El aburrimiento de lo perfecto
Durante años toqué en bandas aficionadas. Acabé dejándolo porque me aburría. Me aburría la necesidad de perfección, que por otro lado no estaba a nuestro alcance, cuando a mí lo que me interesaba era la parte creativa. Componíamos algo, le poníamos letra, trabajábamos un poco unos arreglos, ensayábamos cuatro o cinco veces, ocasionalmente lo tocábamos en público y ahí empezaba a perder el interés. Porque ya no se trataba de algo creativo sino de pulir aristas por repetición.
Tengo cajas llenas de cuadernos con notas que hacía con acordes, melodías y demás que en algún momento grabé en cassette. A veces solamente una guitarra y un silbido. A veces ni eso. Cuando la tecnología fue suficientemente económica como para permitírmelo, años más tarde, empecé a grabar bocetos. Creo que bocetos es la palabra que mejor les encaja: una base programada, dos o tres guitarras, más adelante, cuando lo tuve, un bajo. Llegado a ese punto del proceso sentía la necesidad de pasar a otra cosa. Todas las grabaciones que conservo -más de 20 años en digital y creo que en casa de mis padres hay por lo menos otros 10 años en cintas que no sé si alguna vez digitalizaré- están llenas de fallos, de errores, de cosas que habría que pulir.
No importa mucho. No era un trabajo y la mayoría no las ha escuchado nunca nadie, así que el hecho de que sean más o menos perfectas es bastante secundario. Lo que me parece interesante de esto es algo de lo que me di cuenta no hace mucho: la perfección me parece inhumana. Me interesa mucho más el proceso que hay detrás, aunque se plasme con errores, que un resultado impecable que, además, muy rara vez se da y que, en cualquier caso, tiende a caer en el lado de lo mecánico. De hecho, cuando digo que me interesa la filosofía que hay detrás de la cocina japonesa de búsqueda de la perfección, donde pongo el acento es en ese proceso, inacabado por definición, más que en el resultado.
Y eso me ha llevado a revisar lo que he ido escribiendo en estas notas en los últimos meses. Utilizo mucho la palabra "mejor”, aunque casi siempre como comparativo y rara vez como superlativo. Porque lo que me interesa, insisto, es el proceso, es el trabajo para dar forma a algo y mejorarlo, no la necesidad de que destaque por encima de cualquier otra cosa.
Lo bueno y lo mejor
El otro día fui a un restaurante. Es un restaurante razonablemente interesante, pero que no está considerado el mejor ni dentro de su comarca. Recibí algunos comentarios al respecto que se pueden resumir en ¿Pero por qué vas si hay otros mejores en la zona? ¿Vale la pena ir estando X al lado?
Me hicieron volver sobre algo en lo que pienso mucho desde hace un tiempo: cada vez me aburre más lo mejor, lo que no se puede superar. No le resto méritos, pero me parece la fuente perfecta de insatisfacción porque, cuando te comparas con eso, siempre vas a salir perdiendo. Al mismo tiempo, como usuario -como cliente, como comensal- si te sitúas en ese punto de vista, estas siempre entre la insatisfacción de no poder ir al mejor y la insatisfacción, quizás mayor, de haber ido y no poder volver con frecuencia. O de medirlo todo, a partir de ese momento, con esa experiencia. Lo cual es la garantía para la frustración permanente.
Normalmente, aunque no siempre ocurre, lo perfecto pierde el encanto de lo espontáneo; dejas de ver los hilos que lo mantienen en pie y que permiten, al menos a mí me lo permiten, valorar el trabajo que hay detrás.
Hoy volvía sobre la versión de Salt Of The Earth que los Rolling Stones cantaron en su Rock And Roll Circus. Es imperfecta. A veces desafinan, tienen que leer la letra y están tan hasta el culo que son incapaces ni de llevar el ritmo con la cabeza. Y, sin embargo, resulta mucho más real, y por lo tanto, desde mi punto de vista, con más encanto que la versión de estudio.
Lo que me interesa es la idea y, si acaso, el proceso que se lleva a cabo sobre ella. Cuando en 2004 abrí mi blog, su subtítulo era “Comer es sólo el final de la historia”. Y es esa historia, esa sucesión de eslabones que va desde la idea hasta el plato, la que realmente me interesa. El plato también, claro, pero como un eslabón más, uno de tantos, de esa cadena.
Hay otro aspecto que me parece particularmente injusto en relación con esto. Si apreciamos solamente lo mejor, si lo medimos todo únicamente por ese rasero, hay muchísimas cosas interesantes que quedan en la sombra. Si en general no me gustan los esquemas piramidales, me gustan aún menos cuando sólo miramos a un vértice sin ver qué tiene debajo.
Me interesa el vértice, claro. Me resulta estimulante cuando puedo asomarme a él de primera mano, pero también como referencia y como inspiración para otros. Pero ya. Me interesa al menos tanto lo que otra gente, esa que es más imperfecta, que está en otro nivel y que tendemos a pensar que tiene menos interés, si es que tiene alguna, hace con eso.
Y me aburre, al mismo tiempo, la obsesión mediática con lo mejor, con el primer puesto, con el Vamos, Rafa. Entiendo que todo eso de la épica, la excepcionalidad y demás es muy vendible, que lo competitivo tiene tirón y que todo eso, comercialmente, funciona. Por mucho que me cueste entenderlo cuando leo por decimoséptima vez la descripción del menú de este año de ese-sitio-del-que-hay-que-habla-este-año. Pero como aquí no venimos a hablar de ventas, puedo confesar mi aburrimiento sin grandes problemas.
Me interesa cómo se trasladan los frutos de esa perfección, si es que la hay, a otras capas, a capas a las que mucha más gente puede acceder. Porque son esas capas las que trasladan los avances, las técnicas y los hallazgos al conjunto de la sociedad. Sin esas capas los logros no sirven para nada. Son como un descubrimiento realizado en una cápsula espacial sin conexión con la tierra. El descubrimiento está muy bien, pero se va a quedar ahí.
Me interesa ese filtrado de arriba hacia abajo, cómo se adapta, los errores que se cometen, los excesos de entusiasmo, cómo se va reinterpretando y va mutando, de la misma forma que una planta se va adaptando cuando la cultivas en un lugar con condiciones diferentes a las que tenía en aquel del que es autóctona.
Me interesa ese proceso a través del que una sociedad decide que una técnica o un estilo la representa, ese momento en que la adopta. Pero me interesa más aún que la gastronomía como hecho cultural llegue a todas partes.
Y me interesa también ese momento en el que el vértice de la pirámide decide olvidarse de su importancia y hacer algo más espontáneo, normalmente más sencillo, a veces menos interesante en términos generales, pero con una cierta frescura que no siempre está en el primer plano. Lo pienso, por ejemplo, con The Fool On The Hill, de The Beatles. Es ramplona, hay algunos fallos, el video es casi amateur. Y sin embargo…
Pienso lo mismo con esta versión que John Frusciante, de los Red Hot Chili Peppers, hizo en directo de How Deep Is Your Love, de los Bee Gees. No solo tiene un encanto especial, con sus errores de acordes y su parada incluida para expresar frustración, sino que demuestra, aunque esa sea otra historia, que los Bee Gees no sólo eran melodías vocales, como se ha dicho en alguna ocasión. La canción, desnuda de todos los arreglos, se sostiene casi igual de bien. Aunque eso, al final, no sea más que la plasmación de lo que decía más arriba: lo interesante es la idea que está debajo. Lo demás es secundario. Disculpad que me ponga platónico.
Si la gastronomía Interesante, así, con mayúscula, es algo que sólo se da en Girona, en Rentería, en Lasarte o en Dènia, apaga y vámonos. Tiene que haber cosas interesantes también en Monforte de Lemos, en Solsona o en Lebrija o estaremos ante un fracaso absoluto.
Cosas interesantes, imagino que se entiende, a su nivel. En su contexto. Proyectos que sean capaces de trasladar el conocimiento generado en la punta de la pirámide a personas que nunca han estado y probablemente nunca estarán allí. Porque eso es lo que crea cultura gastronómica de base, lo que hace que haya un público abierto y receptivo y acaba generando un ecosistema cultural viable. Y si eso falta nos encontramos con las incomprensiones, la ideas preconcebidas, los recelos y las antipatías que todos conocemos.
Por eso me interesa mucho más lo bueno que lo mejor, porque es mucho más interesante un país en el que hay 100 restaurantes de notable que tres de matrícula de honor. O, dicho de otra manera: si tengo que elegir, entre tener en mi pueblo el mejor restaurante de Europa y nada más o 15 restaurantes razonablemente buenos, me quedo con lo segundo, porque demuestra la consolidación de un fenómeno. Lo otro, si se queda así, está condenado a desaparecer sin dejar mucha huella. A ser un ejercicio de estilo sin trascendencia y a no interactuar apenas nunca con la mayoría de quienes estamos alrededor.
Sé que puedo parecer injusto y no querría serlo. El Celler de Can Roca es, sin duda, la experiencia gastronómica más redonda que he tenido hasta ahora. Estoy feliz de haber ido, de haber conocido eso de primera mano, al igual que tengo entre mis recuerdos inolvidables las visitas a Martín Berasategui, a Aponiente a Quique Dacosta y a algunos otros.
Pero eso no impide que disfrute también -de otra manera, en otro contexto. Como dice mi madre cuando se molesta conmigo en una discusión, es porque soy un relativista- de la visita a restaurantes que técnicamente están por debajo, que tienen otras ambiciones y otros medios, pero que sin embargo se esfuerzan por tener un estilo, por resultar interesantes y por hacer las cosas bien. Ojalá tuviésemos unos cuantos de esos en cada ciudad y en cada pueblo.
¿Por qué fui a aquel restaurante? Precisamente por eso: porque sin él y sin otros como él la gastronomía no estaría viva, no habría una puerta de entrada para una inmensa mayoría del público potencial y porque, de la misma manera que creo que son importantes los libros de historia local y no solamente las grandes historias universales, igual que pienso que es interesante la iglesia gótica de Laxe y no solamente la catedral de Chartres, creo que hacen falta muchos restaurantes que hagan las cosas dignamente, con ganas y con esfuerzo, a veces también con errores, para que la gastronomía sea algo diverso y en constante evolución.
Y en cuanto a esto de los errores, creo que lo mejor es relajarse: la mayoría de los clientes no son inspectores de nada ni lo van a ser por mucho que nos hayan convencido de que, para darse cierto aire, esa es la actitud correcta. Cara seria y a buscar el fallo.
Quizás sea más gratificante ir a los sitios a disfrutar, sin más. Porque, seamos sinceros, puestos a buscar pulgas, se le pueden encontrar a cualquiera, incluso al que está en la punta de la pirámide pintado de dorado y con focos apuntándole. Incluso esos, a veces, fallan. Y no es importante, mientras tengan sentido y, unos y otros, cada uno en su liga, nos hagan disfrutar y nos enriquezcan de alguna manera.
Gracias por estar ahí una semana más.
Por cierto: sigo trabajando en el Atlas de las Carreteras Secundarias que anunciaba hace unas semanas. La realidad se impone, sin embargo, así que creo que podré ponerlo en marcha entre julio y agosto, que es cuando el ritmo de trabajo y las salidas se calman un poco. Gracias por la paciencia.
Por otro lado, sigo sin poder subir fotos a Substack. Me dice que hay un error de red y se cuelga. He mirado la conexión, el firewall y sigo sin poder añadirlas. Si hay alguien en la sala que me pueda orientar, se lo agradeceré enormemente.
Algunos links
Estas semanas estamos inmersos en Santiago de Compostela en un capítulo más de la problemática de las viviendas turísticas. Un modelo del que soy usuario y que creo que dimensionado, controlado y reglamentado aporta elementos muy interesantes al turismo contemporáneo pero que se ha convertido en la ciudad, sin embargo, en un riesgo serio.
Quizás si en su momento, cuando se propuso hace unos años tomar las primeras medidas, se hubiera podido hacer algo, hoy no estaríamos donde estamos. Pero, por lo que sea, eso no ocurrió. Así que ahora mismo estamos en plena disputa política, trufada de sentencias judiciales, con algunos pisos que lo han hecho bien, muchos otros que decidieron que mientras la cosa se solucionaba ellos tiraban por la calle del medio y que ahora se enfrentan a una situación muy compleja -ahora la culpa es de otro que les tiene manía, claro- mientras, por otro lado, quien quiere alquilar una primera residencia en la ciudad tiene verdaderas dificultades.
No es algo que ocurra solamente aquí. El caso de Barcelona, por ejemplo, es sangrante. Como lo son los de Sevilla, Málaga, San Sebastián o tantos otros. Leo esta semana un reportaje sobre la misma situación en Milán, donde la población y el turismo han crecido en los últimos años tanto que, en el tiempo que el ayuntamiento ha conseguido sacar al mercado 8.000 viviendas protegidas para amortiguar las consecuencias de esta situación, se dieron de alta 16.000 viviendas turísticas, con lo que, a pesar de la enorme inversión, el saldo de de -8.000 viviendas en el mercado para residentes en la ciudad.
Me sorprenden las declaraciones del responsable de su plan de vivienda: “preferiría un millón menos de turistas al año y poder disponer de más vivienda para estudiantes y trabajadores”. Pero no me sorprenden por su contenido sino porque si algún responsable político hiciese unas declaraciones similares aquí, todos sabemos, creo, la que se iba a liar.
Lo que he leído
Estoy leyendo Sleeping With The Lights On: The Unsettling Story Of Horror, de Darryl Jones (enlazo la versión original en Amazon, pero si prefieres leerla en español y no pasar por esa plataforma, la tienes en Todostuslibros).
Me interesa mucho, por un lado, el gusto que tenemos algunos por este género, yo más en lo literario que en lo cinematográfico. Me interesan los mecanismos que hacen que determinadas ideas nos incomoden y nos atraigan al mismo tiempo, los miedos que parecen afectarnos a todos y los que se corresponden con nuestra cultura.
Y, en ese sentido, el libro aporta ideas, habla de la diferencia entre terror y horror, de las gradaciones que hay dentro de ese fenómeno, de los iconos culturales del género, etc. Es un ensayo breve y sencillo, pero me está gustando.
Lo que he visto
Ha sido una semana intensa, con algún trabajo en horario nocturno y alguna noche fuera, así que no he visto mucho. Intenté Los Siete Magníficos, pero me pudo el sueño. Así que dejamos esta sección para la semana que viene.
Lo que he escuchado
Ayer se cumplieron 30 años desde que se publicó The Southern Harmony and Musical Companion, de The Black Crowes, uno de esos discos que me cambiaron la vida.
Yo había empezado escuchando pop de los años 60, pero hacia los 14 años un amigo de un amigo me dejó un cassette que incluía canciones de AC/DC, Rosendo, Accept o Judas Priest. A partir de ahí me fui más hacia ese estilo, que a partir de 1990 fui combinando con los últimos coletazos del glam rock y, después, con el grunge.
Ahí estaba yo, en la primavera de 1992, repartiéndome entre Guns N’Roses por un lado, Nirvana, Pearl Jam y Soundgarden por el otro cuando aparece este disco con nombre de cantoral del S.XIX. Y recuerdo perfectamente la primera vez que lo escuchamos, en el piso de estudiante que un amigo tenía en la calle Fernando III. El primer tema que escuchamos fue Sting Me.
Me quedé helado. Ahí había algo de lo que yo ya había escuchado en aquella música de 20 años antes; un poco de The Faces, de los Rolling Stones. Y todo eso en un momento en el que no había mucho más que grunge en la radio.
Entre en una fase de años de obsesión por el Southern Rock y por el rock de los 70 en general. Me compré el disco y empecé a experimentar, a descubrir afinaciones alternativas (Thorn In My Pride),a aprender a tocar cada canción; a escuchar a The Allman Brothers, The Eagles, The Flying Burrito Brothers y de ahí a los discos de esa época de Clapton, a Molly Hatchet, luego a The Jayhawks, a veces hacia el country con Waylong Jenning, Vince Gill… unos me iban llevando a otros y acabé comprándome un banjo y una mandolina que aún hoy, dos décadas más tarde, sigo sin dominar.
Y empecé a tocar de otra forma. En 1993, en casa de un amigo que tenía un pequeño equipo, grabamos algunas cosas. En 2002 recuperé una de esas cintas y, como el ordenador de casa ya me lo permitía, aunque fuera con una calidad muy relativa, volví a grabar algo de aquello.
Este es un clip de aquellas grabaciones. Nunca antes lo había compartido. Creo que solamente lo ha escuchado Anna y no sé ni si es muy consciente de ello. Tienen sus fallos, la batería es digital, no tiene bajo y la calidad es la que es (pero en relación con esto, ahí está el comienzo del texto de esta semana y lo que comentaba sobre el aburrimiento). Tres guitarras, horas ensamblando el ritmo y bastante poca paciencia. Es un boceto de andar por casa, nada más, pero, bueno, así quería sonar yo con 17 años y así traducía todo aquello que empezó hace justo 30 años cuando escuchamos The Southern Harmony por primera vez.
En fin, hay confianza, así que ahí queda. Prometo no volver a hacerlo en un tiempo, quizás en otros 46 años.
Leyéndote me he acordado de el Elogio de la Imperfección, la autobiografía de la científica Rita Levi-Montalcini y como decía que la imperfección es uno de los motores de la humanidad, que nos hacía superarnos por lo que ella eligió la imperfección como modo de vida personal y profesional