Hace años, en una reunión, defendí que no existía la cocina gallega. Hubo quien se lo tomó a broma y quien se escandalizó, pero más allá de que 15 años más tarde no lo diría así, sigo defendiendo la misma idea de base: lo que comían mis tatarabuelos y lo que como yo a diario no tiene nada que ver. No hay una cocina gallega -como no hay una cocina de ningún sitio- porque no hay una única cocina.
La cocina, como la cultura, es algo que crece, que evoluciona y que va mutando. Se incorporan productos, técnicas, la gente viaja y conoce otras cosas. Hace 100 años, la pasta era una rareza en la cocina gallega y el arroz no era muy frecuente. La zorza, que hoy es una tapa cotidiana, era algo del día de matanza, la empanada era algo relacionado con celebraciones, el bacalao era razonablemente barato y el pan blanco un artículo de lujo. Buena parte de los pescados que consumimos hoy no se comían, el churrasco, hoy omnipresente, ni siquiera nos había llegado, las papas de cereales eran algo de todos los días y cosas como la larpeira todavía no se habían cocinado nunca ¿Por qué llamamos de la misma manera a lo que se comía entonces y a lo que se come ahora, si son cosas tan distintas?
En la comarca de O Salnés, donde hoy la mayoría del terreno cultivable se dedica a viñas, el 80% de la tierra fértil se dedicaba a maíz. Cuando yo era pequeño, era díficil conseguir en Santiago un queso de San Simón da Costa y muchos de mis familiares no habían probado nunca, probablemente, un botelo, una androlla o un vino espadeiro ¿De qué hablamos cuando hablamos de que aquí se come o se bebe de la misma manera de toda la vida? ¿Es más tradicional una papa de avena, como las que se cocinaban en el norte de Galicia, pero que hoy cuesta encontrar, que una brocheta de rape y langostinos de esas que hoy nos suenan tan de otra época, pero que en los 80 eran tan habituales en bares y restaurantes? Dani, el cocinero de O Camiño do Inglés, propone un juego muy interesante alrededor de esto.
Porque lo que para él es de toda la vida, quizás no tenga ningún sentido para mi madre. Por eso en su restaurante se crea un plato a partir de aquellas brochetas, por eso se hace una versión del tradicional arroz con leche ferrolano típico del día de San Julián (que para los de fuera de Ferrol no es algo tan arraigado en nuestro imaginario y que, si lo pensamos, es un dulce tradicional que se basa en un producto que no es tradicional en absoluto por aquí).
Vamos a quedarnos con la idea del arroz con leche ¿Por qué el arroz con leche puede ser entendido como algo absolutamente tradicional en Asturias o en Ferrol, donde no se cultiva el arroz; por qué la tarta de Santiago se considera un icono de Santiago, donde nunca hubo almendros y donde nunca fue tradicional hasta hace tres días (en términos históricos) y, por ejemplo, un ceviche de lubina de la ría hace que los puristas, ese cansancio de gente, se lleve las manos a la cabeza? ¿Cuál es la diferencia? ¿Y si en vez de ceviche le llamamos marinado? ¿Entonces sí? ¿O tampoco? ¿Y los pescados marinados que hacía Toñi Vicente a comienzos de los 90 y que se consideran un icono de la cocina gallega contemporánea? ¿La diferencia son los galones, de forma que si lo hace una cocinera estrellada sí y si lo hace un gastrobar no?
¿Y si la diferencia es, simplemente, el tiempo? El tiempo que hace falta para que algo sea de toda la vida, para que se extienda y se vea como algo que lleva ahí desde siempre. Piensa en la tradicional lamprea a la bordelesa. Si hasta el nombre te dice que de tradicional tiene poco.
Lo tradicional, como LA cocina gallega, no existe. Es un consenso. Y como consenso que es, es algo que cambia. Es, además, una realidad cultural, es decir, es algo poroso, líquido, que no puede quedarse quieto, porque en el momento en el que se queda quieto se muere.
La cocina de un lugar, las cocinas de un lugar, sea lo que sea eso que llamamos cocina de un lugar, no es una serie de técnicas o un listado cerrado de productos. Es una actitud, es un estado mental compartido. Es, en realidad, una forma de relacionarnos alrededor de lo que cocinamos, es todo lo que construimos alrededor de ese plato. Es algo que va mucho más allá de técnicas, de conceptos y de momificaciones de recetas. Y eso es lo que la convierte en algo tan interesante.
La cocina de un lugar habla -tiene que hablar- de ese lugar. Y eso implica que en ocasiones hable de ese lugar aunque no sea para bien. Cuando la inmensa mayoría de la gente de una generación de gallegos ha comido más langostinos del Índico y más vieira del Pacífico que centolla y percebes, eso, nos guste o no, es la cocina gallega para ellos. Y lo es porque esa es la realidad. Empeñarnos en que la cocina gallega es otra cosa es engañarnos a nosotros mismos, es como vestirnos de trovador y salir a la calle con una cítara pensando que esa es la música gallega y lo demás es falso.
Incomodidad
Creo que lo mismo ocurre con cada uno de nosotros. No es algo que podamos achacar solamente a la cocina o a cualquier otra manifestación cultural. Al final, nosotros también somos un producto cultural y eso hace que no estemos libres de las mismas leyes y de los mismos cambios.
El otro día coincidí en un acto con un de mis pocos enemigos. Qué palabra extraña. No me gusta, pero no encuentro otra forma de definirlo. Hay gente con la que no te entiendes, con la que puede haber una cierta antipatía, y hay gente, probablemente mucha más de la que uno supone, que piensa sobre ti cosas poco bonitas. Pero eso no son enemigos. Un enemigo es alguien que activamente hace cosas para perjudicarte sabiendo que va a perjudicarte. Todos tenemos alguno.
La cuestión es que los pocos que yo tengo vienen de otra época. De otra época en la que seguramente yo me porté de otra manera. Y eso, no ellos, es lo que me incomoda.
Volví a coincidir con uno de ellos, decía. Y ver cómo se comportó, como hizo lo posible por evitarme incluso la mirada, por sacar pecho, por hacerse con el sitio y marcar escalafón me hizo pensar si yo hacía lo mismo. Supongo que sí. Y de ahí el choque de trenes. Probablemente hoy habríamos llegado a un punto en el que cada uno habría tirado por su lado y ahí estaría el final de la historia, pero en su momento tuve que demostrar algo. No sé lo qué. Probablemente nadie lo sabe, pero había aprendido que así se hacían las cosas, que si el del al lado sacaba pecho, tú sacabas más pecho aún, así que las hacía de esa manera.
Era un concurso permanente. Un concurso en el que no hoy no me reconozco. Quizás asistir a él desde fuera, ver que, como con la cocina, no hay un único yo, y que incluso eso que tenemos tan claro y que nos da tanta confianza que es nuestra personalidad cambia, crece, se adapta y va hacia lugares en los que, quizás, nunca habías pensado es l
o que me resultó tan incómodo. La otra alternativa habría sido que todo se quedase como estaba entoces, que se necrotizase, que cristalizara así, que lo encerrásemos en una vitrina y dejemos que huela a naftalina allí.
Y seguramente es eso, asomarme a hace 15 años, lo que hace que me suden las palmas de las manos. Que nadie me entienda mal: sigo siendo un capullo en un montón de cosas, sigo generando unas cuantas antipatías, por lo que sé. Y quizás en muchas cosas no haya cambiado tanto o, en cualquier caso, no soy yo quien tiene que decirlo, pero el otro día tuve la sensación de asomarme a otra época. Y no me gustó nada.
Otra época
Y hablando de otra época, creo que hay que hablar de congresos gastronómicos, que estamos en plena temporada. De lo que fueron y de lo que son. De esa misma necesidad de seguir evolucionando que no sé si siempre se entiende.
Se ha dicho, mucho y desde hace años, que la era de los congresos gastronómicos ha pasado. No sé si estoy de acuerdo. Tengo claro que no tienen la repercusión que tenían hace 20 años. Tampoco la tienen los estrenos de cine o los discos nuevos y eso no quiere decir que haya pasado el tiempo del cine y de la música.
Una vez más, creo, es cuestión de no momificarse, de no mirar 2022 con ojos de 1999. Es cuestión de entender, en el caso de los congresos culturales, que hay toda una generación de cocineros, de profesionales de medios de comunicación, que no se criaron en aquello y que, quizás, demandan otra cosa. Es cuestión de asumir que tras dos crisis económicas y una pandemia la España de 2022 no es la de hace 25 años. No lo son los hábitos, no lo es la capacidad de gasto, no lo son las expectativas y no lo es eso tan complejo que podemos definir como la geografía gastronómica.
Las comunicaciones son otras (las físicas y las virtuales), los centros económicos y la distribución de renta ha cambiado, las relaciones entre territorios son diferentes; si pensamos en cuáles eran los territorios gastronómicos peninsulares más relevantes en 1995 y su relación con el resto y lo comparamos con la actualidad veremos que el mapa es completamente distinto. Si todo ha cambiado, es lógico que lo que entonces funcionaba dé ahora señales de agotamiento.
No es que los congresos estén agotados. Es que los congresos que se empeñen en replicar la fórmula de 2001 estarán agotados, como lo estará la moda, el cine, la literatura o la cocina que lo haga. No se trata de ser mejor (aunque esté bien intentarlo) sino de ser conscientes de que vivimos en otro país, en otra época, de que somos otros y de que el entorno es también diferente. Y de pensar sobre ello.
Lo único que está agotado es lo que se empeña en agotarse a si mismo.
Gracias por leerme una semana más.
Algunos links
Me interesa mucho este link de Mesa Marcada en el que Duarte Calvão habla del nuevo restaurante de José Avillez. Y me interesa por varios motivos: porque Duarte es una de las personas que más criterio me parece que tienen a la hora de hablar del panorama actual de la cocina portuguesa; porque José Avillez es la punta de lanza, la cabeza más visible, de la cocina portuguesa contemporánea y todo lo que hace tiene una repercusión enorme. Y porque en este caso lo que Duarte cuenta es que el cocinero ha incluido en su restaurante un menú vegetariano.
Hace no tanto el hecho de que Eleven Madison Park se pasara a los menús vegetales causó un revuelo enorme en este mundillo, con ataques personales al cocinero incluidos -que no nos falte de ná. Hace unas semanas Anna me hablaba de la polémica que está causando en Italia que el triestrellado Niko Romito incluyese un menú vegetal en su restaurante, a un precio similar, además, que eso de que lo que se paga en un restaurante de este tipo es la creatividad y el trabajo de cocina es algo que llevamos décadas diciendo, pero se ve que si esa creatividad se aplica a un chuletón la pagamos más a gusto que si se aplica a una escarola.
Alain Ducasse ha añadido un menú vegetal a su propuesta en el Dorchester de Londres, el King’s Joy, un tres estrellas chino, es exclusivamente vegetariano, lo mismo ocurre con restaurantes reconocidos por la misma guía como Le Compotoir (Los Angeles), Tian (Viena), Kajitsu (Nueva York) y ahora también con el Encanto de José Avillez en Lisboa. Igual hay una tendencia ahí ¿eh?. No vaya a ser que, para variar, lleguemos tarde.
Nota: a Duarte, que es un buen amigo y que tiende a tener un perfil relativamente conservador en estas cosas, le convenció la propuesta.
Lo que he leído
Vuelvo a Alejandro Zambra. Acabo de terminar Bonsái, la primera de las dos novelas cortas que Anagrama publica juntas que es, además, la primera novela que publicó el autor. Y como me pasó con Formas de Volver a Casa, me resulta tan sencillo -será algo generacional- de leer que estoy a punto de terminar el libro. Tres días me ha durado.
Lo que he visto
Finalmente he visto Hierve, la película que narra lo que ocurre durante un servicio en un restaurante en Londres y que este año causó cierto revuelo. Está bien, tiene sus dosis de reflejo de unas cocinas que a veces están lejos de ser un mar de calma, su dosis de exageración y de tópicos y, aunque no está mal, demuestra que lo que pululamos alrededor de la cocina tenemos en realidad es la piel muy finita.
Lo que he escuchado
Veía estos días este clip de video en el que Tommy Iommi, el guitarrista fundador de Black Sabbath toca el riff de War Pigs, con el que en 1970 puso las bases para el nacimiento del heavy metal.
A Tommy le falta la punta de dos dedos, como puede verse en el video. Se los cortó una máquina cuando trabajaba en una fábrica. Eso hizo que tuviera que afinar la guitarra en un tono más bajo, para que las cuerdas estuviesen menos tirantes, y es uno de los motivos de ese sonido tan característico.
Hay quien dice que se inspiró también en el sonido metálico y machacón de las máquinas de la fábrica. No sé si es folclore o no, pero lo cierto es que se sacó de la manga algo que nadie había hecho antes y que 52 años después sigue dando frutos.
Qué difícil (e incluso vergonzoso a veces) resulta reconocerse e
n el pasado, pero qué necesaria es la evolución. En todo. Ya lo dice Jorge Drexler en su canción Movimiento:
"Lo mismo con las canciones, los pájaros, los alfabetos
Si quieres que algo se muera, déjalo quieto"
Muchas gracias por la newsletter. Muy buen día.