Sentirse bien (mentalmente)
Después de mucho tiempo me he dado cuenta de que mi vida es una pelea permanente por sentirme bien. Supongo que tampoco en esto soy particularmente original.
No es que me sienta mal como norma general, espero que se entienda. Tengo la vida que quiero, básicamente, con las personas que he elegido, el trabajo que me he construido -y que, con sus cosas, es un privilegio- en el lugar que he decidido. Vivo de lo que me gusta, comparto mi vida con quien quiero y me dedico a un sector que, con sus luces y sus sombras -de algunas de estas he hablado en otras ocasiones; de otras, habla más abajo- me gusta. Claro que hay cosas feas, desagradables y poco apetecibles, pero esas vamos a darlas por supuestas, por que no son nada que no le ocurra a cualquiera.
A pesar de ello, de la situación de la que disfruto y que me he ido construyendo con la ayuda de Anna, uno -y quien dice uno dice yo, esencialmente, que en esto cada uno es un mundo y no tengo ninguna intención de darte fórmulas mágicas o de venderte crecepelo- está siempre buscando un cierto equilibro que, si ya de por sí es algo complicado de encontrar, además varía con el tiempo. Vas poniendo cosas en los platos de una balanza, pero esas cosas no siempre pesan lo mismo.
Hace años tener un trabajo estimulante me parecía bastante. Le dedicaba todas las horas laborales, muchas de las de ocio y algunas de las pocas que me sobraban. Hoy no. Le sigo dedicando mucho tiempo, pero el espacio que ocupaba en el platillo ha ido disminuyendo. No tanto por desinterés como porque otras cosas han ido ganando espacio.
He vuelto, ya he hablado de esto aquí, a ir a conciertos y los estoy disfrutando como nunca antes; he vuelto a viajar sin que la gastronomía sea el hilo conductor. Siempre hay algo que me llama la atención en esa línea, es cierto: siempre hay un mercado, una casa de comidas, un producto, pero ya no es el centro. O lo es, en ocasiones, pero de otro modo: he aprendido a encontrar el interés más allá de guías y de listados, en tiendas de barrio, en rótulos de periferia, en bares de menú del día, en destinos que no se consideran gastronómico. Quizás otro día hablemos de por qué no se ven así, quién lo ha decidido y qué hay de cierto en eso.
He aprendido a leer cosas diferentes. Durante mucho tiempo me centré en clásicos. Hoy me parece un forma muy equivocada de ver las cosas, aunque por otro lado me alegro mucho de haberlos leído. La cuestión es que ahora doy más saltos, quizás con menos rumbo -quizás, también, por eso, de una manera más interesante- seguramente con menos prejuicios.
He dedicado mucho tiempo a deshacerme del peso del canon, de los cánones -también en lo gastronómico, lo cual me parece que da para otro texto con los cómos y los por qués- y de los tópicos heredados; a contrapesar los valores objetivos, que a veces están, otras los hemos dado por supuestos demasiado tiempo y en otros casos estuvieron en otro momento, cuando el mundo era otro y lo subjetivo, que es algo que deberíamos valorar más: el momento, el lugar, el ánimo, el contexto. El azar, también.
Llegué a Mariana Enríquez por casualidad, a través de una foto en Instagram de Mònica Escudero, que estaba leyendo Los peligros de fumar en la cama. Empecé sin muchas expectativas y me fui enganchando, poco a poco. Después del tercer libro, o quizás fue el cuarto, salté a Samanta Schweblin. Qué descubrimiento, también. Aquí estoy yo, como en el sketch de Les Luthiers, descubriendo cosas que ya estaban descubiertas.
Ahí, en medio, vino mi viaje a Colombia. Me has leído sobre él, si hemos hablado hay bastantes posibilidades de que me hayas escuchado cosas sobre esos días. Porque es sorprendente la cantidad de cosas que me hizo ver de otra manera, sobre todo en tan pocos tiempo. Probablemente me pilló en el momento correcto para eso. Seguramente, en realidad, sirvió de detonante de ideas que venían cuajando poco a poco sin que me diese cuenta y que solo necesitaban un poco de tiempo solo, sin conexión a internet y un cambio de contexto para tomar forma.
La cuestión es que decidí, al regreso, meterme un poco más en ese nuevo boom de autores -esencialmente autoras- del sur de América. Los Relatos cafeteros de Carlos Ospina Marulanda me ayudaron. El librero que mejor recomienda en Santiago de Compostela, también. Quería otros países, otras autoras, otras formas de contar. Llegó María Fernanda Ampuero, después Gabriela Wiener. Giovanna Rivero espera en la mesilla de noche.
Qué maravilla haber entrado ahí, descubrir todo lo que está pasando en la literatura de América del Sur, haberme dejado llevar por intuiciones, por impulsos y por recomendaciones; haber comprado menos libros de gastronomía para comprar más literatura, haber dejado de prestar atención a propuestas vagamente gastronómicas, escasamente interesantes, para invertir tiempo y dinero en esto; haber encontrado espacios al margen del trabajo, del día a día.
Qué tonto suena haber llegado a esta conclusión a estas alturas, pero las cosas son como son. Uno no elige cuándo vienen. Me alegro de haber dedicado mucho tiempo a otras cuestiones, pero me alegro aún más, al menos ahora y por el momento, de no estar haciéndolo ya. No como lo hacía, al menos. Y de haber encontrado o haber redescubierto otros espacios de los que hablar con otra gente.
Sentirse bien (anímicamente)
A mí me ayuda, en esto, el aire libre. Me ayuda, también, dosificar las interacciones sociales. Lo cual, trabajando en algo que tiene una importante vertiente de cara al público, no deja de tener su intríngulis. Es posible que yo mismo me busque las trampas para no estar nunca satisfecho, no lo sé. No lo descarto.
Me ayudan las charlas interesante, la falta de rutina.
Me ayuda quejarme. Sí, soy de esos, de los que se quejan con frecuencia. Suelo decir que lo hago porque soy un optimista, porque no quejarme sería asumir que todo está bien, sería conformarme. Y yo soy de los que, por contra, creen que quejarse supone aspirar a más, pensar que las cosas se pueden hacer mejor y tratar de que sea así. En lo que me toca, claro. En lo demás me limito a quejarme a secas, que también es algo que he ido perfeccionando con los años.
Y me ayudan, no lo voy a negar, las palmadas en la espalda.
El otro día presentamos el libro Escribir Gastronomía en Madrid. Es una selección de textos publicados en español en 2024 con temática gastronómica y este año yo coordiné, junto con Lakshmi Aguirre, la selección.
Hacerlo fue una preciosidad: descubrir a nuevas autoras, nuevas publicaciones; asomarme a otras temáticas, a otros enfoques, a otras preocupaciones. La única parte que no me gustó fue la de excluir textos que perfectamente podrían haber entrado.
Pero más bonita aún fue la presentación, llena de caras amigas, de abrazos; la charla posterior, hasta las tantas; ponerme al día con tanta gente. Es precioso que la gente venga y valore tu trabajo, no lo voy a negar, pero más aún aprecio que eso haya sido el momento para charlas, para volver a ver en persona a amigas, a antiguos alumnos, a compañeros de profesión. Qué año fantástico está siendo este, en tantos aspectos.
Sentirse bien (físicamente)
Desde 2013 ha sido un festín, no siempre delicioso, casi siempre poco saludable. He comido mal, he comido bien, he comido muchas veces regular. Y mis análisis médicos se volvieron más negros: pre-diabetes, colesterol alto, tensión alta.
Con estas palabras -entre muchas otras- se despedía hace unos días Alfredo Lacerda, el que fuera crítico gastronómico de la Timeout Lisboa durante 12 años.
No fue el primero. En agosto del año pasado Pete Wells, el crítico gastronómico del New York Times, seguramente el puesto más codiciado del sector, se despedía con un texto en el que también decía cosas como la siguiente:
Mis valores eran pésimos en todos los parámetros: mi colesterol, mi azúcar en sangre, mi hipertensión estaban peor de lo que habría esperado en la peor de mis pesadillas. Los términos pre-diabetes, hígado graso y síndrome metabólico aparecieron en la charla con el doctor. Técnicamente era obeso.
Más o menos por la misma época, The Guardian publicaba un reportaje titulado Es el mejor trabajo del mundo, pero te matará. En él, cuatro mujeres que se dedican a la crítica analizaban la situación. Diabetes, problemas digestivos, sobrepeso, enfermedades que aparecen con la edad… No sigo. Tienes ahí los enlaces, aunque más o menos ya te imaginas por dónde va la cosa.
Es interesante pensar en esto. Al menos creo que es interesante que los que nos dedicamos a este mundillo pensemos en ello. Probablemente también lo es que la gente que no se dedica a esto y lo ve como el mejor trabajo del mundo sepa que lo es, en parte, pero que tiene unas sombras de las que no se habla, porque aquí venimos a hablar de cosas bonitas y no a aguarle la fiesta a nadie.
Bueno, resumiré mi caso: en 2020, tras una enfermedad de un pariente cercano, modifiqué mi dieta. Ahora soy vegetariano, tendiendo a vegano la mayor parte del tiempo cuando estoy en casa. Ocasionalmente algún huevo o algo de queso. Nada de carne o de pescado. Apenas tomo azúcar, he suprimido bebidas azucaradas, bollería industrial -y la otra a 99%- embutidos, alimentos muy procesados. Miro la cantidad de sal en las etiquetas, evitando las que pasan el límite que me marcó mi nutricionista, y he reducido notablemente mi consumo de alcohol -que nunca fue alto, menos aún considerando la media en el gremio- al mínimo, lo cual quiere decir que si es por trabajo no bebo, salvo que el encargo implique que lo haga, en cuyo caso consumo lo imprescindible. Y en mi vida privada lo hago muy ocasionalmente, cuando me apetece, que es cada vez menos o cuando lo ocasión lo merece: si acaso una caña en un concierto, un vino con un amigo, una copa de un vino en una celebración, prácticamente nunca un destilado, por mucho que me guste, por ejemplo, un buen whisky.
Esto ha tenido dos consecuencias: la primera es que los valores de mis analíticas, en los que no entraré en detalle, pero que responden a los mismos parámetros que comentaba más arriba, mejoraron ligeramente.
La segunda es que me gané alguna que otra antipatía: gente que entiende el dejar de consumir alcohol y hacerlo público como algún tipo de ataque, que saca a pasear las acusaciones de moralismo, de oportunismo y unos cuantos ismos más que diría que me cuesta entender, pero que, en realidad comprendo perfectamente. Entiendo de dónde vienen, quiero decir. De una forma de ver el mundo que ve la discrepancia como un ataque, de una concepción de la realidad basada en verdades universales, válidas para todos, en todo lugar y en cualquier circunstancia.
Yo es que soy más de darle vueltas a las cosas, espero que me perdones por esto, y creo que es fantástico que cada uno beba, fume, esnife o se meta lo que quiera por donde mejor le parezca. Por supuesto que tengo opiniones al respecto, claro que no siempre me parece una gran idea y ten por seguro que le doy muchas vueltas a lo que veo, a los por qués, a los cómos y, sobre todo, a los cuándos. Pero por lo general tiendo a guardarme mis opiniones sobre los hábitos de otros y a pensar que, en un mundo de adultos, cada uno toma las decisiones que mejor le parecen y que si no me la piden, mi opinión sobre ello sobra. Y estoy realmente a favor de las elecciones libres, incluso cuando me parecen equivocadas. Si eres mi hija, mi pareja o mis padres, quizás te diga algo, pero como muy probablemente no lo eres, seguramente nunca sabrás lo que opino. O sí. O nos quedaremos con la duda. O, si de verdad te recome la curiosidad, cosa que dudo bastante, un día nos tomamos algo y lo charlamos.
Pero me desvío del tema. La cuestión es que las analíticas mejoraron, pero no lo suficiente. Mejoraron al ritmo de los “¿Pero te vas ya? Qué aburrido, si aún es temprano”, de los “¿Por qué estás tan serio?” que se multiplican al ritmo al que se van sucediendo las copas y de los “¿Pero no vas a beber ni un trago?”, aunque no tanto como necesitaba. Así que en enero de este año decidí bajar las visitas a restaurantes.
Es complicado, porque vivo en parte de visitar restaurantes. Imagina que tu salud -tu estrés, tu columna vertebral, tu vista- recomendase que bajes un 30 o un 40% tu carga de trabajo, bajando tus ingresos en consecuencia ¿Qué harías? ¿Podrías asumirlo económicamente? ¿Serías capaz de tomar esa decisión?
Es más complicado aún, porque mi trabajo -una parte de mi trabajo, la que más se ve- tiene que ver con estar por el medio, con ver y con ser visto. De nuevo esa parte social. Si no estás, si no vas a los restaurantes, a las galas, a los congresos, a las cenas después de la mesa redonda, vas desapareciendo. Y tiene que ver, sobre todo, con lo que para el resto del mundo es ocio, es placer y es, con frecuencia, algo aspiracional. Decir que dejas de hacerlo, aunque sea en parte, no es sencillo. No tan sencillo como si mi trabajo fuese, por ejemplo, maquillar cadáveres. Supongo que se entienden los motivos.
Hice mis números, hice también un pequeño salto al vacío y, de pronto, aún visitando restaurantes, aún teniendo muchos días de trabajo sedentario y muchas horas de coche, mis analíticas mejoraron sensiblemente. Mucho más, en los últimos seis meses, que en los cuatro años anteriores.
Sin hacer más ejercicio -o lo que es lo mismo, haciendo poco, sin duda menos del que debería- he bajado algo de peso y duermo mejor. Todo son buenas noticias ¿Todo? ¿Seguro?
Pues no, no estoy tan seguro, si te digo la verdad. Porque eso implica que si bajase más mis visitas a restaurantes, seguramente mi salud mejoraría todavía más. Pero ese es un paso que creo que no puedo dar. No ahora, no de golpe, al menos.
Por otro lado, eso supone que comer en restaurantes en general, y en algunos tipos de restaurante en particular, es un exceso. Desde cualquier punto de vista. Lo sabíamos, es cierto. Incluso cuando hace más de 15 años un cocinero me dijo, tras un menú de 17 platos, que su propuesta era nutricionalmente equilibrada y que tenía medidas las calorías quise creerlo, pero no fui capaz.
Dos décadas de digestiones pesadas después, de viajes en los que he tenido que parar el coche, después de salir de un restaurante, para estirar las piernas o dormir una siesta exprés -o reservar directamente un hotel y hacer noche- sé que no es saludable, que no es sostenible y que no se puede decir que sea recomendable comer de esa manera con frecuencia.
Habrá quién me diga que hay de todo, aunque yo no esté muy seguro de eso. Habrá quien me diga que soy un aguafiestas y que uno no va al restaurante a contar calorías. Pues bueno, pues vale, pues me alegro ¿Podría, por favor soltarme el brazo?
Y habrá quien me diga que hay casos en el sector, mucho mayores que yo, con un recorrido mucho más intenso, que están como rosas. Y yo le diré que sí, que es verdad, y que enhorabuena para ellos, que me alegra mucho. Y que también hay una señora de 118 años en Siberia que fuma cuatro cajetillas de cigarros al día, solamente bebe vodka y está feliz, lúcida y lozana, lo cual no demuestra nada. Y que, por favor, señor, me suelte el brazo, se lo repito.
Así que trabajo en el equilibrio. En el equilibrio entre lo que me gusta, que además es con frecuencia -no siempre- lo que me da de comer y lo que que me conviene. En el equilibrio entre el ejercicio que me cuesta hacer, porque siempre hay un pretexto perfecto para no hacerlo, y lo que el trabajo me exige, que casi nunca tiene que ver con hacer ejercicio. Entre el hastío que a veces provoca tener que hacer algo por obligación, aún cuando no tienes ganas, incluso cuando no tienes el cuerpo para esos trotes, y no perder la afición por algo que me apasiona, pero que me he dado cuenta de que con frecuencia a veces me supera y en no pocos casos me aburre porque he aprendido a verle las costuras y a adivinar algunos trucos. Es lo que ocurre cuando ves que el conejo está ahí, dentro de la chistera, mientras el mago hace aspavientos para despistar.
No sé, en esto último, cuánto depende de mí y cuánto depende del sector. O quizás sí que lo sé, pero no lo quiero admitir. Quien sabe. La cuestión es que si me lees con frecuencia sabes que soy de cuestionarme bastante las cosas y que tengo, además -en una combinación ganadora- una cierta tendencia a lo pesimista. Pero sabes también que por encima de eso hay una capa que se basa en que estoy en esto para pasármelo bien y de momento esa pesa más que las otras.
Lo que sí que tengo claro a estas alturas es que el mundillo no va a cambiar en lo sustancial. No, al menos, en el medio plazo. Así que intento escoger mis batallas, decidir dónde sacrifico calorías en favor del disfrute -qué forma tan fea de decirlo y, sin embargo, creo que es la más ajustada a la realidad, al menos a una parte de ella- y dónde me olvido y, simplemente, me dejo llevar. Que es una cosa que, aunque pueda parecer que no, me suele pasando y me encanta.
Intento también, como en otros ámbitos, ser consciente de que puede ser una guerra perdida, pero es mi guerra. Así que no renuncio a ella e intento poner el acento en cuestiones y en cambios que van en una línea que me parece que vale la pena, que estimulan mi curiosidad, que son intelectualmente interesantes -cosa que no siempre ocurre- y que tienen algo que decir.
Te aseguro que todo esto, en un momento de gastronomía ultracapitalista desbocada en muchos casos, exige a veces un esfuerzo. Quien dice un esfuerzo dice un salto de fe. Pero, bueno, no seamos cenizos, también ayuda a valorar aún más las excepciones, que las hay, y a centrarse en ellas mientras alrededor alguien abre la enésima franquicia y el cocinero que antes te mandaba fotos, a ver si te interesaba publicar algo, ahora que ha escalado en el ranking ya no te contesta a los whatsapps, que es algo que también pasa y le quita a uno buena parte de la fe que le quedaba.
¿Cómo se concilia todo eso? ¿Cómo se consigue escribir, vivir de ello, hacerlo de una forma saludable, estimulante, creativa, que apoye proyectos interesantes, que combata dinámicas perversas y que, además, consiga mantener el interés? El día que lo descubra lo sabrás. Habrá señales. Si no las has visto es que de momento, nada.
Por eso me conformo con que el plato de la balanza en el que están las cosas positivas pese más que el otro. En esto como en casi todo en la vida.
Gracias por seguir ahí una semana más.
El hecho de que comer al restaurante en general no es un hábito saludable y que nadie está hablando de eso me FLIPA.
Qué interesante, Jorge. Aunque no lo creas parece que hay una conciencia sobre esto que comentas que está creciendo (no es popular, de momento, pero está ahí). Con respecto a lo de sentirse bien mentalmente me pregunto si es algo que va viniendo con la edad o es el contexto social actual que nos apremia por las altas dosis de ansiedad, estrés y autoexigencia a las que estamos sometidos en esta falsa clase “media”. Abrazo