Hay algo curioso que me ocurre en verano, todos los veranos. Llego a junio exhausto, con ganas de frenar un poco, de dedicar tiempo a otras cosas. De que sea verano, vaya. Pero luego viene julio y el trabajo sigue, sólo que a un ritmo raro. Las salidas se paran, pero el ordenador continúa ahí, poniéndome ojitos; a veces hay que adelantar temas antes de que la redacción que sea se vaya de vacaciones o entregar un proyecto antes de final de mes. Los proyectos que se han ido aplazando durante el resto del año piden atención a gritos y las libretas llenas de notas que hay que pasar a limpio se acumulan.
Y resulta que el verano no es como pensabas que iba a ser. Es más, te encuentras con que te cuesta más escribir. Será el calor, será que intentas tener las tardes libres. Será que a veces haces cosas que te cambian la rutina y que todo eso, sumado, va creando un desorden que no ayuda a centrarse. Será lo que sea, pero no suele ser mi época más productiva.
Lo que sí que es, a cambio, es una buena época para recapitular, para retomar temas que tenías más o menos pendientes. Estoy consiguiendo darle un último impulso al libro de las empanadas, que lleva casi cuatro años avanzando más despacio de lo que me gustaría, y eso, a su vez, me está llevando a otros temas.
¿Hasta cuándo está viva una receta de cocina? ¿Hasta que la olvidamos? ¿Hasta que dejamos de tenerla presente en nuestras vidas y se queda relegada a un día al año? Estoy escribiendo un texto sobre eso para Bonviveur; sobre la arqueología gastronómica y las cosas que damos por supuestas. Se publicará en unos días.
Estoy volviendo sobre los lugares que me han traído hasta aquí, sobre las casualidades que me hicieron feliz en su momento y que hicieron, también, que hoy me dedique a lo que me dedico: soy un historiador del arte que tenía un trabajo que no le gustaba, que fue objeto de un despido improcedente y que, con la indemnización y las ideas a las que llevaba dando vueltas dos o tres años, decidió que quería dedicarse al mundo de la gastronomía.
Tenía experiencia escribiendo, trabajando con fuentes históricas y gestionando patrimonio cultural. Creía -lo sigo creyendo- que la gastronomía es cultura, aunque estos días también he vuelto a pensar sobre esto y 13 años después parece que no somos muchos los que pensamos de esa manera. La cuestión es que, de un modo o de otro, las casualidades me han ido trayendo hasta este momento: gente que he conocido, charlas que no estaban planificadas, encuentros casuales, decisiones tomadas a veces sobre la marcha, rectificaciones que te llevan por caminos imprevistos. Amistades, enemistades, desdenes, olvidos. Y restaurantes.
Le debo mucho a esos sitios que me hicieron tener curiosidad, querer saber más, preguntar por un ingrediente, por una técnica o por el motivo de añadir un plato a un menú. Le debo mucho a todos aquellos lugares a los que pude ir con mi abuelo cuando era un chaval y que me permitieron probar cosas que de otra manera quizás no habría llegado a probar nunca. A restaurantes que no duraron mucho, como la Arrocería Mediterráneo, que estuvo en la Avenida de Ferrol de Santiago y que fue de los primeros sitios que frecuenté después de independizarme.
Le debo mucho al restaurante El Mercadito, otro desaparecido, a todas las veces que comí allí, a las charlas, a los cafés antes del servicio, a haber entrado alguna vez en la cocina, donde aprendí a usar un sifón y a filetear un pescado. A Gonzalo, claro, pero también a Pedro, a Bernardo, a Marcos, al que conocí en aquel lugar y al que me encontré un día, tiempo después, por la calle con unos planos de lo que iba a ser su nuevo proyecto, un sitio que se llamaría Abastos 2.0. al que, ya que estoy, también me unen algunos cafés en lo que hoy es su cocina, un primer catering (para ellos y para mí) en la costa y algún que otro viaje en el que coincidimos.
Al restaurante de Pepe Solla, la primera mesa frente a la que me senté y me hizo ver que había un paso más allá; a Javi Olleros y un Culler de Pau que empezaba. A Ivana y Andrés, con los que aprendí (y sigo aprendiendo) mucho sobre cocina japonesa en Purosushi.
A tantos restaurantes estrellados y a aún más que no tienen ese reconocimiento. A las ventas gaditanas, a la Taberna da Rua das Flores por enseñarme que la alta cocina no tiene por qué ir unida a toda una serie de símbolos del lujo y de la exclusividad que tendemos a dar por supuestos.
A las panaderías que me han recibido de madrugada, a la matanza del cerdo en A Limia, a las queserías que me han abierto sus puertas en Galicia, en Asturias, en Tierra de Campos, en La Manchuela, en Menorca, en Canarias o en la Sierra Cordobesa. A Jock Zonfrillo o a Mitch Tonks, que me hicieron ver mi país desde fuera, a Tita y sus butelos, a Xena y sus empanadas.
A las cuevas queseras al pie de Picos de Europa, los campos de espárragos en Tudela, los azafranales en Villarrobledo, la jeta de La Viga y los champiñones del Soriano; las parrillas en Getaria, en Astigarraga o en Trafaría, los percebeiros de Touriñán, las viñas jerezanas.
Caracoles en Sevilla, cochifrito en Sierra Mágina; el mercado de Logroño al amanecer, la croqueta del Txiriboga, las del Echaurren, las de Casa Marcial. La tortilla del Baster, la del Pontejos; las bodegas subterráneas de Epernay, el palmeral de Nefta, los reposteros de La Siberia, los pés de burro de Sesimbra; las panaderías en el sudeste de Sicilia, los puestos de Porta Palazzo en Turín y los de la Pescheria de Catania.
Los pubs en las Higlands, el mercado de Pézenas, cerca de Montepellier; Dean&Deluca y entenderse de mala manera en Chinatown, la mesa compartida con una pareja mayor en Castelo de Vide, el cordero y los abrazos en una taberna de Évora.
Las barras sanluqueñas, las codornices del Ruperto, la ensaladilla del Royal, los supermercados orientales de Londres o de Glasgow; las xardas recién pescadas en la isla de Rúa, los mariscos de El Yerno, los almuerzos del Marvi, el bocadillo de jamón asado al lado de casa, el callejón del Niño Perdido, en Utrera; los mercados africanos del barrio de Chateau Rouge, las lapas en Lanzarote y los currywurst debajo de un puente de Berlín. El mostrador de Ottolenghi, el pan de festa en Artes o en Xuño que ya nadie hace. El mercado de Chioggia, los bagels de Finkelstajn, los desayunos en Cobo Calleja. Mamá amasando orellas con la abuela. La empanada de berberechos con concha. Los vinos naturales en un bar de Brujas, las copas en La UBI hasta las tantas.
Las charlas con tanta gente. Miles de horas que son, seguramente, de lo más valioso de estos años. Frente a una mesa en Madrid, en un campo en Guijuelo, ante unos vermuts en Gràcia, en la arena de La Maestranza, comiendo en el Testaccio, haciendo un asado en Vigo, cenando jabalí y una botella de Chateauneuf du Pape en el Marais o en una madrugada interminable de risas y chupitos aterradores en Pozoblanco. Luego, claro, nos fuimos a ver la plaza de toros. En un pub de Gibraltar, en el bar Cotá de Lugo, junto a una chimenea en la isla de Arran o en cualquier aeropuerto.
Y las charlas con Stefano Bonilli. En su momento quizás no le hice todo el caso que debería. Ahora que se cumplen ocho años de su fallecimiento me doy cuenta de cuánta razón tenía y de qué poca gente hay que vea las cosas en esa misma línea. Nos conocimos en Barcelona, nos recibió, luego, un día en su casa en la Via dei Giubbonari, y nos llevó después a comer a Roscioli. Hablamos durante un buen rato, en su biblioteca, por la calle y al día siguiente en el restaurante de Antonello Colonna, de todo lo que tiene que ver con la gastronomía, de amistades, conveniencias y cuchillos afilados.
Todo eso me hizo ver que la gastronomía es mucho más compleja de lo que solemos pensar; que hay muchos matices, muchos intereses y muchos puntos de vista desde los que analizarla. Que comer está bien -es la base, de hecho- pero es sólo una parte. Y que los que nos dedicamos a esto quizás deberíamos mirar más hacia todo eso que forma la otra parte. A todo lo que normalmente no se ve y no va a salir en la foto.
Me convenció de que algo como escribir un libro de empanadas, una elección de pequeña escala cuando, quizás, uno podría escribir un libro, otro libro, sobre los grandes cocineros y los grandes platos y aspirar a vender más, es también una forma de explicar el mundo, de contar una cultura, de asomarse a una forma de entender la vida.
Es ser consciente de que, en un libro sobre empanadas las empanadas, pueden no ser el único tema. Pueden, en realidad, ser un pretexto, una capa bajo la cual, si te paras a mirar, hay muchas otras. Y todas ellas, la primera, la más visible, y las que la soportan, son la gastronomía. Es ese milhojas, siempre lo digo, el que me interesa.
Comer es algo que hacemos todos, si tenemos suerte, al menos tres veces al día. Pensar sobre lo que comemos es algo que deberíamos hacer, aunque tal vez no siempre lo hagamos. Tratar de entender qué hay detrás de no es algo que es tan habitual y que, sin embargo, habría que hacer más. Algo a lo que bien se puede dedicar un verano. Y quien dice un verano, dice los últimos 18 años.
Gracias por seguir ahí una semana más.
Algunos enlaces
Solemos hablar de Japón como un país cerrado sobre sí mismo, de espaldas a Occidente, hasta después de la Segunda Guerra Mundial. Y eso es algo que, como todo este tipo de afirmaciones categóricas, sirve solamente para crear un prejuicio y para dejarse muchísimos matices detrás.
Esta semana leía sobre Nippon Kobo, un grupo de artistas plásticos, actores y diseñadores gráficos que se creó en Japón en 1933. En 1934 publicaron el primer número de su revista Nippon. La portada es obra de Ayao Yamana, que estaba muy interesado en el Art Decó europeo o el constructivismo ruso y los fusionó con la estética japonesa creando una corriente original que se escapa a todos los tópicos.
No fue el único. Hubo una serie de artistas y diseñadores que trabajaron en esa línea y a los que la guerra, de hecho, lo que hizo fue limitarlos, cuando no acabar directamente con su carrera o con su vida. Hay una selección de sus obras en este blog.
Lo que he leído
Hablando de Japón, estoy leyendo Hacia el Mar Blanco, de James Dickey. Lo compré porque sabía que es el autor de la novela en la que se inspira la película Deliverance y porque la edición, de Mondadori, es bonita.
El libro está a caballo entre las aventuras bélicas y el relato de viaje y se centra en un soldado americano que es derribado en Japón hacia el final de la guerra y huye hacia el norte. Y sigo con él. Pero mucho tiene que mejorar para que se convierta en una de mis lecturas preferidas del verano.
Lo que he visto
The Tender Bar. Con esta película me pasó un poco lo opuesto que con el libro del que hablaba más arriba: de entrada no daba un duro por ella, pero al final tiene ritmo y es agradable de ver. Es curioso lo de George Clooney. Como actor no me gusta especialmente y como director, sin conseguir atraerme en principio, una vez que me siento a ver sus películas acabo siempre con una buena sensación. Ninguna me cambió la vida, pero acabo razonablemente contento. Y eso no es algo que uno pueda dar por supuesto siempre.
Lo que he escuchado
¿Qué pasaba cuando el folk bretón se encontraba con el rock progresivo y se tocaba en directo en Dublín? Una tortura como otra cualquiera para muchos, imagino, pero es que yo me crié con el disco E Dulenn (1975) de Alan Stivell, que se reeditaría 30 años más tarde como Dublin National Stadium Live, y creo que vale la pena volver a él de vez en cuando.
En 1993 estuve en el concierto de Springsteen en Santiago de Compostela. Fue la época de la gira sin la E.Street Band y de la publicación de los que para muchos son dos de sus discos más flojos, Human Touch y Lucky Town, pero que para mí fueron la puerta de entrada a un Springsteen sin todo aquel teclado y saxofón de Born In The U.S.A. y sigo sabiéndomelos casi de memoria.
El video es del concierto de Glasgow de la misma gira. Por entonces Springsteen tenía 43 años y me parecía un señor mayor de vuelta de todo que quizás ya había pasado su época de éxito. Hoy, a mis 46, veo esas imágenes de hace 30 años de otra manera.
Por aquella época descubrí también a The Jayhawks, aunque después de unos meses los dejé y no volví a ellos hasta 20 años más tarde. Ahora son de esas bandas que escucho con frecuencia en los viajes largos en coche.
Comer cada día... Hará ya una década en que me llevé a unos compañeros de trabajo británicos a cenar de tapas. Mejor llevarles de la mano que soltarles a lo loco ;-) Esperamos hasta que abrieron el local para las cenas. Ya sabes, diferencias culturales y de horarios. Traduje la carta de principio a fin, varias veces. Reían y me decían que era sorprendente la cantidad de vocabulario que tenía para la comida y que este era mucho más corto en cuestiones de economía. Reía yo al explicarles que la economía no me interesa, pero ¿comer? (WTH!) ¡¡ llevo haciéndolo toda la vida !! 08-)
Saludos,
Jose