La gran autoficción
“En la esquina de Chile y de Tacuarí vi un almacén abierto. En aquel almacén, para mi desdicha, tres hombres jugaban al truco”.
En la esquina de Chile y de Tacuarí, en el barrio bonaerense de Monserrat hubo, hasta hace unos meses, un restaurante gallego. En esa esquina, me gusta pensar que en ese local (aunque en realidad el cruce da lugar a cuatro locales comerciales) el Jorge Luis Borges de ficción encontró el zahir hacia 1949.
En ese local ambienta Borges, el autor, el episodio que da arranque a de uno de los relatos de El Aleph. En ese local nació, en cierta manera, la autoficción mucho antes de que naciera el término autoficción. Y en ese local, en los últimos años, un restaurante gallego como tantos en Buenos aires, servían platos con nombres evocadores como los rolos galegos, mucho más ficción que el Borges del cuento y, si me apuras, que el zahir mismo. Y bifesitos de ternera con fritas españolas, que es un nombre con una sonoridad casi de ficción para un plato por otro lado bastante ramplón en la carta de un restaurante gallego más en el otro lado del mundo.
Si buscas el local en Google Maps (700 calle Tacuarí, esquina con calle Chile) ocurre algo que no tiene nada de especial desde el punto de vista tecnológico, pero que es casi borgiano si quieres verlo de esa manera: si entras desde Street View el local está abierto, en funcionamiento y con un menú del día en la puerta; si entras desde la ficha del local, cerrado permanentemente, la oferta en su puerta es diferente. Si desde el cruce, en Google Maps, te mueves, aparecen otros menús, otros días o las persianas bajadas. Y si entras a través de la ficha del Osky’s, que estaba al otro lado de la calle, te encuentras, al girarte, el local con la reja bajada y en alquiler. Nada especial, pero al mismo tiempo es como asomarse a un mismo local que es diferente cada vez que vuelves a mirar, si quieres dejarte ir un poco por ese camino.
Me interesa mucho la autoficción. Soy consciente de ello al menos desde que leí a Knausgard, que luego, por otro lado, llegó a hartarme un poco por lo mucho que parece gustarse y porque autor, personaje, ficción y lo que tú quieras, pero se cuenta, o se imagina, como un capullo de buenas dimensiones. Pero, bueno, que los tres primeros de Mi Lucha me los leí de corrido. Y quizás algún día vaya con el cuarto, que no será por capullos que hayamos leído. Aunque quizás debería, antes, leer a Linda Bostrom.
La autoficción me interesa en lo literario, aunque yo llegase tarde a ella, pero me interesa también por sus posibilidades más allá de la ficción. O de la semi-ficción. O de lo que sea, que si no se ponen de acuerdo los especialistas, no lo voy a hacer yo aquí en tres párrafos.
Me interesa porque pone sobre la mesa algo a lo que no sabía ponerle nombre y que ocurre, como en muchos otros campos, en la escritura gastronómica o en la de viajes. El autor, además de narrador, pasa a ser, con (a veces demasiada) frecuencia el protagonista. Nada nuevo, probablemente, aunque sí cada vez más habitual.
Es, un poco, como si la non-fiction de Capote y compañía abrazase la lógica del capitalismo neoliberal y no sólo convirtiera al autor en personaje y en estrella sino, sobre todo, en objeto de deseo. Y, por lo tanto, de consumo. De ese modo, una autoficción que bien manejada podría ser una herramienta perfecta para la divulgación acaba por convertirlo todo (autor, tema, imagen, estilo) en material de usar y tirar que muere en cuanto llega una nueva entrega que nos apetece más.
En el Congreso de Periodistas y Escritores Gastronómicos de Menorca de la semana pasada se habló de muchas cosas muy interesantes, pero de esta no; de cómo el tema queda muchas veces en un segundo o tercer plano frente al autor personaje y, sobre todo, frente a la experiencia no se habló. Creo que es algo de lo que habrá que hablar en el futuro.
Tengo mucha curiosidad con este formato. Con cómo seleccionamos la realidad que contamos, con cómo nos vamos construyendo el personaje poco a poco, con el punto en el que cada uno pone las líneas rojas que decide no cruzar y con la manera en la que todo esto puede irse hacia un lado que me parece realmente interesante o hacia el otro, que simplemente me parece un peligro. O, más que un peligro, una torpeza, porque en la mayoría de los casos ni siquiera llegará a monetizarse en serio, como para que la jugada compense, y, por el camino, habrá perdido todo lo que podía tener de interesante para convertirse en un capítulo de La Vida de los Ricos y Famosos justito de presupuesto.
Las cosas de las que no sabemos nada
Hace un tiempo, no sé si mucho, me interesaban sobre todo las conversaciones sobre temas que controlaba, en las que podía llevar la contraria, argumentar y, a veces, si me lo curraba, acabar teniendo la razón.
Me doy cuenta de que cada vez me interesan más otro tipo de conversaciones, sobre temas de los que no sé apenas nada y en las que no tengo ninguna opción de llevar las de ganar. Me interesarían aunque solamente fuera porque, en realidad, no son una competición, como tampoco deberían haberlo sido las otras, pero el síndrome del concurso de debate del instituto es algo que llevamos muy dentro.
O quizás no fuese eso, no tuviese tanto que ver con una cuestión de ego y estuviera más relacionado con aquello de lo que ya hablé alguna vez de la época en la que quise ser medievalista y me obsesioné con la escolástica y con su método durante un par de años, con las refutaciones, con la lógica, con la duda, con la argumentación. Da igual, en realidad.
Ayer comimos con amigos uruguayos. De Uruguay, más allá su situación en el mapa, un par de nombre y un par de datos aleatorios, no sé apenas nada. Y de ahí nacen las mejores charlas, las que me hacen pensar, conectar cosas. Me ocurrió ayer, me ocurrió cuando Fernando, que ayer nos recibía en casa con su familia, me prestó hace unos meses el libro sobre el asado en su país. Me ocurre cuando celebramos fin de año en casa de Ivana y Andrés y me asomo a recetas navideñas que vinieron con ellos de Argentina y que para mí tienen un aire (lógico, por otra parte) veraniego. Me ocurrió estos días, cuando viajé solo a Menorca, sin nadie que me la explicara, y me la tuve que ir construyendo yo solo en la cabeza.
Me pasó con el libro de Marta D. Riezu sobre la moda, tema que en principio me interesa poco y del que sé todavía menos. Y me ayuda. El otro día, en el congreso, Julia Pérez decía que ella escribe pensando en sus lectores. Todos lo hacemos, seamos conscientes o no. Si no, lo más sensato sería no escribir. A mí cada vez me ayuda más escribir sobre gastronomía pensando en lectores a los que no les interesa especialmente esa temática, como a mí no me interesa la moda. Si consigues engancharlos, el trabajo está hecho.
Tengo catarro, mañana toca hacer kilómetros. Lo dejamos aquí por hoy.
Gracias por seguir ahí una semana más.
Algunos enlaces
Me interesa mucho la arquitectura brutalista. Si visitas Milán, un vistazo a la Torre Velasca te la explica sin necesidad de muchas palabras. Aunque, por supuesto, haya mucho más que decir.
Y en esto los italianos, como en tantas cosas en arquitectura en el S.XX, se pusieron un paso por delante, en este caso junto a los arquitectos del bloque soviético.
Me interesa, desde ese punto de vista, el trabajo de Carlo Scarpa. Y leía estos días sobre su Tumba Brión, algo más que un panteón y algo menos que un cementerio, en San Vito di Altivole, a un paso de Treviso y no muy lejos de la ciudad de Anna, así que antes o después iré a verla.
La exploración de las posibilidades estéticas del hormigón, el contraste con lo que hay alrededor sin buscar la provocación gratuita. Lo contemporáneo, lo clásico, la influencia de la filosofía zen se dan la mano aquí. Y, por cierto, Scarpa, que falleció en Japón al resbalar cuando se acercó a mirar de cerca los detalles de una escalera de mármol, está enterrado también allí.
Lo que he visto
Ayer vimos The Party (Sally Potter, 2017) y estoy muy a favor de las películas de poca duración, 70 minutos en este caso. Eso lo primero.
Por lo demás, divertida, ágil, quizás un poco histriónica a veces (el personaje de Cillian Murphy está en el límite de la caricatura, aunque, bueno, todos conocemos a alguno). Y qué bueno era Bruno Ganz.
Lo que he leído
Acabo de terminar Ritos de Muerte, de Alicia Giménez Bartlett. Y, será que no soy un gran lector de novela negra, pero sin pena ni gloria. Entretenido, sin más.
Lo que he escuchado
Esta semana escuchaba algo sobre músicos de rock capaces de crear universos propios, de salirse de lo previsible y hacer algo diferente y difícil de imitar. Y uno de los ejemplos era el solo de guitarra de Just What I Needed, de Elliot Easton cuando estaba en The Cars, en 1978. Breve, apenas unos segundos, nada rebuscado, lejos del virtuosismo gratuito y capaz de dejarte descolocado para todo el día.