Reconozco que cada vez me interesan menos los alardes técnicos y valoro más la sorpresa, aunque sea más torpe. A la hora de leer, a la hora de escribir, pero también a la hora de ir a un restaurante, agradezco mucho más el aire fresco que la precisión matemática.
Restaurante Pedro Martino
Toco la guitarra hace décadas. Al principio, supongo que como tantos, imagino que en mi caso, siendo zurdo, un poco más, admiraba a esos guitarristas que entonces no tenían un nombre y que ahora se conocen como shredders, capaces de tocar 24 notas por segundo y encadenar escalas a velocidad de vértigo, algo que sabía que estaba completamente fuera de mi alcance.
Vuelvo ahora a ellos y suelen ser un coñazo. Un coñazo pretencioso, además. Es el alarde por el alarde, el más difícil todavía que no lleva a ningún lado. El “mira, mamá, sin manos” sin que mamá esté mirando. Uno se pregunta de qué sirve tanta técnica si lo único que eres capaz de hacer con ella es exhibirla y gustarte mucho a ti mismo.
El problema con esta manera de interpretar es que una vez que desvela sus trucos todo es más o menos igual, más o menos carente de emoción; es una sucesión de escalas, de recursos sobre los que has leído y que, a poco que te interese el instrumento, reconoces y sabes nombrar, de alguna manera como en una final de gimnasia: ahora un mortal, ahora un giro, carrerilla y doble mortal… Tan impecable como previsible, tan frío como una bata de asistente de laboratorio. 9,78 y que pase el siguiente competidor. Después sólo queda el más rápido, más fuerte, más difícil y vuelta a empezar, pero a mayor velocidad y durante más tiempo, hasta el absurdo.
Poco a poco fui descubriendo que no es una cuestión de lo difíciles que son las cosas que sabes hacer, porque no estás en un concurso, sino de qué sentido tiene lo que estás haciendo, de poner la nota precisa en el lugar correcto, en ese lugar en el que seguramente nadie más la habría puesto, pero en el que, una vez colocada ahí, cuesta imaginar otra posibilidad, otro momento y otra manera de haberla colocado.
Con la escritura me ocurre un poco lo mismo. En particular, últimamente, con las newsletters. Está habiendo un cierto estancamiento, un final de la burbuja inicial. Nada nuevo. Lo viví ya con los blogs -el mío, por cierto, cumpliría 19 años el próximo miércoles si no hubiese dado el salto, hace un par de años, a esta plataforma. Me ha dado tiempo a ver un poco de todo- lo vimos con el final de la era de las tuitstars y está empezando a pasar aquí.
Restaurante Monte
El pánico es palpable -y espera a que toque renovar suscripciones, que se va a oir el crujir de huesos desde aquí- y con él esa cierta necesidad de hacer algo más difícil, más enrevesado, más artificial también para mantener la atención. Parece haber un cierto estancamiento general del número de lecturas, del porcentaje de aperturas y una ralentización de las suscripciones. También te digo que quien no viese venir que después de la fase de enamoramiento iba a venir una meseta, un cierto acomodo, probablemente un cierto cansancio, pecó de una candidez que es casi envidiable.
La sensación que tengo es que en esto, como con los guitarristas prodigio, primero te dejas encandilar, pero a la tercera vez que ves venir el truco, pierdes interés. Y la mayoría de nosotros, que quizás tenemos algo que decir, o eso creemos, no tenemos ni tantas cosas nuevas que contar ni tantos modos diferentes de hacerlo. Tenemos nuestro público, tenemos nuestros recursos; nos gusta pensar que tenemos un cierto don para contar las cosas desde un punto de vista propio y seguimos intentándolo, pero es lógico que perdamos un poco el fulgor de la primera vez, que el crecimiento no sea siempre exponencial. Y que no pase nada porque no lo sea.
Restaurante Gunea
Piénsalo, si prefieres, al revés. No te pongas del lado del que escribe, que todos estamos convencidos de que somos estupendos. Míralo del lado de lo que lees ¿Cuántas newsletters empezaste a leer hace uno o dos años y sigues leyendo? ¿Cuántas mandas a la papelera, al menos tres de cada cuatro veces, sin haberlas abierto? ¿Cuántas lees más o menos en diagonal? ¿Cuántas veces piensas, cada semana, al abrir tu bandeja de email “pero ya está otra vez con lo mismo”? Pues eso, pero aplicado a lo tuyo. O a lo mío, que aquí no se libra nadie y quizás sea eso lo bonito. Qué sería de nosotros sin esa guindilla en el culo.
Después de ese chispazo inicial, de esa oleada de entusiasmo, queda, supongo, la médula, como en música; queda el estilo personal, que por lo general no suele encandilar a las masas y que no es algo que abunde, pero que es lo único que vale la pena: el intentar no sonar como otros, el tratar de contar las cosas de otra manera. Queda el haber tocado, quizás, techo, el retroceder cuando el boom y la moda pasen. Queda por ver qué va a pasar a partir de ahora. Y confieso que esa es la parte que me gusta. Es fácil escribir cuando el viento sopla a favor. Es interesante pensar en qué vendrá a continuación y pensar qué haremos cuando se ponga a soplar un poco en contra.
Con los restaurantes me ocurre algo similar: estoy un poco harto de piruetas. Quizás porque voy siendo ya el señor cascarrabias de una cierta edad que ha visto ya muchas cosas muchas veces y no necesita que lo impresionen con fuegos de artificio, como el profesor que está en un tribunal y ve venir el truco que traes preparado incluso antes de que te lo saques de la chistera; quizás porque valoro más la imperfección con sentido, la personalidad propia basada, con frecuencia, en la sencillez, en el pequeño fallo que no es tan importante, pero hace que las cosas sean de verdad; tal vez porque tener algo que contar con tu cocina no es necesariamente tener muchos recursos técnicos y porque, con frecuencia, la técnica se convierte en un fin en si misma y, de paso, en una pesadez.
Por supuesto que si tienes a 14 personas en una cocina de 90 metros cuadrados y cobras 160€ por cubierto vas a cocinar de una manera técnicamente impecable. Sólo faltaría ¿verdad? Y reconozco, no querría caer en el exceso, que cuando como en restaurantes como Noor, como Lera, como Culler de Pau o como Bagá consiguen desarmarme, porque son capaces de deslumbrar técnicamente y, por debajo, superponer una capa personal. La suma de las dos cosas es algo tan mágico como poco habitual.
Ahora bien ¿Cuánta gente es capaz de hacer algo propio, personal, con alma y con sentido estando solo en cocina, quizás con otra persona, y dando de comer por 45€? ¿Cuántos, con esos mimbres, son capaces, desde su cocina de 8 metros cuadrados, de conseguir que te montes en el coche y hagas una hora y media de carretera para volver una y otra vez, tal vez dos o tres años después?
Eso no se logra con la técnica. Es otra cosa. Una cosa que tiene que ver con una forma de ver el mundo, de interpretarlo y de contarlo. Y eso pasa con los platos, como con los textos, como con la música. Lo que importa es lo que queda cuando se apaga el ruido.
Restaurante Landua
De vez en cuando me interesa asomarme a aquellos otros restaurantes que disponen de todos los recursos, ver qué se está haciendo en la punta de la pirámide, qué posibilitan los medios, pero creo que nos equivocamos al poner solamente ahí el centro de atención. Me gusta asomarme y a veces disfruto mucho de la experiencia, de la novedad, del alarde técnico. Otras, sin embargo, tengo la sensación de asistir a algo ya visto, a un esfuerzo que, tal como yo lo entiendo, pertenece ya a otra época, como cuando leo un libro que quizás sea interesante, pero suena a otro momento, superado de alguna manera que no sabría decir en qué consiste, pero que, una vez que aparece, no deja ya de estar ahí.
La cocina -y cada vez más las newsletters. O las columnas de opinión- tiende peligrosamente a lo autorreferencial, a la cocina para cocineros, a la escritura para gente que escribe o que quiere escribir, al café para muy cafeteros. A textos -a platos- tras los que ves al autor dando saltitos para que no olvides que está ahí. Y eso genera ejercicios de estilo que, para sorpresa de nadie que se pare a pensarlo un minuto, no enganchan a casi nadie más; tiende a generar personajes que se convencen de que son interesantes por sí mismos y no por lo que hacen, por ellos mismos y no por sus ideas; a crear microuniversos -con frecuencia auténticamente micro- de fans que nos llevan a recocernos en nuestra propia tinta de una manera que, reconozcámoslo, suele ser bastante poco apetecible para casi cualquiera que lo vea desde fuera de esa burbuja, mucho más frágil y pequeña de lo que imaginamos desde dentro.
Restaurante Terra
¿Cómo se combina todo esto con tener algo que decir a través de tus platos, de tus textos, de tu trabajo, sea el que sea? Si hubiera una fórmula magistral seríamos todos ricos y famosos. Y no lo somos. A ver si va a ser por algo.
Gracias por seguir ahí una semana más.
Lo que he visto
Soylent Green (Cuando el destino nos alcance, en español) es más ya un tópico que un clásico. Es interesante, porque no es una gran película, pero tiene algo; tampoco diré que lo sea por el mensaje, aunque en algunas cosas se adelantó medio siglo a discursos que están ahí, en nuestro día a día. Será ver a Charlton Heston tratando de reinventarse, será ver la última actuación de Edward G. Robinson; será ver al cine clásico entendiendo que el New Hollywood le estaba pasando por encima y tratando de mantener el tipo.
Lo que he escuchado
Esto de unos The Kinks que por entonces ya habían pasado de moda y que no suena en absoluto a The Kinks:
O esta versión que hizo Marvin Gaye que me descubría Anna esta tarde y que, volviendo al principio del texto, no necesita alardear para deslumbrar. Es el fraseo, el colocar los acentos en los lugares correctos, el adaptar ligeramente el ritmo para que parezca que no podría haber sido de otra manera.
Hola Jorge, no te había leído hasta hoy. También (a veces) una anda buscando el cobijo de "lo mismo", contado igual. Como los amigos cuando borrachos empiezan a repetir historias y una se muere de risa o de ilusión. Abrazos desde RD.