Lo mío con Jerez es una historia de amor pese a todo; un enamoramiento improbable en mí, que no llevo bien el calor y tampoco bebo demasiado.
Emilio Hidalgo
Y sin embargo es de los enamoramientos más sostenidos en el tiempo que he tenido. Con Cádiz en general y con la zona del marco de Jerez en particular y que se extiende, al menos, desde que en 2011 fundásemo allí el germen de lo que hoy es Guitián-Mayer. En La Arboledilla de Bodegas Barbadillo y con una copa en la mano, para ser exactos.
No pretendo ser original con esto -es difícil serlo cuando dices que te gusta Cádiz- pero es que es así. La originalidad no tiene mucho que ver en esto de los enamoramientos. Uno no elige. Simplemente pasa. A mí me pasó allí. Y me vuelve a pasar cada vez que regreso.
Hay algo en el ambiente, un cierto poso, que vuelve a sorprenderme siempre que regreso tras un tiempo sin hacerlo, aunque ese tiempo sea, como esta vez, apenas dos meses.
“A nosotros nos interesa la profundidad” explicaba Juan Manuel Hidalgo mientras visitábamos su bodega familiar -Emilio Hidalgo- esta mañana. Y es eso, seguramente. O al menos a mí me suena así. Es que aquí, como en todas partes, hay superficialidad y hay morralla, claro. Pero a veces hay un poco más; hay una intención de asumir un legado, de actualizarlo, de mantenerlo vivo, de ser consciente de lo que se tiene entre manos.
Juan Manuel Hidalgo
Y al lado, con frecuencia, hay una actitud que me gusta. Puede que porque en muchos aspectos es opuesta a actitudes que tengo -tenemos- alrededor demasiado habitualmente. Cádiz puede ser la provincia con más paro de Europa, no sé si esa estadística sigue siendo válida, pero si no lo es de una manera exacta lo será de una forma aproximada. Y aún así rara vez el ambiente es de derrota.
He vuelto a estar aquí unos días y a no querer acostarme, aunque los pies me dijeran otra cosa. He vuelto a sudar frente una barra -38 grados este mediodía- y a olvidarme de que estaba sudando porque había cosas más importantes en las que centrarse.
La Gitana
Es complicado. Quieres sentirte a gusto con esto, pero al mismo tiempo no dejas de verte como el holandés de pantorrillas sonrosadas que intenta marcar el compás como puede junto a su jarra de sangría. No eres de aquí, por mucho que te guste el lugar. Pero hay sitios peores en los que ser de fuera.
“No queremos inventar nada”, continúa Juan Manuel. “Solamente ahondar en la pureza”. En cualquier otro lugar ese “ahondar en la pureza” sonaría pretencioso, pero aquí no. Entre muros con más de 300 años, rodeado por botas centenarias suena casi obvio.
Quieres quedarte, probar otro vino, que te cuenten más. Quieres aprender, poder volver mañana. Y entiendes a quienes desde Inglaterra se quedaron atrapados por la cultura india o por la japonesa, por una forma diferente de vivir, por un posicionamiento estético distinto. Eso me ocurre con Jerez.
Barras y tapas
Tomamos papas con choco y ensaladilla en el Bar Gonzalo de El Puerto. Antes habían sido unas gambas y un choco frito en el Bespoke. Y después, esa tarde, serían dados de merluza a la romana y cola de toro en el Val de Pepe.
Hay algo único en la cocina de barra, en el tapeo un poco cuidado, que me parece realmente especial. No es sólo conseguir convertir una barra en un centro social, que también. Es lograr hacer eso en condiciones muchas veces de mínimos -cocinas diminutas, quizás solamente una persona para atenderlas- hacerlo bien y dentro de una gama de precios que lo convierte en gastronomía de diario, al alcance de muchísima gente.
Por eso me irritan tanto los concursos de tapas en los que participan y ganan propuestas acrobáticas. Si necesitas una cocina con cinco personas, diez minutos de montaje y cobrar 9€ por la propuesta, por muy interesante que sea, has conseguido, en el proceso, que pierda todo lo que una tapa tiene de único. Puede ser un plato interesante, puede ser un ejercicio de estilo. Puede, incluso, que te hagas famoso con ella. Pero eso no es lo que me hace volver a la barrade El Corcho de Valladolid o del Soriano de Logroño.
Bar Gonzalo, Sanlúcar
Es esa mezcla de gastronomía de diario, de ocio sin más pretensiones, de la cocina como un pretexto para salir, encontrarse y sentirse parte de algo. Es la codorniz de Casa Rufino (Sevilla) o las crestas del Caballero (Zamora). Son las bravas del Docamar (Madrid), las papas de la bodega de La Pañoleta (Camas) o las minchas del Tarabelo (A Coruña).
Es todo lo que se va arruinando según añades platos, manteles y servilletas de hilo. Es lo que está en las cuncas, en la tiza de anotar la cuenta en la barra, en la servilleta de papel y el jaleo.
Aviones
Me cuesta leer en el avión. Me cuesta, en realidad, hacer casi cualquier cosa que no sea preguntarme cuánto falta para bajarme de él. Por eso el libro Las Cosas que Perdimos en el Fuego, de Mariana Enríquez, me funcionó también.
En primer lugar porque todo lo que he leído de Mariana Enríquez me funciona bien, seguramente por esa capacidad de dejarte un cierto mal cuerpo sin necesidad de ir un paso más allá. En este caso, además, se trata de relatos más o menos breves, perfectos para ir leyendo entre que se cierra la puerta del avión y revisan por qué no funciona el aire acondicionado, entre que se alcanza la altura de crucero e intentas -casi siempre con poco éxito- dormir un rato.
Cada vez que voy a un aeropuerto recuerdo por qué quiero tanto a mi coche. Lo único malo es que en él no puedo leer, ni yendo de copiloto. Tengo tendencia a marearme, lo cual, viniendo de la familia de la que vengo, es un castigo divino.
Nací en Vigo, donde trabajaba mi padre, a 90 kilómetros del resto de la familia, y allí viví mis primeros ocho años. No teníamos coche, pero mi abuelo materno dirigía una empresa de autobuses, así que cuando veníamos de vuelta a Santiago, cosa que hacíamos con bastante frecuencia, veníamos en una de sus líneas.
Desde que se inauguró el puente de Rande, que salva la ría, el viaje Vigo-Santiago es más llevadero. Pero eso fue en 1981. Antes, tocaba venir por todos los pueblos de la costa. Y aún luego, la mayoría de las líneas evitaron durante años una autopista demasiado cara.
Lo que hoy son poco más de 60 minutos en un autobús bastante cómodo eran entonces cerca de 3 horas en un espacio en el que la gente fumaba, no había aire acondicionado y en el que cada 10 minutos se hacía una parada. Y eso, si veníamos a Santiago, el viernes al salir del colegio, a media tarde, y el domingo, de vuelta, después de comer.
Con frecuencia hacía ese trayecto con mis padres, pero en algún caso me dejaron a cargo del revisor -entonces había revisores en los autobuses- y yo me pasaba esas tres horas pensando en dónde me iban a secuestrar. Desapareció en algún lugar entre Valga y Pontecesures y no volvió a saber de él, pobriño. Hace un momento estaba ahí, sentado en la fila del fondo. Puede que bajase en Caldas y no nos diéramos cuenta. Bueno, alguien se hará cargo de él. Lo llevarán a la policía y esperará allí a que alguien se dé cuenta. Eso si no lo han raptado los del circo.
Tenía 7 años.
A veces, a mitad de camino, necesitaba ir al baño. Y los autobuses, claro, no tenían uno. Tocaba salir corriendo en alguna de las paradas un poco más largas, en Pontevedra, en Caldas -donde, de paso, me mandaban a veces a comprar un bizcocho a una confitería que cerró hace décadas- a veces en Padrón, y rezar para que el autobús no se olvidase de mí mientras hacía cola delante del mostrador. No pasó nunca, pero siempre creí que pasaría cualquier día. Y subía luego, jadeando después de correr los 50 metros desde la tienda a la parada como si me persiguiera un tigre, a aquella cámara de los horrores que sería gratuita para nosotros, es cierto, pero que consiguió que 40 años más tarde no sea capaz de dormir en el transporte público y me maree hasta en el metro.
Todo eran curvas, motores que se recalentaban, cuestas que se subían a trompicones. Humo de tabaco, tapicerías recalientes. Como para ponerse a leer, a dormir o, cuando llegaron los autobuses nuevos, con televisión y una ruedita en el techo que dejaba pasar algo de aire, tratar de ver la película de Bruce Lee.
Quizás eso sea lo único bueno de viajar en avión.
Gracias por seguir ahí una semana más.
Lo que he escuchado
Esta semana no he visto mucha televisión ni he tenido apenas tiempo para casi nada que no fuese viajar, así que me limito a la parte musical que, aunque a ratos, sí he podido mantener.
En su momento no me interesé por The Cars, seguramente porque siempre los encontré bajo una etiqueta, la de New Wave, que tendía a hacerme perder el interés. Luego descubrí que mis prejuicios son sólo míos y que ahí, como en casi todas partes, había cosas interesantes. Cosas como Just What I Needed, que para ser un single de un disco de debut es más que interesante, en particular ese solo de guitarra, sencillo pero imposible de olvidar y que, en un momento dado, te deja pensando qué demonios acaba de pasar.
Cambio de tercio. Había escuchado algunas cosas de Eric Clapton. Mis tíos tenían algunos de sus discos de los 70 y yo me había comprado ya alguno de Cream por aquella época. Pero hacia 1990 Clapton resucitó. Otra vez. Ya lo había hecho antes, entre discos más que mediocres, en los años 80. Con la banda sonora de Arma Letal, por ejemplo.
Pero entonces llegó el ciclo de conciertos 24 Nights, en Londres, que se reedita ahora en versión extendida, por cierto. Y un cambio de imagen unido a un acercamiento más evidente al blues.
Gracias a eso quedé enganchado a su música. Y, de paso, a la de mucha otra gente, como Robert Cray con el que toca en este video en el que aparece vestido de Joker, pero con hombreras, que ser un guitarrista mítico no está reñido con ser un hortera de primer nivel y, además, había que superar el listón marcado por el traje rosa palo del festival de Knebworth.
Ay, los 90.
Lo que he leído
Y añado una recomendación, ahora que vuelvo a casa con unas ganas locas de verdura.
No hace mucho me llegó Japón. Gastronomía Vegetariana, de Nancy Singleton Hachisu (Phaidon, 2023), un libro muy interesante si buscas inspiración en cuanto a cocina vegetal.
Es verdad que algunos productos que menciona no son fáciles de encontrar fuera de ciudades muy grandes y que se le saca más provecho si tienes una cierta experiencia previa con cocina japonesa, pero lo cierto es que la edición es bonita y que si abres el libro casi por cualquier página te apetece ponerte a cocinar. Luego es posible que recuerdes que vives en una ciudad pequeña y que no va a ser tan fácil. Pero las ganas están ahí. Y la curiosidad. Y eso es lo que le pido a un libro. Y ojalá muchos más libros me hicieran sentir lo mismo.
Leo con cierto retraso, como se ve. Espero o sugiero que, cuando seas mayor y tengas tiempo, te plantees el proyecto literario de contar todos tus secuestros en esos viajes en bus y las vidas alternativas que generaron. O no. Un saludo.
Perdona por preguntar: ¿el Bar Gonzalo no será el de El Puerto?