Travel is a boomerang. It drops you right where you started.
Me pasa Anna una publicación en Instagram de Marta Riezu sobre las dudas crecientes que le suscita viajar y que comparto desde hace un tiempo.
No es nada nuevo, ni una posición particularmente original. Es, simplemente, me temo, un signo de los tiempos, de cómo todo cambia alrededor y de cómo nosotros vamos cambiando con ello sin darnos cuenta.
Es, en realidad, que seguimos siendo hijos del espíritu romántico, decimonónicos en un cierto sentido, y que quizás estas últimas décadas están moviendo esos pilares, lo cual nos hace estar un poco perdidos y, a veces, bastante incómodos.
Seguimos pensando el viaje como experiencia transformadora cuando casi todo en el viaje, en nosotros y en todo lo que nos rodea a unos y a otros ha ido cambiando en estos 200 años. Y no digo con esto que no sea ya una experiencia transformadora. O a lo mejor sí que lo estoy diciendo, aunque me incomode. Lo que digo es que viajar ahora y entonces son dos ejercicios absolutamente diferentes y, por lo tanto, deberíamos enfrentarnos a ellos de modos distintos también, cosa que en líneas generales tendemos a no hacer.
Todo esto es algo que me interesa especialmente, porque más allá de ser alguien a quien siempre le ha gustado viajar -como a casi todos. Esto es significativo- me dedico profesionalmente a esta cuestión. A una cuestión sobre la que cada vez tengo más dudas.
Aunque creo que esas dudas son buenas. Esa incomodidad ayuda a no conformarse, a revisar los tópicos, a pensar qué se puede mejorar o qué puede estar fallando. Tener pocas certezas sobre algo alrededor de lo que trabajas ayuda, o eso espero, a seguir repensándolo cada día, a no estancarse.
Viajar nos enriquece.
¿Sí? ¿Ir al aeropuerto dos horas antes, quizás a las 5 de la madrugada, apiñarte en un Ryanair, perder medio día, con suerte, entre todo eso, llegar, hacer check-in, instalarte; pasar en destino puede que dos o tres días y repetir el proceso, pero a la inversa, te enriquece mucho?
¿Una despedida de soltero, todos vestidos de canguro por el centro de Faro o de Bratislava te enriquece?
¿Seis horas de viaje para asistir a un congreso en un centro de convenciones en la periferia de Madrid, de Hamburgo o de Turín, da igual, te hace crecer en lo personal? No el congreso en sí, que podría haber sido en otro lugar, al que podrías haber asistido online. Hablo del viaje ¿Te ha hecho mejor en algún sentido?
Viajar hoy no tiene nada que ver con aquel Grand Tour romántico que una élite ínfima podía permitirse y supo vender tan bien a la posteridad. Viajar hoy es sucio, cansado y bastante exasperante, por lo general. El sudor del avión, esa sensación pegajosa de cualquier superficie de la estación de trenes.
Las comidas en tránsito. Piénsalo de nuevo, porque eso también es el viaje: el menú del avión, el sandwich en la estación, el café en el vagón-restaurante, la máquina expendedora en la T4 ¿En qué sentido te hacen mejor o te realizan como ser humano? Los viajes románticos, de los que nació nuestro imaginario al respecto, tenían muy poco que ver con esto. Piensa en Lord Byron tomándose un McMenú en la terminal del aeropuerto de Frankfurt, pendiente de las pantallas para no perder la conexión a, yo qué sé, Catania mientras su equipaje vuela por error a Oporto. Pues eso.
Pero todo eso, al final, es lo de menos. Me interesa mucho más el hecho de que hoy sabemos qué implica viajar: qué supone en términos de emisiones tomar un avión, qué está ocurriendo con los alquileres, el comercio local, el cambio de la vida en muchos barrios y ciudades que supone la presión turística, la precarización de algunos oficios. Y aún así lo hacemos, voluntariamente, por ocio. Porque sí, porque queremos.
¿El viaje nos cambia? El post de Marta Riezu me lleva al texto en The New Yorker del que sale la cita con la que encabezo este escrito. El viaje no nos cambia en absoluto, defiende su autora, Agnes Callar. Si cambia algo, cambia al destino, no al viajero. Transforma los lugares en los que el turismo tiene lugar, no a quienes los visitan. Tú sales de casa y, cuando vuelves a entrar, eres exactamente el mismo. El pueblo en la Riviera francesa que te recibe a ti, y a otros dos millones iguales a ti a lo largo del años, es el que deja de ser el mismo. En algunas cosas para bien, en otras, lamentablemente, no es a mejor. Lo sabes, como yo lo sé. Y sigues yendo, como yo voy ¿Por qué?
Porque te gusta, porque desconectas, porque sales de la rutina. No lo sé ¿Desconectas, vuelves más relajado? Cuando uno viaja tres, cinco, diez veces al año ¿sigue siendo eso salir de la rutina? Al final, con frecuencia, sigue haciendo lo mismo la mayor parte de las veces, da igual que la escapada sea a Barcelona, a Edimburgo, a Praga o a Marrakech: avión, hotel, compras, sitios a los que van otros turistas, comidas que con frecuencia no son especialmente satisfactorias y por las que muchas veces pagas más de lo que valen. O quizás hotel, playa, carretera más o menos exótica en sitio más o menos exótico, cóctel en algún lugar cerca del mar, restaurante de cocina local no siempre todo lo auténtico que te gustaría, puede que un curso de cocina de tres horas, selfie con gafas de sol y la sensación de que aquello, en realidad, de aventura tiene ya poco. Da igual Túnez que Yucatán que Indonesia. Cambia el decorado, pero la rutina es, en esencia, la misma.
Pero, y vuelvo a esto porque es lo que me obsesiona ¿Por qué, entonces?
Creo que, con frecuencia, es porque se supone que es lo que hay que hacer, porque nos han dicho que viajar es bueno, porque los demás viajan. Porque es lo que vemos en la pantalla, porque es lo que hemos leído siempre. Porque hay un muro de Instagram que rellenar.
Porque cuando desde siempre has oído que algo es bueno, que te hace mejor a ti, que es una herramienta de desarrollo sin que haya existido nunca una voz crítica al respecto, lo asumes como si fuera un dogma de fe. Es, de algún modo, como un ritual de paso que te convierte en alguien completo.
Y lo cierto es que buena parte de todo eso es verdad. El turismo aporta, pese a todo, elementos positivos. Me niego a situarme en una posición de máximos en esto. Me temo que, como casi siempre, es una cuestión de dosis. El agua es buena, sí. Si no te bebes seis litros de una vez. Si no metes la cabeza en ella cuatro minutos. Si no te zambulles cuando está a cuatro grados y te empeñas en quedarte ahí un rato. Es el agua, pero es también la cantidad y el contexto.
Creo, también, y esto sirve para España y algunos lugares más, pero no para todos, que viajamos porque podemos, porque nuestros padres no pudieron tanto como nosotros y nuestros abuelos aún menos. Porque hoy un billete a Estonia cuesta menos de lo que costaba hace 30 años uno entre mi ciudad y Madrid.
Viajamos como medida del éxito. Porque hoy, por fortuna, una capa importante de la sociedad puede permitírselo; porque si tienes más poder adquisitivo puedes disfrutar de sitios excepcionales, suspender por un rato la realidad, ir a lugares más alejados, menos asequibles, quizás un poco más separados del mundo por vallas y vigilantes. Viajamos, también, me temo, porque en muchos casos no nos gusta nuestro día a día.
Pero viajamos, sobre todo, porque más que viajar nos gusta la idea de hacerlo, porque nos sitúa entre los que amplían sus horizontes, entre las personas de mundo, entre quienes pueden permitírselo. Por eso nos gusta viajar, pero nos gusta aún más que se sepa que viajamos.
Viajamos, en buena medida, porque eso, como nuestra elección de ropa, como el barrio en el que vivimos, como el libro que decidimos compartir en nuestras redes sociales, como el restaurante al que vamos y del que decidimos hablar (como aquel otro del que decidimos no decir nada) nos pone un montón de etiquetas de cara a los demás. Y no hay nada que nos guste más que tratar de influir, aunque no siempre sea con éxito, en esas etiquetas. Somos, o nos gusta pensar que lo somos de cara a los demás, como vestimos, como comemos y como viajamos. Eso hace que todo lo demás, las incomodidades, los daños colaterales, tienda a importarnos poco.
Por mi parte sigo disfrutando de viajar. Podría decir que lo hago por trabajo, que mi labor ayuda a concienciar, a repartir el juego, a que pensemos sobre el modelo… Pero el hecho es que me gusta. Aunque cada vez le dé más vueltas.
Creo que eso, el darle vueltas, el ser consciente de las contradicciones, el disfrutar a veces del exceso aunque cada vez se esté más cómodo en modelos más sobrios, es una de las características de nuestra época.
Disfruto de viajar, como disfruto de ir a restaurantes. Pero si me haces pensar en un sabor que me haya gustado especialmente en los últimos tiempos, te diré que el que me vuelve a la cabeza no es un plato de un restaurante estrellado: es el de un pedazo de pan integral de La Bulanxerí acompañado de un par de nueces. Y eso no me hace mejor ni impide que esté pensando ya en la próxima mesa a la que me voy a sentar. Solamente hace que me cuestione la gastronomía, los restaurantes, sus cómos y sus por qués como me cuestiono los viajes. Aunque de esto, mejor, hablamos otro día.
Gracias por seguir ahí una semana más.
Lo que he visto
Phase IV (Sucesos en cuarta fase. Saul Bass, 1974)
Saul Bass fue un genio como cartelista y como autor de títulos de crédito, probablemente el autor más influyente de la historia del cine en estos campos. Vertigo, El Resplandor, West Side Story, Éxodo, El Cabo del Miedo… has visto su trabajo docenas de veces.
Pero no fue un genio como director.
Quizás por eso solamente dirigió solamente esta película, en la que patinó incluso en el cartel.
No es que sea terrible, espero que se me entienda. Pero es correcta, sin más. Eso sí, con algunos hallazgos visuales espectaculares, un tanto hijos de su época, pero que hacen que, con todo, valga la pena verla.
Lo que he leído
Por un lado he dejado el libro de Pierre Michon del que hablaba en la última entrega.
No es que me espantase, es que tengo demasiadas cosas que leer como para empeñarme en perder el tiempo en algo que está fantásticamente escrito, pero en lo que no consigo entrar.
Por otro, me llegó esta semana Cocina Casera Coreana (Cinco Tintas, 2024) de Jina Jung, al que creo que le voy a sacar bastante partido en casa, en particular a los capítulos relativos a vegetales y a encurtidos.
Es esencialmente un recetario, pero al mismo tiempo es una introducción a técnicas e ingredientes. Y es una edición (esto, en España, todavía es algo que hay que destacar) bonita.
Vale la pena
Lo que he escuchado
Hay un círculo del infierno en el que, si fuiste particularmente denso durante tu vida, te pasas toda la eternidad escuchando discos de guitarristas.
Me refiero a guitarristas de banda. Esos discos son todo un subgénero del que rara vez he sacado nada bueno, aunque me empeño.
Steve Lukather, por ejemplo. Seguramente sea el guitarrista de sesión más conocido del mundo, con más de 1500 discos en su curriculum, entre ellos Thriller, de Michael Jackson. O los de su banda, Toto. Y tiene seis o siete álbumes propios, pero no consigo meterme en ninguno de ellos. Desconecto a los cinco minutos.
O Neal Schon, de Journey. Otro tanto.
Suele ser gente, en mi opinión, con una gran habilidad como instrumentista que no siempre va acompañada con una gran habilidad como compositores o como arreglistas.
Quizás al único que salvo sea a Jan Akkerman, al que admiro muchísimo desde su época en Focus, en los años 70, y que salta del jazz a la música antigua, de ahí al blues; que en los 70 sonaba más años 70 que nadie, en los 80 más años 80 que cualquier otro, a veces saca discos acústicos, otras veces juega con músicas del mundo… No todo me encanta, ni mucho menos, y a veces me supera, pero al menos despierta mi curiosidad.
The Cure es, como REM, otra de esas bandas de las que nunca me acuerdo al pensar en mis favoritas y que, sin embargo, siempre han estado ahí, al menos desde la época en la que la pared de mi habitación en la casa donde pasábamos el verano, tenía al otro lado un pub en el que no dejaban de poner Why Can’t I Be You?
Creo que no tenemos en cuenta el factor precio y democratización del viaje. En el sentido que todavía siguen existiendo maneras y maneras distintas de viajar pero "nos duele pagarlo", en gran medida porque viajamos más que la generación de nuestros padres. O eso creo.
Discrepo