1.
Soy del todo ajeno a la tradición española, y no es sobradez. No vengo de esa línea de sucesión, y empecé a escribir sin haber leído casi nada de literatura contemporánea en castellano (y los clásicos porque me obligaron en el bachillerato, si no, de qué). Cuando por fin leí algunos de esos notables: a) ya era demasiado tarde para mí, porque mi estilo y mi visión estaban hechos, y b) no me impresionaron demasiado. Lo que yo buscaba era otra cosa, más inglesa.
Kiko Amat, prólogo de la edición de El día que me vaya no se lo diré a nadia (Ed. Anagrama, 2022)
2.
Tenía una compañera de clase en primaria a la que le encantaban The Smiths. No eran mi rollo. Por entonces yo estaba metidísimo en escuchar a Springsteen, Dire Straits o a Supertramp, pero a veces quedábamos y ella nos ponía sus discos una y otra vez. A veces, tardes enteras oyendo en bucle una única cara de un único LP.
También los escuchaba, quisiera o no, en aquellas noches en verano en las que mi habitación daba, pared con pared, con la del pub La Ubi. Semanas enteras durmiendo al ritmo de This Charming Man.
Una tarde alguien trajo una cinta de VHS que un amigo de su hermano mayor había grabado no se sabe muy bien dónde. Es curioso como entonces, cuando con suerte conocíamos a alguien que tenía una antena parabólica en casa, conseguíamos hacernos con un material que ni se emitía ni se imprimía por aquí.
La cuestión es que en la cinta estaba la primera actuación de The Smiths en Top of The Pops. Y me quedé en shock. Me había imaginado cien veces cómo sería una actuación de aquella gente. Y no tenía nada que ver con aquel tío de camisa enorme medio desabrochada que agitaba un manojo de flores.
Supongo que era lo inesperado de la imagen, lo del líder de una banda que no se apuntaba a la actitud previsible, pero durante mucho tiempo las de Morrissey fueron -porque no era sólo en aquella actuación- mi ideal de camisa y de actitud un poco como de quien pasa por allí. Supongo que tiene que ver con algo que, casi 35 años después, sigue conmigo: la atracción por algunas cosas que se salen de lo previsible, por la gente que es capaz de desarrollar un estilo propio, a veces contrapuesto al que se supone que es el más seguro para el éxito y normalmente improbable.
3.
Yo no diría como Kiko Amat que mi estilo esté basado fundamentalmente en referentes ingleses, pero sí que es cierto, en mi caso, que no tiene tampoco mucho de local.
En la época del instituto, un amigo de un amigo, que había venido a pasar con él unos días en verano, me prestó una cinta. Mi amigo estaba enganchadísimo a REM -vaya video el de Losing My Religion, por cierto- y a Depeche Mode, también un poco a INXS. Su amigo nos miraba un poco por encima del hombro y decidió que, como yo tocaba -más o menos- la guitarra, lo cual supongo que me convertía, desde su punto de vista, en alguien salvable para la causa, me iba a grabar su músic: AC/DC, Iron Maiden, Anthrax, Deep Purple, Ozzy Osbourne…
Esa cinta cambió mi forma de ver las cosas: había otra música ahí fuera; una música de la que no me habían hablado, que no tenía que ver con la que se escuchaba en mi casa, pero tampoco con lo que ponían en las discotecas o con lo que oía la mayoría de mis compañeros de clase. Había más cosas. Sólo tenía que mirar más allá.
También creó un tópico sobre mí. Creo que el estilo se hace a partir de una imagen de uno mismo que no siempre se corresponde con la realidad, o con toda la realidad, y este es un buen ejemplo. Porque esa es la imagen que me viene a la cabeza ahora cuando pienso en mí, en mis gustos y en cómo tomaron forma: el chaval de instituto que escucha una cinta de rock y cambia de forma de ver el mundo. Pero junto a eso escuchaba mucho a Cat Stevens, a Jethro Tull, a Paul Simon, a Eric Clapton, a Guns N’Roses, a Nirvana, a los Rolling Stones, a The Police o a Pearl Jam.
De alguna manera eres casi más lo que crees que eres que lo que eres realmente. Hasta que en un momento te das cuenta de que no, o de que no del todo, y las cosas cambian y se hacen más interesantes. Había otra parte de mí que estaba dedicada a escuchar música de los años 60, otra que estaba entregada al grunge y una tercera que, poco a poco, iba pasando del rock clásico al rockabilly y de ahí al country, pero eso no sale en el tópico que me viene a la cabeza cuando pienso sobre ello. Tardé mucho, pero acabé por abrazar también parte del mainstream. Antes me empeñaba en que no, en que Stephen King no podía ser, en que no podías decir que te gustan las películas de Spielberg y en que los Stone Roses no eran muy interesantes porque salían todo el tiempo por la radio. Lo que viene siendo ser un idiota, vaya.
Te gusta lo que te gusta, vives donde vives, te mueves en el mundo en el que te mueves y eso condiciona bastante la oferta a la que tienes acceso. Y a esa capa base le vas añadiendo otras, tuyas, en las que lo más intrascendente te marca tanto como lo que te parecía verdaderamente importante, no sé, en mi caso, si debido a un sesgo simplemente snob, a haber ido a un instituto pijo o algo que me incrustaron en la universidad, pero que, en cualquier caso, deberían haberme sacado a collejas.
4.
Así que, sí, mucho Iron Maiden y mucho Black Sabbath, pero también llevo en la mochila el Greatest Synthetizer (volumen 1 y volumen 2), que era un pozo sin fondo. Y, como expliqué en algún momento, a The Communards y Pet Shop Boys. Y las camisas de Morrissey, las horas y horas en la discoteca Apolo. You’re Unbelievable. Y si mi placer culpable es Elton John, se dice y no pasa nada. I Want Love y Don’t Let The Sun Go Down on Me. Pelos como escarpias, según el momento.
5.
Y cuando estoy yo aquí, a vueltas con los gustos, las periferias, las capas superpuestas en la memoria y demás, van y le dan la Medalla del Mérito en las Bellas Artes a Augusto Ferrer-Dalmau. Y mira que estaba contento con que se la diesen a Manolo Rivas también, entre otros, pero me quedo sin palabras. A estas alturas de la películas y salimos con estas.
6.
Pienso en los restaurantes que visité este año y algunas de las comidas de las que más me acuerdo no son ni las más premiadas ni las más mencionadas. La caldeirada de tres pescados de Casa Lestón, los calamarcitos de Nito, las migas en Casa Octavio, el salpicón de ñocla en Mesón El Centro, la Borda Chiquín, las sardinas y la cabra en el Paz Nogueira al que volví después de ni se sabe cuánto, el cabrito del Bar Camacho, el cordero en el Terete de Haro…
Una amiga me comentaba el otro día que, después de haber ido a varios restaurantes con estrella se dio cuenta de que estos le han servido para entender que los restaurantes con estrella no son lo que le interesa. Y que alguien te lo exponga así es tremendo y revelador. Tremendo porque se supone que las guías, las estrellas, están ahí para orientar, para indicar la excelencia.
Me interesa mucho más, sin embargo, la parte que me pareció reveladora, porque deja a la vista un cierto cansancio que me parece encontrar cada vez más respecto a determinados modelos y, sobre todo, a determinados envoltorios que recubren lo que se supone que es la excelencia y que muchas veces unifican y difuminan diferencias.
Al mismo tiempo, pone sobre la mesa algo durísimo ¿Por qué durante tanto tiempo hemos aceptado que la excelencia es solamente eso? La excelencia puede ser un restaurante con un servicio impecable, un producto fantástico, una experiencia única, un trabajo innovador en cocina y una bodega bien manejada, claro. Pero también puede ser remontar un valle de los Pirineos, curva tras curva, ascendiendo hasta más allá del último pueblo, rozando ya los 2.000 metros y allí, donde menos lo esperarías, encontrar un restaurante honesto de buena cocina local, trato amable y precios justos. Eso también es la excelencia, aunque de otra manera, aunque nos empeñemos en mirar menos hacia ella.
La excelencia -o mejor, dejemos la dichosa excelencia para los concursos y hablemos del interés, sin más, que no hace falta estar en una permanente entrega de medallitas, que de eso ya tenemos, también, para aburrir- está también en los restaurantes que conservan un plato que ya casi nadie hace, en las recetas familiares que han pasado de generación en generación en una misma casa de comidas; en el pequeño restaurante que trabaja solamente carnes de una ganadería local y hace que brillen en platos tradicionales, en la panadería que conserva formatos de pan centenarios que ya solamente se hornean allí y que hacen que el pan precocido con semillitas encima de tanto restaurante de relumbrón al que hacemos mucho más caso resulte casi vergonzoso. Y en El Celler de Can Roca, sí, y en Aponiente o en Casa Marcial, claro. Pero es que solamente hablamos de unos. Y eso está condenando a los otros al margen y, poco a poco, a una desaparición de la que luego siempre nos quejamos.
Y me niego. Porque la vida, la cocina, la gastronomía es mucho más rica que todo eso. Y porque las guías son importantes, pero si nos olvidamos de los productores, de los cocineros, de las casas de comidas, de los menús de diario bien hechos la punta de la pirámide no es nada, se mantiene en el aire y se convierte en una ficción que nos empeñamos en mantener viva como a un zombi; un parque temático en el que gastar el dinero; un Westworld para quien se lo pueda pagar.
Yo no pido que ignoremos a ese sector, que es fundamental, que con frecuencia también me emociona y hace cosas brillantes. Solamente pido que no olvidemos que es solamente una parte, que hay mucho campo ahí fuera, que una gastronomía viva tiene que incluir todo lo demás y que si le negamos el foco estamos asfixiándola lentamente. Como ocurre con las editoriales pequeñas, igual que pasa con la música o el cine independiente. Necesitan salas, conciertos y público. Y la única manera de que tengan un público es que se hable de ellos, que se escriba sobre ellos, que se mantenga la idea de que son importantes, de que le importan a alguien, de que nos importan. De lo demás, de todo lo que brilla, ya se habla. A veces, incluso, de más. A veces, incluso, cuando no sería necesario hablar. A veces, incluso, poniendo el foco en lugares que no lo merecen.
Gracias por seguir ahí una semana más.
Algunos enlaces
El MOFAD (Museum of Food and Drink) de Brooklyn organiza la exposición African/American Making the Nation’s Table, en la que la pieza central es la antigua cocina de la revista Ebony.
La cocina, que se construyó en Chicago en 1971, fue el lugar en el que se cocinaron las recetas de la revista hasta el año 2010, así que durante cuatro décadas ayudó a crear el tópico de la cocina afroamericana y a explorar su diversidad. Pero más allá de eso, la cocina en sí es un ejercicio de estilo en diseño que vale la pena conocer.
Creative Review hace su selección de portadas de revista y de carteles de películas del año y vale la pena darles un vistazo.
Lo que he leído
La editorial Culturalíquida acaba de publicar El Sabor del Éxito, de Gérard Basset. Basset fue el primer sumiller mítico, ganador de todos los premios y títulos imaginables y fallecido prematuramente en 2018. Además de un autodidacta, fue también el creador de los Hotel du Vin, una cadena con presencia en una quincena de ciudades en el Reino Unido.
El libro es su biografía y es interesante, en especial para los aficionados al mundo del vino, aunque a mí, personalmente, me cansen un poco estas historia de auto-superación constante que tienden a hacérseme un tanto lineales.
Lo que he visto
Glass Onion. Imagino que tocaba, ya que seguramente es la película de entretenimiento de la que todo el mundo habla estas navidades. Pues eso: entretenimiento. Es razonablemente divertida, pero una vez vista Cuchillos por La Espalda, que me gustó bastante más, no aporta gran cosa, creo.
Más que redefinir qué es la excelencia, yo me pregunto ¿es necesario hablar de la excelencia? ¿Es la excelencia un valor? Yo lo dudo, al menos en el sentido que le solemos dar (que es al fin y al cabo el sentido de la palabra: excelente es "algo que sobresale en alguna cualidad respecto a otros"). Sabemos que un lugar resulta satisfactorio (o interesante, o...) según quien vaya a comer qué busca, cómo está ese día, con qué expectativas... Y muchos de los sitios que comentas a mí no me parecen excelentes, de hecho Borda Chiquin la definiría "normal", y no por eso menos satisfactorios. Más hay que hablar de los sitios "normales"...
Te acompaño en el sentimiento musical británico más que nada. Mis gustos tiraron siempre por ahí. Aunque luego añadí y viví los de la famosa movida madrileña que me divirtieron lo suyo. Yo le eche también un aliño de Genesis y algún que otro sinfónico....y sobre eso he ido construyendo eso que parezco ser yo.Aleluya hermano.