Notas desde el aeropuerto
Dudas sobre algunas de mis obsesiones mientras espero a subirme a un avión.
Hay un gorrión entre las mesas, creo que a cientos de metros de cualquier acceso al exterior. Me parece tristísimo, pero se mueve con soltura evitando las sillas y las ruedas de las maletas, picoteando migas de croissant y acercándose a la siguiente tan pronto como los clientes se levantan. Está esperando por la nuestra. No sé si viviría mejor en una plaza dura de una ciudad con millones de habitantes. Quizás solamente estoy más acostumbrado a esa idea. No creo que las aves urbanas tengan una gran vida. No sé los gorriones, pero definitivamente no las palomas, y no sólo las que vemos casi a diario, atropelladas en medio de una vía de tres carriles. Este, al menos, tiene las migajas aseguradas.
Vuelvo de cuatro días de vacaciones que, como todas las vacaciones, no lo son del todo cuando te dedicas a esto ¿Cuando exploras hornos por una ciudad es relax o es trabajo? ¿Y cuando vas al restaurante con tu pareja, que también se dedica a esto, y habláis de la salsa o del matiz que aporta una hierba a un plato?
Ayer paseamos por Palma. El centro, como en tantas ciudades, incluida la mía, ya no existe, es un continuo de pantalones cortos, tiendas de bolsos de corcho y sandalias ¿Soy yo menos turista por llevar un abrigo verde y tener un acento algo más cercano? ¿Hago menos daño?
¿Y si mañana desaparecemos, los señores de pantorrillas sonrosadas y yo, todos a la vez, las cosas van a estar mejor? Me cuesta dar una respuesta tajante.
Cuando escapo de la marabunta, porque yo soy distinto, pienso (supongo), porque me interesa la Mallorca de verdad, la auténtica ¿estoy, simplemente, extendiendo la mancha de aceite?
En el mercado hice muchas fotos. Al revisarlas encuentro una, el pescadero tiene cara de hartazgo. Detrás de él hay un cartel con el símbolo de prohibido fotografiar. No lo vi en aquel momento. Mi primer impulso es rebelarme. Es un lugar público, qué daño le hace. Luego pienso en él, cada día, todos los días, y en los miles de turistas, como yo, que buscan la ciudad auténtica más allá del Starbucks, que quieren documentar la vida real, tomar el pulso a la ciudad y que no compran. O que compran ¿tú sacas fotos a diario en la pescadera de tu barrio? Y lo entiendo. Y me siento mal. Y lo siento. Y todo esto me genera aún más dudas.
¿Hago menos daño por viajar fuera de temporada o simplemente estoy prolongando el daño en el tiempo?
¿El ciclista (los ciclistas) que dificultan la conducción en la sierra de Tramuntana son menos dañinos que yo con mi coche de alquiler quejándome por ir a 15 km/h? ¿Y si han volado desde la otra punta de Europa, con las emisiones que eso implica, con los transfers y los hoteles, la lavandería y las duchas para desentumecerse, para hacer 150 km de bicicleta, siguen siendo menos dañinos?
¿Cuando busco el restaurante auténtico, comer como los isleños ¿estoy ficcionandobla la la realidad? No había muchos isleños en el local. Donde sí había muchos, haciendo cola, es en el restaurante de la rotonda, esperando para tomar un menú que podrías pedir, exactamente igual, a 800 kilómetros de allí. Y en el Burger King ¿Es eso menos auténtico, menos tradicional? ¿Debería haber ido allí? ¿Estaría cambiando ese lugar si hubiese optado por él? ¿La tradición, en realidad, ya no existe, o es otra, o hay varias en paralelo y ninguna es totalmente auténtica?
La tradición, cada vez más, es un pretexto para sentirnos un poco menos sucios; un recurso que con frecuencia moldeamos a nuestra conveniencia.
¿Como ciudadano de este país soy menos turista al moverme por él que quien llega de más lejos? ¿Menos dañino? ¿Es el uso del lugar, es el desplazamiento, es la actitud lo que nos convierte en menos perjudiciales? ¿El pasaporte es un atenuante?
¿Haría mejor quedándome en casa? ¿La economía de mi ciudad sobreviviría si todos, como yo, nos quedásemos en casa?
Y ahora que he venido, que he disfrutado, que me he quejado de los turistas -que son siempre los otros- qué es mejor ¿que lo cuente, que no lo haga, que incentive que venga más gente, que la dirija a lugares aún algo más tranquilos, que promueva que se concentre en esos otros ya arrasados? ¿Qué se mezclen con el público local, que se limiten a esos sitios en los que nunca ves a un lugareño?
¿Me quejo de la dependienta indudablemente molesta porque nosotros -turistas— entremos en su tienda evidentemente pensada para clientes locales hartos del turismo o la entiendo? Me quejo y la entiendo un poco, me temo. O quizás no.
¿Soy menos turista por no llevarme la ensaimada que venden en el aeropuerto y tener en mi maleta una bolsa de burballes que no sé cómo se cocinan o es, simplemente, una superioridad no demasiado justificable?
¿Debería esperar que todo el mundo viaje de una manera consciente y responsable? Y si es así ¿por qué, si no beben, si no conducen, si no consumen de esa manera a diario y, en realidad, quizás yo tampoco lo hago? ¿He puesto más la calefacción aquí que en casa, manchado más toallas? ¿Por qué?
¿Soy menos dañino cuando voy a Madrid o a Londres, quizás por algo de trabajo, y me viene a buscar un Uber para ir a cenar a un restaurante de dos estrellas donde todos los clientes somos de fuera que cuando me quedo en un alojamiento rural en medio de ninguna parte y bajo al pueblo a comprar naranjas y agua con gas para la cena?
¿Es razonable que haga 1500 kilómetros para venir, en realidad, a un restaurante? ¿Aunque piense en escribir sobre ello, aunque conozca hace años a la cocinera?
¿Sería mejor si volase en Iberia a 300€ que en Ryanair a 70 o si está segunda posibilidad no existiera eso excluiría aún a más gente de viajar, de tener la misma experiencia que yo y del derecho de quejarse luego o de tener dudas sobre ella?
¿Que viajar sea un derecho implica que deba ser accesible a todo el mundo todo el tiempo? ¿Debería ser gratis, entonces?
La vida en la década de 2020, con lo que sabemos, con lo que nos rodea, con lo que intuimos que tenemos por delante en el corto plazo es ciertamente interesante.
Embarco. Gracias por seguir ahí. En unos días vuelvo al formato convencional.
Como dice Lujan, creo que el mero hecho de plantearnos estas dudas ya nos indica la dirección a seguir. Por ejemplo, cuestionar si reservar un alojamiento turístico es conveniente o sería preferible optar por un hotel (aunque el precio sea superior), etc.
El siguiente paso sería preguntarse con honestidad la finalidad de nuestros viajes: dónde queremos ir, por qué y qué criterios nos llevan a decidir ese destino. Hay que ser coherentes y reconocer que, en buena parte de los casos, el lugar al que vamos no nos interesa tanto como para explotar todos los recursos que utilizaremos.
La verdadera cuestión, no obstante, y mal que nos pese, es que si somos (o vamos siendo) conscientes de la realidad y las circunstancias la única opción posible en este momento es reducir —cuando no abandonar— nuestros desplazamientos y elegir las opciones más sostenibles, ya sea por cercanas o no masificadas.
Creo que en hacerse estas preguntas está la ganancia.
La mayoría (y me incluyo, quizá no ahora pero la mayor parte de mi vida) hemos viajado sin cuestionar el cómo, ni el por qué, ni el para qué... mucho menos pensando en cómo afectan al ecosistema local nuestras visitas.
Hemos aceptado el turismo como otro consumo más, empaquetado y predigerido. Arribamos a lugares donde "hay que ir" aunque no nos interese personalmente. Ordenamos lo que "hay que comer" porque es típico o queda bien en fotos. Tachamos puntos geográficos del mapa de una lista mental que se alinea con el buen marketing.
Si cada viajere se formulase al menos una de las preguntas fabulosas que planteas en tu newsletter, creo que el turismo podría abordarse de un modo menos cuestionable.
En fin, gracias como siempre por tus palabras , Jorge. ¡Me ayudan a pensar!