Hay una rama de mi familia, más o menos próxima, a la que cuando era pequeño visitábamos de vez en cuando. Algunas veces me quedaba allí a pasar dos o tres días. Era un sitio increíble, un tanto caótico, cerca del mar; había unos perros enormes que me encantaban, una huerta grande en la que perderse toda la tarde y muy pocas normas.
A veces salíamos a navegar. En una de ellas, mi tío -llamémosle así. En mi familia todo lo que va más allá del segundo grado de parentesco es un tío, si es mayor, o un primo, si tiene una edad parecida a la tuya. Somos muchos, así que hay que simplificar- me dejó en un islote rocoso, en medio de la ría, y vino a buscarme un par de horas después. No había ningún riesgo: el sitio tenía superficie suficiente, la marea no suponía ningún peligro, pero para mí, con 12 o 13 años, aquello era lo más parecido a ser Robinson Crusoe. A veces dormía en la habitación de mi primo, algo mayor que yo, que guardaba en el cajón de la mesilla de noche tabletas de chocolate con almendras que compartíamos de madrugada. No es una rama de la familia muy cercana y con el paso de los años y la desaparición de las generaciones mayores hemos ido perdiendo el contacto, pero guardo de ellos un gran recuerdo. Es fácil, creo, entender por qué.
En una de aquellas visitas, una noche de invierno, terminamos de cenar y nos sentamos en el sofá, frente a la chimenea. La casa solía ser un tanto caótica -me hacía pensar en Mi Familia y Otros Animales1- sin normas muy estrictas, sin horarios. Si algo no se hacía en el momento, ya se haría más adelante. No había urgencias ni obligaciones.
Por eso, aquella noche me sorprendió que antes de acostarnos mi tía, muy seria, nos dijera que había que dejar la mesa de la cena perfectamente recogida. “Si no, vienen los muertos a cenar”. Supongo que no tengo que insistir mucho en que recogimos todo con un cuidado escrupuloso. O en que esa noche dormí más bien poco, aterrorizado con cada madera que crujía al otro lado de la puerta de mi habitación.
Durante muchos años pensé que había sido una broma, una manera de hacer que los pequeños de la casa nos aplicásemos a la labor sin rechistar; tal vez una muestra de un sentido del humor un tanto oscuro, con un punto de sadismo. Más tarde descubrí que no, que lo decía en serio, y me pareció triste que alguien, a esas alturas, aún creyese en ese tipo de supersticiones.
Con el tiempo, leyendo, supe que no era un invento de mi tía, que hay más gente que comparte esas creencias, que había un trasfondo cultural profundo en aquello. Y ahí entendí que aquello era maravilloso.
En Galicia tenemos una relación particular con los muertos. Una relación fluida y cercana. No imponemos las fronteras inamovibles que en otros lugares instalan entre ellos y nosotros.
Las primeras veces que viajé en coche por Castilla me sorprendió mucho ver que los cementerios están aislados en medio de los campos, a veces a un par de kilómetros del pueblo. Aquí no es infrecuente que estén en lugares más cercanos, en ocasiones, incluso, en medio de las casas.
Después supe que la tradición de algunas zonas imponía que en la cena de Nochebuena, o en la noche del día de Difuntos -ese mes, por cierto, en el calendario tradicional se conocía como Santos, pero también como Mes das Ánimas o Mes dos Mortos- se pusiera un servicio más a la mesa, para los muertos que nos acompañan y a los que queremos, a los que se invitaba a cenar. Había quien dejaba un puñado de castañas, que al día siguiente se recogían con cuidado y se desechaban, ya que habían sido tocadas por los difuntos. Había una convivencia con ellos, pero también, como en el caso de mi tía, una distancia, una intención de mantener los dos mundos paralelos, pero separados.
No pretendo hacer aquí un listado infinito de rituales -hay muchos más que estos y con muchos más matices- tampoco un estudio antropológico, aunque la imaginación se me va a ofrendas romanas, a obispos altomedievales previniendo contra el culto a los muertos y a tantas otras cosas. Lo que me interesa es esa relación cercana, con barreras que a veces se rompen, y cómo se materializa, con frecuencia, alrededor de la mesa. Porque la mesa es el centro de la vida doméstica. Era -y a veces aún es- el único lugar en el que todos los miembros de la familia, con horarios y ocupaciones distintas, coincidían. Era el lugar en el que se recibía a los invitados, en el que se sellaban tratos, normalmente alrededor de un trago de vino y de algún bocado.
Es lógico que ese lugar central tenga que ver, también, con esos muertos que no acaban de estar ausentes. Y tiene todo el sentido que se comparta con ellos lo más preciado. Al fin y al cabo, son parte de la familia y están también en su casa.
Esa forma de entender la cocina como un puente con otros, incluso con los que ya no están, me parece mágica; la manera de mostrar respeto, agradecimiento, la forma de hacerte parte de algo era -y sigue siendo- a través de la comida y de la bebida. No brindas con desconocidos, no invitas a comer a tu casa a alguien hacia quien sientes antipatía. Probablemente te esfuerzas por salir a comer, por invitar a cenar, por ir al menos a tomar unas cañas con aquellos a los que quieres para mantener vivo el vínculo, para ir construyendo relaciones alrededor de la mesa. La única diferencia, en esa forma de entender la vida que dirige los rituales de los que hablo, es que eso mismo se comparte, también, con los que han pasado a otro lado. No me hace falta creer en esto para que me parezca maravilloso.
He tenido siempre la tendencia a relacionar las visitas a mi familia con experiencias gastronómicas: los domingos con mis abuelos paternos son, en mi memoria, salidas a restaurantes; la casa de la familia de mi padre, la tostada con mantequilla y mermelada en los desayunos de verano y las lentejas con un buen chorreón de vinagre que me enseño a apreciar mi tío. La familia de una de mis abuelas es, en mi memoria, el taller de empanadas de su prima.
Y esta, la familia de la otra abuela, son las chulas de postre que hacía su prima en ocasiones, la ensalada hecha con la remolacha que habíamos recogido unos minutos antes en la huerta; el vermut con mi tía-bisabuela asomados a la ventana de un bar que ya no existe, viendo pasar al pueblo. Volví 30 años después, y el bar ya no es el mismo, pero los callos que ponen de tapa siguen estando buenos. Y es, también, aquella noche -y las que hubo después de esa- recogiendo la mesa rápidamente, sin dejar ni una miga, antes de irnos a dormir.
Hace unos meses que no dejo por aquí nada de música o de libros, así que me parece un buen momento para retomarlo.
Por un lado, te dejo aquí una playlist con alguna de la música que más he escuchado en las últimas semanas. Puede servir perfectamente como banda sonora para este texto.
Por otra parte, me gustaría hablar de un par de libros.
Caravaggio, una vida sagrada y profana (Andrew Graham-Dixon, 2011)es divulgación de la buena. 500 páginas de biografía cuajadas de datos artísticos, pero que se lee de un tirón incluso si no tienes un interés particular en los pormenores de las obras de Caravaggio. Qué sensación tan bonita cuando empiezas a leer un libro por trabajo y lo terminas por placer.
Divina Comedia liberada. Infierno (2024). Blackie Books está haciendo un trabajo maravilloso con estas ediciones liberadas. Los puristas se rasgarán sus camisas de puristas, pero para eso están, para ofenderse, así que nada nuevo por ese lado. Los demás van a encontrar una edición bilingue, basada en la adoptada por la Società Dantesca Italiana, con acceso al recitado de la obra por parte de Vittorio Gassman. Cuando los puristas dejen a sus camisas tranquilas, ya me dirán qué ven de reprochable en eso.
Además, hay un pequeño estudio introductorio, otros sobre el concepto del infierno, sobre cárceles o sobre las dimensiones del infierno que Dante describe, ilustraciones -tanto clásicas como actuales- docenas de notas explicando conceptos mitológicos, un glosario de los condenados que aparecen en el texto y hasta una playlist de temática infernal. Creo que nada de eso le resta valor al texto original sino que, al contrario, lo complementa y puede atraer a nuevos lectores. Espera, a ver si va ser eso. A ver si lo que no quieren los de las camisas rasgadas es abrir eso que entienden como un coto privado en el que reunirse para poner cara de suficiencia.
Y en cuanto a películas, aquí tienes el enlace a mi lista de las vistas en 2025:
Gracias por seguir ahí.
Aprovecho para decirte que he decidido dejar de colaborar con Amazon. Hace meses que ya no compartía enlaces a esa plataforma, pero te pido que, si los encuentras en textos antiguos, no los utilices: úsalos para localizar la referencia que te interese y compra lo que buscas en algún otro sitio, si lo encuentras.
¡ Más barrio y menos amazon ! ✊
Joder! Mira que sabia de esa creencia de que los muertos vienen a cenar en determinadas fechas, y va y no me vino a la cabeza en el capítulo que dediqué a la muerte en Comer sin pedir permiso. No se puede estar en todo y en el fondo los libros no los terminaríamos nunca y siempre acaban incompletos de una forma u otra.