvidarte de nada, o anotando aquella ruta de la que te habló el técnico de turismo, a ver si mañana, en vez de parar a tomar un café al sol, tienes tiempo, al menos, de asomarte y hacer un par de fotos antes de seguir, que a las 11 te recibe el alcalde y luego, a las 12:30, 90 kilómetros más allá, hay alguien esperándote para abrirte la puerta de ese lugar sobre el que vas a escribir dentro de tres semanas, así que mejor no te olvides la libreta.
Todos vendemos, conscientemente o no, un personaje. Todos compramos, al mismo tiempo, los personajes de otros. Todos tenemos quejas sobre lo que hacemos, nuestra rutina o nuestro jefe, así que buscamos la rutina de otros, más apetecible, para mirarla con cierta envidia.
Lo sé. He trabajado en oficinas, he pasado días enteros entre las estanterías de archivos, he hecho fotocopias y aguantado a jefes ineptos los años suficientes como para saber que mi rutina es un lujo absoluto. Vivo de lo que me gusta. Y aquello de “trabaja en lo que te gusta y no volverás a trabajar un día más en tu vida” es falso, pero sí que es cierto que es infinitamente más llevadero que trabajar en algo que no te gusta.
Por eso lo que cuento, lo que se ve, es la parte bonita. Son los restaurantes, las visitas, las vistas que te dejan sin habla. Aunque detrás haya fines de semana de levantarme para sentarme frente al ordenador hasta la hora de comer, de lavadoras y vaciar maletas para volver a llenarlas; aunque los dos días que voy a estar en casa tenga que ir con cuidado de no pisarme las ojeras y buscar dónde puedo encontrar un cargador de contacto en domingo, a ver si así. Aunque a veces la espalda diga “hasta aquí”, a pesar de tener por delante 400 kilómetros de coche y de que al llegar toque estar fresco como una flor, de pie en un acto durante tres horas, con cara de risa y la copa en la mano. Aunque a veces no sepas cómo te vas a encontrar al gato al llegar a casa. Que a veces pasa, aunque no lo subas a Instagram.
No me voy a quejar. No me voy a quejar. Sí, me quejo. Un poco. Una cosa no quita la otra.
Privilegios
Más allá de los viajes, los hoteles, los restaurantes o las visitas irrepetibles lo mejor de mi trabajo es la gente que voy conociendo. Alguna de la gente, vaya, que capullos hay en todas partes y en eso mi vida tampoco es tan diferente.
Lo mejor de estos últimos 12 años (y algunos más antes, a medio gas) es conocer a personas aquí y allá, en los sitios más improbables; gente que, en su mayoría, ama lo que hace y está deseando contártelo. Gente con la que compartes pasión por una forma de hacer las cosas.
No siempre, por mucho que me apeteciese, es la que ocupa el centro de lo que luego escribo. O de lo que cuento en redes. Porque no quieren, porque no encaja, porque no es el tema que te habían encargado, porque aquello, por lo que sea, va a vender menos.
Porque, vuelvo a ello una vez más, al final esto es un trabajo. Un trabajo que consiste en vender y que te compren. En contar cosas que la gente quiera leer y que los editores piensen que la gente, que su gente, querrá pagar por leer.
Pero el privilegio está ahí, salga luego en el primer plano o no. Está en el vino que te tomas con alguien, sentados alrededor de la cocina de leña de su casa, cuando por fin se olvida de que aquello es una entrevista o lo fue hace un par de horas.
Está en sentarte en la terraza, asomado al Cantábrico, junto a alguien que, después de unas horas, empieza a estar completamente cómodo. Y te cuenta. Está en volver a pasar por un pueblo, quizás a 9 horas en coche de tu casa, por el que tal vez solamente habías pasado una vez antes, y saber que hay alguien que se alegrará de volver a verte, a quien te alegrarás de ver otra vez. Y tomarte un café con ella por el placer de tomarlo, de volver a hablar. Porque esta vez no es trabajo y esta vez sí es un privilegio sin peros, sin apellidos y sin explicaciones posteriores que lo maticen.
Aunque luego llegues a casa y tengas que ponerte a pensar en la próxima salida, en doblar camisas y en cómo poner un poco de orden, mientras, en todo eso que traes anotado.
Ha sido una semana dura. La siguiente lo será también. Pero iré a otros sitios, hablaré con otra gente, los problemas serán otros y, como siempre, las alegrías pesarán un poco más que el resto.
Gracias por estar ahí una semana más.
Algunos links
Una expedición arqueológica subacuática ha encontrado los restos de un barco bizantino hundido alrededor del año 500 frente a la costa de la isla de Fournoi.
Lo más interesante es que 1.500 años después los restos encontrados han conseguido dar forma a una historia probable de mercancías que viajaban entre el Mar Negro y el Mediterráneo. Fournoi es una isla pequeña, pero en aquella época fue uno de los nudos comerciales más importantes del Mediterráneo oriental. Bajando desde el Mar Negro o subiendo desde Rodas y Chipre es una parada perfecta, a menos de 30 kilómetros de ciudades como Samos, Mileto, Aphrodisias, Éfeso o Dídima y en la ruta entre estas y Atenas.
Por eso es interesante que hayan encontrado entre los restos ánforas de Crimea, de la costa cercana a los Dardanelos y de Mileto.
Tengo una atracción hasta cierto punto morbosa por los barcos hundidos. Cuando era un chaval y me gustaba bucear visitamos, en una ocasión, un pequeño barco hundido frente a la costa de Rianxo. Estaría a unos 4 metros de metros de profundidad, y no tendría mucho más de 3 metros de eslora, pero para mí aquello fue como bajar al Titanic.
En otra ocasión, unos amigos mayores nos llevaron a ver el pecio del Cabo Razo, un barco de más de 90 metros que se hundió frente a la punta de O Chazo en 1958. Cualquiera que haya vivido en esa zona de la ría de Arousa ha escuchado la historia de los más de 30 fallecidos, de los pocos rescatados que los pescadores consiguieron llevar a tierra y de los supervivientes que, al amanecer, localizaron aferrados a maderas 6 millas mar adentro, arrastrados por la corriente hasta la zona de la isla de Rúa.
Ahora imagíname a mí, con 15 o 16 años, un equipo bastante precario y las historias de terror que había escuchado desde la infancia, el recuerdo de aquel cañón dieciochesco que habían encontrado poco antes frente al puerto de Escarabote y la imaginación desbocada. Me lancé al agua, pero en cuanto me sumergí un par de metros y me pareció adivinar una sombra allí al fondo, me pudo el miedo y decidí dar la vuelta. No fui el único.
Luego supe que el barco había sido desmantelado por buzos décadas antes. Si queda algo serán, si acaso, unos pocos restos de la estructura. Eso y las risas de los chicos, tres o cuatro años mayores que nosotros, que nos habían estado calentando la cabeza desde días antes y que nos juraban que había visto el barco.
Paul McCartney contándole a Rick Rubin cómo aprendió a componer en el piano es oro molido para alguien que, como yo, aprendió a tocar instrumentos de oído, a base de instinto, de cabezonería y, probablemente, de tomar el camino más largo.
Lo que he leído
Pues no mucho esta semana, para ser sincero. No mucho que no tuviese que ver con trabajo, quiero decir. Sigo con Naciones y Nacionalismo desde 1780, de Hobsbawm, pero entre el cansancio, la falta de tiempo y la edición espantosa (si os hacéis con él no compréis la edición de Booket de 2018, no hay quien la lea. Hay una de 2022 que espero que sea mejor, aunque solamente sea porque desde la anterior sólo puede ir hacia arriba) apenas he avanzado un puñado de páginas.
Lo que he visto
Lo último ha sido El Ciudadano Ilustre (Mariano Cohn, Gastón Duprat, 2016), una película argentina que cuenta la historia de un premio Nobel que vive desde hace décadas en Europa y decide regresar por primera vez a su pueblo natal para aceptar un premio.
Una comedia negra muy interesante.
Lo que he escuchado
Hubo una época, cuando yo empezaba a tocar en bandas, en la que se pusieron de moda las bandas españolas de blues, al menos entre los que estábamos más o menos interesados en el ambiente musical. La Vargas Blues Band, por ejemplo. O Los Deltonos. 25 años después vuelvo a estos últimos y me encuentro con esta curiosa versión de Centro de Gravedad Permanente. Franco Battiato meets Jimi Hendrix meets Stevie Ray Vaughan. Más o menos.
De aquella oleada salieron, en Santiago, bandas como Los Miskatones, Mr. Cool, la Red Blues Band o, a partir de esta, Los Reyes del K.O, que eran Marcos Coll y Adrián Costa, con los que compartí instituto.
Marcos es hoy una referencia de la harmónica blues en Europa. Adrián, por su parte, consiguió hacerse un hueco en el circuito estadounidense con Adrián Costa and the Criers y la Adrián Costa Blues Band, gracias a cosas como esta versión de Michael Jackson (a partir de 1:45 es más reconocible) con la que se atrevió en California en 2012.
Rick Astley cantando a los Foo Fighters ¿Por qué no?
Y termino, ya que esta semana va de cosas extrañas que, sin embargo, pueden ser maravillosas, con esta versión soul que Charles Bradley hizo de Black Sabbath. Ahí es nada.
Buenos días Jorge: algo muy breve, no porque la “carretera” de esta semana me haya parecido mejor o gustado más (siempre disfruto tus textos y recomendaciones) si no porque hoy quizás me he visto reflejada en ti y en tu relación con Negroni. Hay un lazo inexplicable para otros entre tú y el animal al que te has empeñado en sacar de un pozo. Y también se que el trabajo es trabajo no importa cuán interesante o apasionante sea. Leerlo no lo hace mas fácil pero al menos te reconcilia con una realidad mas común. Gracias
Hola Jorge. Me ha emocionado mucho tu historia sobre Negroni. O vuestra historia. Me reconozco en esos miedos, en ese sufrimiento más por los animales en su condición de seres indefensos que en los humanos. Y en ese malestar (o no) porque eso sea así. Escucho y leo a los que saben hablar sobre la no necesidad de los gatos de tener siempre a un humano cerca, pero los que vivimos entre gatos sabemos que eso no es del todo así. Que no todos los gatos son iguales y que algunos necesitan de constante atención y caricias porque para ellos eres uno más en su camada. Yo no estoy en tu situación (tanto mi gata como mi gato no son los más sociables del mundo pero para nada tienen el problema que tiene Negroni), pero también he vuelto a casa pensando en si al abrir la puerta iban a estar muertos o me he dormido en algún hotel y me he puesto a darle vueltas a la cabeza imaginando que estarían pensando que han sido abandonados por sus dueños. Y no es una sensación agradable, la verdad. Así que ánimo con Negroni, que seguro que lo has salvado de una vida muy corta y muy perra pero es que no sabe gestionarlo de otra manera.
Un saludo.