Llevo un par de días con fiebre. No me veo con fuerzas para hilar un texto coherente más allá de dos o tres ideas aisladas.
Asturias
He vuelto a Asturias. Cuando me independicé fue un lugar que visité mucho, en especial cuando nació mi hija, con la que fui un montón de veces, sobre todo a Gijón. Luego, por esas cosas que ocurren sin que te des cuenta, estuve casi una década sin regresar.
En los últimos años he vuelto con frecuencia, últimamente casi cada dos o tres meses. Y esta semana estuvimos allí otra vez. Trabajando, pero también reencontrándonos con amigos y, aprovechando que en esta ocasión el trabajo tenía lugar, entre otros lugares, en una braña a 1500 metros de altitud en la Montaña Central.
Es curioso lo pequeña que parece Asturias en el mapa y el juego que da. He ido docenas de veces, muchas de ellas por trabajo, lo que en mi caso implica recorrer kilómetros, visitar lugares aquí y allá o alojarme en hoteles por todo el territorio y sigo con la sensación de que no me la termino.
El barbero violinista
Vigo tiene un urbanismo curioso. Es la principal ciudad de Galicia, pero conserva barrios que son auténticas aldeas cerradas sobre si mismas, atrapadas en un urbanismo que las desbordó hace décadas y al que se empeñan en resistirse.
Aunque mi familia es de Santiago, yo nací en Vigo, donde trabajaba mi padre, y donde pasé mis primeros ocho años. Para ir al colegio atravesaba cada mañana una de estas aldeas urbanas, el barrio de Ribadavia, junto al Couto de San Honorato. Eran apenas 300 metros, pero a mí me parecía que era cambiar de mundo al doblar una esquina. Dejaba mi calle de edificios de ocho plantas, subía un tramo y, al girar, estaba en un pueblo en el que no había ni coches.
En ese barrio recogíamos piedras con mica en las fincas, aprendí a jugar al trompo y, de vez en cuando, jugábamos a las chapas al salir del colegio. En una de las calles más pequeñas, había un barbero. Era un hombre mayor, uno de esos barberos de antes, de chaquetilla impoluta con cuello alto y de silla giratoria con todos los cromados relucientes. Tenía casi un cierto aspecto de científico, así vestido, con las gafas y con el pelo blanco peinado hacia atrás.
Cuando no tenía clientes, se ponía a tocar el violín. Si hacía sol se sentaba en una silla, a la puerta de la barbería, y la música se escuchaba por todo el barrio. Desde el descampado en el que buscábamos piedras brillantes sabíamos cuándo terminaba con un cliente y cuándo entraba el siguiente. Me gustaba ir a cortarme el pelo allí, porque, mientras me afeitaba la nuca con la navaja, veía, por el espejo, el violín apoyado en una silla, y pensaba que, cuando me fuera, se pondría a tocar y todo el barrio sabría que yo ya había salido de allí con mi flamante corte de pelo.
En aquel barrio vivía también el abuelo de uno de mis compañeros de clase. Era marinero y le faltaban tres dedos. Probablemente los perdió en cualquier accidente más o menos habitual en un barco, pero siempre nos contaba que se los había comido un tiburón que había pescado. Y luego se reía.
Mi colegio, por cierto, un poco más abajo, frente a la iglesia de San Xosé Obreiro, lleva años abandonado. Las dos primeras plantas tienen las ventanas tapiadas. En los soportales donde hacíamos karate hay arbustos más altos que yo, más arriba hay persianas rotas y ventanas abiertas. Me hace pensar en algún país post-soviético a mediados de los años 90. Pero es Vigo, que también tiene estas cosas.
Sobre la excelencia
Deberíamos partir de la base de que la excelencia no es algo que todo el mundo vaya a conseguir en su campo, aunque sólo sea porque así queda bastante claro que escudarse en la excelencia para amparar lo que en realidad es explotación laboral, es simplemente un pretexto bastante burdo y que se basa en nuestro complicidad más o menos inconsciente.
La excelencia, como la vanguardia, es algo que no es universal. Si todo se califica de vanguardia, como se hizo en la cocina española durante un tiempo, al final nada es vanguardia, porque todo está al nivel de los demás y la vanguardia, por definición, es lo que va por delante. De la misma manera, si todo es excelencia, nada es excelencia.
Por muchas horas que le dedique, que le haya dedicado -y se las he dedicado- y que le vaya a dedicar, yo nunca seré un músico excelente. La excelencia está reservada a unos pocos y aunque, sí, es cierto, es algo que sólo se alcanza en la mayoría de los casos mediante el esfuerzo, debería ser algo elegido sabiendo que es probable que todo eso acaba por no llevar a ningún lado. El esfuerzo por sí solo no garantiza nada.
Cuando en nombre de la excelencia hay alguien que se hace rico con el esfuerzo de otro, no hablamos de excelencia. Hablamos, en realidad, de otra cosa, de una de esas cosas a las que nos cuesta tanto ponerles nombre en voz alta, aunque todos tengamos bien claro cómo se llaman.
Muchos hemos pasado, en nuestra etapa de formación, por horas interminables de biblioteca o de laboratorio, de trabajo de campo o de lo que correspondiese en cada caso. Eran parte de esa etapa y, sobre todo, nadie se hacía rico por ello. Si alguien que no fuese yo hubiera cobrado por cada hora que me pasé en la biblioteca, imagino que la mayoría estaríamos de acuerdo en que habría sido una situación bastante perversa.
Al acabar los estudios, muchos tuvimos una beca o un primer trabajo probablemente mal remunerado. En mi caso, cuando conseguimos que después de dos años equiparasen el sueldo al salario mínimo del momento, que eran 540€, hicimos fiesta: Nos habían pedido titulación, posgrado, idiomas y experiencia para poder optar al puesto porque, por supuesto, íbamos hacia la excelencia. Qué va a ser eso de cobrar en consonancia, además. Que lo queremos todo.
Muchos tuvimos un jefe que, en nombre de la excelencia, de nuestra excelencia, nos hizo trabajar más de lo que correspondía, sin cobrarlo, por supuesto. Sin cobrar nosotros, que este matiz es importante. Y aceptamos, porque a esa cosa nadie le había puesto nombre en nuestra presencia y lo que no tiene nombre no existe. Seguramente fue un trabajo mecánico el que nos tocó hacer, repetitivo, en el que después de la primera media hora costaba aprender algo. Pero, eh, la excelencia. Y si no, hay otros 20 encantados… Ya sabes.
Yo, por ejemplo, por el bien de mi futura excelencia, pasé a documento de texto capítulos enteros de la tesis (manuscrita) de uno de estos benefactores de la excelencia ajena. Y aquí estamos. También preparé cafés, hice fotocopias y levanté actas de reuniones que nuca nadie volvió a leer. Hice hasta catálogos de libros que ya estaban catalogados en aquella misma institución, un poco como aquello de cavar una zanja para volver a taparla a continuación que dicen que se hacía con frecuencia en el servicio militar. Sigo sin ver qué saqué en limpio de aquellos años, y aquella persona, imagino, tendrá a otros pasándole los textos a limpio o catalogando cosas ya catalogadas, que a estas cosas se les coge el gusto rápido y más cuando son algo que está aceptado y se hace por el bien de los demás y de su excelencia.
Lo peor es que lo sabemos. Todos, años después, sabemos en qué consistió aquello; todos querríamos no haber pasado por ahí, todos desearíamos evitárselo a nuestros hijos. Sabemos de qué nos sirvió y que si alguien salió beneficiado de aquel esfuerzo no fuimos nosotros. Pero seguimos sin ponerle nombre, porque, por lo visto, seguimos convencidos de que es algo que hay que hacer, un ritual de paso que no sé muy bien para que sirve, pero que no nos cuestionamos.
Ayer, en El País, un conocido cocinero (no digo el nombre porque 1- todo el mundo sabe quien es a estas alturas o tiene bien fácil enterarse y 2- porque no trato de personalizar: lamentablemente esta posición no es una rareza en el gremio y este no es más que otro ejemplo) afirma:
Ahora la gente nueva que entra a trabajar quiere hacerlo ocho horas, tener dos días libres y conciliar. Antes hacíamos 14 o 15 horas diarias y no pasaba nada. Yo trabajé durante cinco años en un restaurante japonés aquí en Madrid, aprendiendo sin contrato, cobreando en B, sin vacaciones, libraba solo los domingos y hacía 15 horas diarias. Pero lo hacía por pasión y disfrutaba. Ahora las cosas han cambiado.
Sí, antes hacías 14 o 15 horas y cobrabas en B. A veces, incluso, el dueño te pegaba con una correa. O te encerraba en el sótano a oscuras. Sé de algún caso en el que le tiró a su empleado una sartén caliente. No sé si es algo de lo que presumir, sinceramente, pero, nada, sin miedo. Adelante con todo, que a excelentes no lo sé, pero a cazurros está difícil que nos ganen.
Si trabajas 15 horas, cobras en B y el que se lo lleva crudo es otro, no es como para que ninguna de las dos partes se ponga medallas. A veces una de ellas, no tiene más remedio que aceptar. Pero una cosa es eso y otra sacar pecho de haber pasado por eso.
No se trata aquí de entrar en detalle en todo lo que no me parece correcto en esas declaraciones. Legislación laboral al margen, la pregunta es hasta cuándo se va a aceptar este tipo de declaraciones como algo perfectamente natural. Me pregunto si actuaríamos igual si el entrevistado hablase de cualquier otra actividad que, como esta que aceptamos sin pestañear, fuese delictiva; si en lugar de decir que añora los buenos viejos tiempos en los que podía saltarse la legislación laboral y defraudar a Hacienda con una sonrisa hablase, yo que sé, de maltrato a animales, de abuso de menores o de tráfico de drogas con esa misma naturalidad. Creo que a veces perdemos la perspectiva.
En una cosa tiene razón el cocinero: Ahora las cosas han cambiado. Aunque quizás no en el sentido que él imagina, en el que los jóvenes, esos vagos, no quieren saltarse la ley para que tú te lo lleves crudo.
Sé que este no es mi tono habitual, pero quiero pensar que hablar de esto es, también, hablar de gastronomía, hablar de cultura y hablar, también, de cultura de la explotación, que es algo con lo que seguimos consintiendo mucho más de lo que sería deseable. Todo en nombre de la excelencia. Y del lucro ajeno, aunque esto último no se diga nunca con la voz tan alta y el tono tan grave.
Gracias por seguir ahí (y aguantarme) una semana más.
Algunos enlaces
Un equipo de investigadores ha encontrado en la tumba de Merit-Neith, en Abidos (Egipto), cientos de ánforas selladas en cuyo interior se conservan restos de vino.
Merit-Neith (o Merneith) fue la mujer del faraón Djet, de la I Dinastía. A su muerte fue declarada regente y, según algunos autores, fue la primera mujer que llegó a ser proclamada faraona, aunque sobre esto último hay aún debate.
Su tumba, que fue descubierta en 1900, sigue dando sorpresas más de un siglo después. En este caso, acaba de ofrecer algunas de las evidencias directas más antiguas de la elaboración de vino en África, hace prácticamente 5.000 años. Aunque hay evidencias de consumo, comercio y seguramente elaboración de vino en la zona del delta del Nilo desde algunos años antes, probablemente por influencia de los comerciantes del Oriente Próximo, el hecho de haber encontrado jarras selladas con restos de vino y haberlo hecho, además, tan al sur -Abidos está en el Nilo Medio- es algo que se sale de lo habitual.
El segundo enlace de esta semana es solamente para los muy interesados en arquitectura y, en particular, en el regionalismo crítico de los años 80. En este texto de Archidose se hace una definición del término y de sus usos y se propone una bibliografía para explorarlo más en detalle.
Lo que he leído
Hans Fallada. El Bebedor es un trabajo del ilustrador Jakob Hinrichs sobre la obra del escritor Rudolf W.F. Ditzen, que escribió bajo en seudónimo de Hans Fallada.
Ditzen escribió en la Alemania del periodo que coincide con el paso del expresionismo a la Nueva Objetividad y ese contexto estético marca el trabajo de Hinrichs. No soy un lector habitual de cómic, pero estos días, por la fiebre, intento no irme a lecturas más pesadas o a letra más pequeña. Me alegro de que las circunstancias me dieran esta oportunidad.
Lo que he visto
Tracks (El Viaje de Tu Vida. John Curran, 2013.) es la historia de Robyn Davidson, una exploradora que decidió atravesar, con la única compañía de su perra y unos camellos, el desierto del oeste de Australia.
Es una de esas películas a las que llegué sin demasiadas esperanzas y que se convirtió en lo más interesante de entre todo lo visto en la última quincena.
Filmin, para estas cosas, es un pozo sin fondo.
Lo que he escuchado
Pues poco, entre los días de trabajo fuera y la fiebre posterior que me tiene la cabeza como un bombo. Aún así, siempre hay algo. Como este Love Grows de Edison Lighthouse.
O Magic, de la banda Pilot:
Mi hijo es cocinero aquí en Venezuela y trabaja demasiado por una paga exigua. Creo que hay un sistema de explotación en el negocio gastronómico al leer los UE Ud comenta sobre el cocinero español. Y pensar que quiere ir a trabaja en España.....
.Hermosa la descripción del barbero.
Algún sesudísimo informe he redactado indicando al final del mismo que lo había escrito desnudo; consciente de que absolutamente nadie de los chorromil individuos que lo tenían que recibir, incluido quien lo exigía, ni se lo iban a leer. Sólo lo hizo mi compañero de departamento.
Lo sé. No se me puede sacar de casa 08-)