Esta semana murió mi abuelo, el último que me quedaba, pero no quiero centrar este texto en eso. Tengo la suerte enorme de haber tenido abuelo hasta los 46 años y de haber sido un niño con un abuelo de cuarentaymuchos - cincuentaypocos con el que viajé, hice pesca submarina, aprendí a querer a los animales y visité restaurantes. Todo lo demás acaba pasando antes o después y no me gusta recrearme en ello.
Lo traigo al texto porque el otro día, en su funeral, alguien me dijo “se nos acaba una época”. Y es algo que me quedó dando vueltas en la cabeza. No porque no entienda qué me quería decir sino porque yo creo que las épocas están más vinculadas a lugares que a personas.
Las personas van y vienen. Unas mueren, otras se alejan, con algunas se pierde relación y con otras esa relación se rompe voluntariamente. O se limita a felicitarse mutuamente el cumpleaños en Facebook, que es algo que también ocurre. Otras se van incorporando porque nacen, porque llegan a nuestra vida o porque, por el motivo que sea, las descubrimos. No hay épocas ahí. Yo lo veo, más bien, como un flujo continuo.
Los lugares son los que marcan épocas, los que vamos llenando de recuerdos, de gente que va pasando mientras el lugar se queda. Pensando esto me di cuenta de que, efectivamente, para mí se acaba una época porque ya no queda ninguno de los escenarios de la etapa anterior.
Las casas de mis abuelos, las que habitaban mientras yo crecía, ya no están en mi familia. La última se vendió el año pasado. La de mi abuelo, en la que vivió las últimas tres décadas, quizás la visite alguna vez más, no lo sé, pero ya está fuera del cuadro desde esta semana.
La casa en la que me crié, en Vigo, se vendió hace casi cuatro décadas. Y aquella en la que crecí en Santiago, en el Ensanche, la dejamos en 1995. Las casas de mis abuelos en Boiro ya no son nuestras, como tampoco lo son, en la mayoría de los casos, las casas de mis amigos de aquella época ni la casa en la que pasaban el verano mis padres y en la que Flavia, mi hija, aprendió a caminar.
Y con cada una de ellas se fue cerrando un poco más una etapa. No pretendo ponerme melancólico con esto. Si una etapa se cierra es, sencillamente, porque otra se abre. Otra con otros escenarios. No hay que dramatizar con esto. Intento ser consciente, sencillamente, de que hay toda una serie de escenarios que pertenecen a mi vida y no serán ya parte, por ejemplo, de la de mi hija; sitios que para mí significan mucho y para ella no querrán decir nada.
Sé que estoy al borde de caer en lo ñoño, así que intentaré corregir el tiro. No es un drama, simplemente es. Y por eso existe esa idea de que es mejor no volver a los lugares en los que fuiste feliz, porque los lugares se cargan de recuerdos, que a su vez son parte de otra época, y es posible que puedas volver al lugar, pero no vas a poder volver a esa época que recuerdas, así que tienes todas las papeletas para que las cosas salgan mal.
Volver a los lugares en los que fuiste feliz
Eso es lo que ocurre, me parece, con el esfuerzo que estamos haciendo permanentemente por volver a la vida de antes de la pandemia. Viajamos más que nunca porque tenemos el recuerdo de que antes viajábamos -aunque fuese menos, aunque fuera a otros lugares- y me temo que, por mucho que viajemos, no va a ser lo mismo.
Porque con eso ocurre lo mismo que ocurre con la vida privada de cada uno de nosotros. Si lo único que haces es mirar hacia atrás y querer revivir aquella época, aquel lugar o a aquella gente la cosa no va a acabar bien. En el mejor de los casos la experiencia no te hará feliz, en el peor va a ser mejor que te lo hagas mirar.
Con la gastronomía ocurre otro tanto. Tengo la sensación de que se están haciendo esfuerzos para dar la sensación de que aquí no ha pasado nada. Y caramba si ha pasado. Han cambiado algunas dinámicas, probablemente unos cuantos hábitos, nuestra conciencia de estar expuestos a según que cosas y, en muchos casos, la capacidad económica o la estabilidad financiera. Y ahí estamos, tapándonos los ojos para no ver al monstruo y pensando que así deja de existir, cayendo una vez más en nuestra propia trampa, sorprendiéndonos con que en semana santa salió más gente incluso que en 2019, pero el gasto no es el mismo, ni de lejos. Es que no es 2019, a ver cómo te lo digo. Ni va a volver a serlo nunca.
En algún momento tengo la sensación de asomarme a los últimos momentos del Titanic, a esa orquesta que sigue tocando para que al menos durante unos minutos más alguien no caiga presa del pánico. Porque la situación alrededor es en algunos casos muy fea y en otros no particularmente entusiasmante. Vivimos un momento de incertidumbre y probablemente de transición y nos negamos a verlo. Los precios suben, las aperturas continúan, las terrazas se llenan. No pasa nada.
Y, sin embargo, en mi ciudad, los restaurantes que antes abrían por la noche entre semana ahora, en su mayoría, prefieren cerrar. Las noticias hablan con la boca pequeña de recesión a poco que se tuerzan las cosas, el número de hospitalizados ahora mismo es similar al de febrero, cuando estábamos acojonaditos con la situación, y todos sabemos que la mitad de los turistas con un perfil de gasto más alto -rusos, chinos, japoneses, estadounidenses, australianos- no van a venir este verano, o van a venir mucho menos, y que por mucho que los sustituyamos por gente de Palencia la cosa no va a ser la misma. Lo sabemos, pero no lo decimos.
Hace apenas un par de meses me sorprendía pagar 1,50 por un café en mi ciudad. Hasta que todo esto pasó costaban entre 1,30 en el centro y 1,10 en los barrios. Esta semana pagué 1,70. Las cañas, que hace no tanto costaban 1,60, ahora se venden entre los 2 y los 2,50. Y hay que entenderlo. La electricidad, los carburantes, todo sube. Todo, sí ¿Tu sueldo ha subido? ¿O es que no ha subido, pero como no consumes electricidad o gasolina, no compras cosas de esas que han subido, a ti no te afecta? Es curioso, porque los precios en hostelería suben -y más que van a subir- el poder adquisitivo de los clientes no y, sin embargo, esto no va a fallar. Porque la magia es lo que tiene. Y, mira, un unicornio.
Apenas se habla ya de la gasolina a 1,90 (en un par de meses se acaba la bonificación actual que nos permite pagarla sólo unos céntimos más cara que su máximo histórico antes de todo esto, queridos) porque las terrazas están llenas. Y a mí, que soy el primero en ir a terrazas y que por trabajo me interesa que estas y los restaurantes que hay detrás se llenen, non sé por qué, la cosa no acaba de tranquilizarme.
Me da la sensación, por momentos, de una inmensa huida hacia adelante, de fiarlo todo a un turismo más pudiente que igual no viene, o viene menos o viene con menos alegría para gastar, mientras se excluye al cliente de proximidad. Ya lo hicimos antes y ya falló ¿Qué podría salir mal ahora, de nuevo?
Supongo que mi visión de lo que está pasando tiene que ver con esa escala de grises a la que aludo en el título, a que entre “está todo perfecto, las perspectivas no pueden ser mejores” y “esto es el fin”, que son las opciones en las que parecemos estar cómodos sin una posición intermedia, hay toda una gama de situaciones más o menos oscuras, más o menos esperanzadoras, en las que nos movemos aunque finjamos no hacerlo.
No sé cómo fueron los famosos locos años 20, pero tengo la sensación de que en algunas cosas fueron bastante similares a estos de cien años más tarde. Champagne entonces, ahora caviar para todos. Eso parece a poco que te asomes a restaurantes de gama media para arriba. Estamos mal, pero hace un par de meses estábamos peor, así que alegría. No somos tan distintos del Comamos, bebamos, que mañana moriremos que está en la Biblia desde hace 2.000 años, del tópico de Horacio que pasó al renacimiento y al barroco. Lo llevamos en la sangre. Supongo que es eso.
He tenido semanas más optimistas, lo sé. Hemos pasado el covid, he vivido un fallecimiento cercano, me ahogo en trabajo pendiente. Vendrán otras semanas y tendrán otro tono, supongo.
Gracias por seguir ahí, mientras tanto.
Algunos links
Hoy quiero hablar de Madrid No Frills, el proyecto de Leah Pattem, una estadounidense que vive desde hace años en Madrid y que se dedica a través de su página y de su perfil de Instagram a hablar de ese otro Madrid mucho más grande al que dedicamos mucha menos atención.
Seguro que has visto cien listas de las terrazas de moda, las vermuterías mas trendy, los bares más cool, las aperturas que no te puedes perder. Seguro que, si te dedicas a escribir sobre gastronomía, has recibido esta semana tres o cuatro notas de prensa sobre aperturas en las que se habla del interiorismo más que de la cocina que se va a ofrecer y que te prometen que, este sí, será el lugar del que todos hablen. La semana pasada hubo otro, pero este es el bueno. Pues bien. Pues estupendo.
Pero, aunque parezca mentira, detrás de toda la purpurina y de los focos -en medio de los cuales a veces se esconden cosas muy especiales, ojo- hay otro Madrid. El Madrid del día a día de 4 millones largos de personas y en el que aún vive el alma de lo que fue, ya no sé si lo sigue siendo, Madrid. Porque Madrid era cutre, como lo era Barcelona y lo era cualquier otra ciudad, y bajo una capa ligerita de lujo, belleza y cosas que brillan, tenía un alma quizás menos fotogénica, pero imposible de imitar.
Leah ha sabido verla y ha hecho de su recuperación una cuestión militante. Y yo creo que es de lo mejor que nos podía pasar. No porque piense que las aperturas que se den en los próximos meses tendrían que ser, en realidad, nuevos Bar Manolo que sirvan sólo oreja a la plancha y gallinejas, sino porque el día que ya no queden más bares Manolo un Madrid habrá muerto y sólo nos quedará otro que se empeña (en vano) en querer ser algo que no es y en parecerse a otros sitios para perder, en el proceso, su personalidad.
Lo que hace es interesante porque pone la mesa que la gastronomía, incluso una tapa de callos en Villaverde, es -puede ser- un acto político, puede hacer ciudad, puede condicionar el urbanismo. Y esas son cosas que, ya sea en Madrid, ya sea en mi ciudad, con desaguisado como el de las obras interminables de Concheiros, conviene no olvidar.
No es algo que ocurra, esto de centrar el foco sólo en una parte diminuta, solamente en Madrid, aunque en Madrid ocurra mucho. Es algo que pasa un poco en todas partes, pero como Madrid No Frills no habla de Albacete, lo que toca hoy es hablar de esa ciudad.
Hay un Madrid que frecuento poco, menos aún de lo que frecuento el resto de la ciudad, en parte porque tiene precios que suele parecerme que no se corresponden con la calidad de la oferta y me cuesta pagar el impuesto M-40 cuando, del otro lado de esa barrera, hay cosas igualmente interesantes y con precios más comedidos.
Lo frecuento poco, también, porque hay una parte de ese meollo que está fuera del alcance de la mayoría de los mortales. Ya sé que aquí en España no se considera de buen tono habla de eso, que aquí vamos todos sobrados y la próxima la pago yo, que será por dinero, pero en un país donde el sueldo más frecuente no llega a los 1.300€ limpios, pagar 400€ por cenar me parece algo que al menos deberíamos cuestionarnos antes de darlo por supuesto y de convertirlo en ejemplo. Porque está fuera de la realidad de muchos y porque para otros es, con razón, abiertamente obsceno.
Y, sí, sé que hay sitios que lo valen, que son como la Formula 1 de la gastronomía (otro día, si eso, hablamos de la Formula 1) y, además, en algunos de ellos he disfrutado mucho. Pero es que hay más vida ahí fuera y corremos el peligro de que la gastronomía acabe pareciéndose a la portada del Hola, una realidad paralela a la que la gente se asoma como se asoma a una foto de los anillos de Saturno. Yo creo, quiero creer, que hay otro mundo ahí fuera, un mundo que a veces no te va a cambiar la vida, que a veces es normalito y que otras tiene valor simplemente por ser un vestigio de otra época. Ya sé que las modas van por otro lado, pero también sé que ya nadie se compra un cronut, que por no aguantar, ya ni aguanta la foto como el Bar Manolo de Orcasitas.
He sido más feliz en algunos bares Manolo de la periferia sur que en sitios de moda que me han costado un pico. Y también he sido feliz en sitios del centro que me han costado un pico, por eso no quiero hacer distingos y por eso pienso que, dado que las aperturas molonas y las que tienen un chef conocido detrás ya ocupan el sitio que ocupan, aunque en muchos casos sepamos de antemano que no van a durar dos temporadas y con la boca pequeña a veces la gente te diga que se come regular nada más, tiene que haber espacio también para todo lo demás. Porque hay más vida ahí fuera y el periodismo debería contarlo. Y los que no somos periodistas también, que a fuerza de contar que España es una gran fiesta nos lo acabaremos creyendo.
Lo que he leído
Estoy leyendo Los Cinco y Yo, de Antonio Orejudo, un libro perfecto para comentar hoy, ya que hablo de nostalgia, épocas que se acaban, etc. Me está gustando cómo escribe, sin impostar la voz, aunque todavía no tengo claro si el libro me encanta o no. Se lee bien, que ya es mucho, y me apetece descubrir si me va a gustar al final o no.
Lo que he visto
Capitanes intrépidos, un clásico de 1937 que, no sé por qué, solían poner en semana santa cuando era pequeño. Sabía que era una de las películas preferidas de mi padre y de alguno de sus hermanos -de hecho, frases como “ay, mi pescadito” y “qué hombre tan patán” son muletillas habituales en mi familia, pero lo que no sabía hasta que el otro día me lo dijo mi padre es que también fue una de las películas preferidas de mi abuelo paterno.
85 años después sigue funcionando como un reloj. Ha envejecido, claro, pero mantiene todo su encanto. Y es de esas películas que consiguen que me olvide del móvil por un par de horas, que ya es mucho.
Lo que he escuchado
Se cumplen 31 años de la muerte de Johnny Thunders. Y ese es un motivo tan bueno como cualquier otro para volver a escuchar algunas de sus grabaciones.
25 y 26 de junio de 1992. Pearl Jam, Nirvana, Faith No More, Extreme, Entombed y Megadeth, entre otros, tocan en el festival de Roskilde (Dinamarca). Incluso los que no pudimos ir supimos que aquel concierto marcaba una era -las eras otra vez- y que, aunque a la larga se hablaría más seguramente de Glastonbury con Oasis, Blur y Primal Scream, aquello fue el momento que se convirtió en un símbolo generacional. Y por allí estaban Blur también.
(Quería compartir el concierto de Pearl Jam, pero lo tienen bloqueado para Europa).
Me has emocionado, Jorge. Te mando un abrazo grande
Jorge, tuve la suerte, de conocer a mis cuatro abuelos y comprendo perfectamente tus sensaciones. Tal vez se cierre una etapa, pero bien es cierto que se abre una añoranza que nunca se olvida y que, como flasback, te toca de vez en cuando.
Con respecto a la situación comprobada esta Semana Santa, tengo la sensación de que desde los medios de comunicación se nos está vendiendo algo que en cierta forma y como comentas, no es del todo real.
El carpe diem se ha hecho viral, y creo que en esas estamos, aunque tal vez lo más duro será el despertar.
Me ha encantado tu reflexión. Seguimos "circulando por carreteras secundarias".