Estoy en una lancha en el Pacífico colombiano. Es noche cerrada y hace unos minutos empezó a descargar una tormenta como he visto pocas. En los no mucho más de 5 minutos que lleva saltar de una isla a la otra, la lluvia nos cala hasta la ropa interior. Soy gallego, tienes que esforzarte mucho para impresionarme con lluvia, pero, eh, Bahía Málaga, lo conseguiste.
Estoy feliz. La experiencia de quien se asoma por primera vez a un paisaje virgen americano como este; la sensación de estar en un sitio no demasiado turístico -aún- haciendo algo que hasta ahora solamente había visto en documentales. Esta tarde me bañé al pie de una pequeña cascada en la selva, esta noche dormiré en una cabaña levantada sobre pilares en la orilla. Mañana -aún no lo sé- la mujer de un pescador de la isla nos ofrecerá a primera hora, al pasar por delante de su casa, café.
Por otro lado, aquí, ahora, en esta canoa entre islas, hay alguien a quien le han pagado para llevarnos. Para aguantar el chaparrón y, de paso, nuestras bromas. Nosotros llevamos un buen puñado de viches en el cuerpo; él no. Mañana veré dónde vive. Es su mujer -son una de las poquísimas familias que vive en la isla- quien me ofrece café. Veo su casa, que es a la vez tienda y, si se lo pides, también restaurante. Veo la hamaca en la que alguien duerme recogida por encima de la mesa que es mostrador y mesa de restaurante. Supongo que también mesa de comedor. Y no me siento nada bien con mi papel allí, con mis gafas de sol, mi nariz quemada por el sol casi ecuatorial y mi sensación -sin exagerar, tampoco. Esa mañana me negué a ducharme porque había allí una araña del tamaño de una mandarina- de aventura.
Por la mañana saldremos a los manglares a recoger pianguas con las mariscadoras de la Comunidad de La Plata. Han creado una asociación para hacer rutas turísticas mientras trabajan. Eso les da una cierta independencia económica. Y eso me gusta. Ayer cenamos tapao, pescado hervido con yuca y plátano. Es una receta local. Hay algo de tradición indígena, pero también la influencia de los antepasados de esta comunidad afrodescendiente que lleva dos siglos viviendo aquí, aislada en pequeñas comunidades en las islas de la bahía. El pescado es fresquísimo. Se lo compramos al atardecer a unos pescadores. Cabe la posibilidad, sin embargo, de que estuviese todo pactado, que fuera parte del lote, de la experiencia: espérame en el embarcadero, a eso de las 19, que los clientes te van a comprar un par de pescados.
Hago fotos. Quiero contarlo. Hay mucho aquí sobre lo que me apetece escribir. Lo estoy disfrutando. Y creo, además, que puedo aportar algo: si ellas tienen esa asociación, no hará ningún daño que lo cuente, que me lean potenciales clientes; si otras mujeres del pueblo dirigen la cantina del embarcadero, vendrá bien que escriba algo sobre esto. Al revisar las fotos, ya de regreso en casa, sin embargo, veo cierto hastío en la cara de Yolanda, la cocinera que me enseñó a limpiar pianguas ¿Soy el primero que hace esta foto esta semana? ¿Soy el quinto, el decimocuarto…? ¿Es solamente timidez, un cierto cansancio -la foto está tomada ya por la noche- es que, como yo, tiene sentimientos encontrados al respecto?
Doy un paseo por el pueblo, después de cenar. Un puñado de casas, la mayoría de madera, a la orilla del mar; algunas están construidas sobre pilares, como la cabaña en la que dormiré bajo mi mosquitera, unidas por pasarelas. No hay mucho que hacer una vez que anochece, pero lo que hay es accesible por unas monedas: puedo comprar unas cervezas -baratísimas para mí, aunque soy consciente de que me están aplicando un sobrecoste- puedo acabar en casa de alguien que me venderá un par de tragos de un licor casero. Un par de billetes, calderilla si los convierto a euros, me van a abrir cualquier puerta.
Y la experiencia, insisto, es difícil de olvidar. Pero no puedo evitar un regusto amargo casi real al fondo de la garganta. Vengo de un lugar en el que sabemos perfectamente que el turismo tiene dos caras y que, aunque quieras, no siempre depende de ti decidir de qué lado cae la cuestión en tu caso. Vengo de una ciudad en la que con cierta frecuencia miramos a los turistas -a algunos turistas- con antipatía, gente que cree que, por dejar un poco de dinero, tiene derecho a ser recibida siempre con una sonrisa porque, no lo olvides, él no lo olvida, vives de sus billetes. Lo recuerdo al día siguiente, tomando ese café que nos prepara la señora María mientras su hijo, sentado en la puerta, no nos dirige ni una mirada. No existimos para él. No sé si no quiere que existamos o, simplemente, su mundo es otro y nosotros simplemente pertenecemos a una realidad paralela que no le interesa.
¿Está mal que esté allí, pagando 18 céntimos de euro al cambio por ese café? No lo creo ¿Está totalmente bien? Quizás ahora sí, tal vez en unos años no. Puede que el hecho de que yo esté allí implique que dentro de unos años las cosas sean, de hecho, de otra manera. O quizás no, tal vez la cosa se mueva absolutamente al margen de lo que yo haga o deje de hacer.
Quiero pensar que puedo ayudar a modular el crecimiento, a enfocarlo de la manera correcta. Pero no puedo evitar, al mismo tiempo, sentirme el europeo paternalista que te explica cómo son las cosas. Y dudo si sería mejor no hacer nada, sólo para convencerme de que no lo creo, en realidad; para llegar a la conclusión de que no hay mucho que pueda cambiar, de que hay luces y sombras; de que en lo personal pesan mucho más las luces, el descubrimiento, la humildad con la que trato -no sé si me sale- de asomarme a otra cultura; un cierto egoísmo que hace que no quiera renunciar a estar aquí y que me esfuerce en buscar pretextos; el agradecimiento por la oportunidad. En lo profesional no sé muy bien si ejercer la objeción de conciencia serviría de algo, ni tengo tan claro que no hacerlo sea malo ¿Es mejor negarles la posibilidad del turismo? ¿Soy yo, en cualquier caso, quien debe tomar esa decisión? Sin duda no.
Tampoco tengo tan claro que sea bueno, sin embargo. Probablemente el problema no soy yo. Tampoco lo es, sin duda, la asociación de mujeres de la isla que ven en el turismo una posibilidad para emanciparse. Probablemente el hecho de que todo eso me preocupe no cambia gran cosa ¿Cuál sería, entonces, la postura correcta?
Desayunamos tamales y ceviche, zumo de lulo, y seguimos haciendo fotos antes de embarcar. De camino al continente nos cruzamos con varios barcos que van, con gente como nosotros, hacia el lugar que acabamos de abandonar ¿Cuánto va durar todo esto? ¿En qué momento se va a torcer? ¿Saldrá Yolanda menos aburrida en sus fotos? ¿Cuándo llegará -porque llegará- una compañía europea que se haga con el control de la experiencia, la guionice, construya un resort adaptado al estándar que espera el cliente de turno, suba precios y precarice el mercado laboral de la bahía mientras una animadora recibe a todos esos holandeses y alemanes en el embarcadero colocándoles una guirnalda de flores tropicales al cuello y ofreciéndoles un mojito helado con una sonrisa vagamente helada? ¿Habrá un día en el que los turistas hagamos cola para colocarnos en el punto correcto frente a esa cartel tan colorido que da la bienvenida al pueblo y hacer la foto? Quizás, incluso, como vi en Brujas, pongan un rótulo indicando el lugar idóneo para la toma perfecta, para que puedas hacerla pero no te demores mucho.
Es complicado, sí.
¿Volvería? Mañana mismo.
Gracias por seguir ahí una semana más.
Qué maravilla de viaje, y muy bueno el texto. Me vi en una dicotomía parecida en Cuba (salvo que allí el turismo ya es una necesidad y lo que se espera de nosotros es que sigamos las flechas).
Me ha encantado. A veces creo que, o bien viajamos como exploradores del National Geographic, o es inevitable ser un turista más.