En el palacio
Intelectuales italianos y restaurantes mexicanos. Chiflos, trompetas y procesiones.
“Al mismo tiempo, fuera de Palacio, un país de cincuenta millones de habitantes está experimentando la mutación cultural más profunda de su historia”, escribía Paolo Pasolini en agosto de 1975.
En los textos que publicó en prensa aquel verano, poco meses antes de su asesinato y que recoge el libro Cartas Luteranas, el autor explicaba cuál era, según él, el problema de la prensa italiana de la época: se centraba en escribir sobre la política que ocurría “en El Palacio” (en las altas esferas, en el palacio presidencial, en el palacio de las cortes…) y se olvidaba de que, en realidad, la política es precisamente lo que ocurre de esos muros hacia fuera, que es la que hace que poco a poco, a veces a regañadientes, quien está dentro acabe por ir adaptando su discurso a una realidad que, a veces en silencio, tiende a ir por delante.
En el mundo cultural, como en el gastronómico -no sé si tiene sentido seguir haciendo esta distinción. Me gustaría pensar que no, pero…- ocurre lo mismo: nos empeñamos en hablar de lo consolidado, de lo que ya es visible, de la punta de la pirámide cuando, con frecuencia, las cosas están ocurriendo más allá y absolutamente al margen de ese palacio.
Es cierto que en ocasiones sigue haciendo falta que los dos mundos se encuentren, que uno legitime de alguna manera al otro de cara al gran público. Pero para eso es necesario que alguien haga que quienes están dentro del palacio vean lo que ocurre fuera.
El Chiflo y la trompeta
Alan Lomax fue un etnomusicólogo estadounidense que trabajó recogiendo músicas tradicionales en diferentes zonas del mundo a lo largo de buena parte del S.XX. Fue uno de los descubridores de Muddy Waters o de Woody Guthrie, entre otros, para un público masivo y es conocido por un libro que es un clásico: The Land Where the Blues Began.
Pero Lomax no se limitó ni al blues ni a Estados Unidos. En 1952 viajó por España. En uno de sus recorridos, acompañado por los antropólogos Xesús Ferro y Xaquín Lorenzo, visitó distintos pueblos de la provincia de Ourense. En uno de ellos, en Luintra, grabó a José María Rodríguez un paragüero local, que también era capador, tocando con su chiflo, esa pequeña flauta de pan que identificaba a los afiladores, paragüeros y otros oficios ambulantes, una versión de la Alborada de Vigo.
Unos años más tarde, Miles Davis, convertido ya en una de las figuras más importantes del jazz contemporáneo, preparaba un disco sobre España. Tras haber visitado algún tablao en su visita a Barcelona y haber conocido a algunos músicos flamencos en Nueva York, buscaba más referencias sobre la tradición musical en España cuando escuchó las grabaciones de Lomax.
La melodía del chiflo del paragüero de Luintra se convirtió en el arranque de The Pan Piper, uno de los cortes más reconocibles de Sketches of Spain, aquel disco de 1960 del que ya hablé aquí hace algo más de un año.
31 años más tarde, Davis acabó su concierto en el Festival de Montreaux, su última actuación en Europa, tocando The Pan Piper bajo la dirección de Quincy Jones.
Lo que ocurría fuera del palacio musical había acabado por impregnar a lo que ocurría dentro. El festival más influyente del jazz europeo cerraba la actuación de su músico estrella con la Alborada de Vigo del capador de Luintra, algo que no habría ocurrido si Miles Davis no hubiese mirado más allá de los muros del palacio, por seguir con la terminología de Pasolini; si Lomax no hubiese documentado lo que ocurría ahí fuera y se hubiera limitado, como la inmensa mayoría de la prensa de la época, a mirar solamente hacia dentro deslumbrados por el genio y la parafernalia de Davis hasta el punto de no ver, a veces, mucho más allá.
La ruptura entre alta y baja cultural venía siendo anunciada desde años antes. Umberto Eco escribió sobre el tema más o menos al mismo tiempo que Lomax paseaba por Ourense, hace 70 años. Y, sin embargo, cuando hablamos de crítica cultural en general y gastronómica en particular, el tiempo parece no haber pasado.
El chiflo de José Luis García, el paragüero de Luintra. Puedes verlo hasta el 11 de junio en la exposición Detrás do Espello de la Cidade da Cultura de Galicia, donde conocí esta historia.
Nos cuesta mirar hacia fuera. Mucho más aún nos cuesta plantearnos que quizás el palacio, tal como lo definía Pasolini hace casi medio siglo, no debería seguir existiendo, que el enfoque debería ser, cuando mira hacia fuera de sus muros y cuando mira hacia dentro, el mismo.
¿Eres creyente?
Me preguntaba alguien estos días tras subir unas fotos de alguna procesión a mis redes sociales.
No, no lo soy.
Sin embargo, soy consciente de que soy católico por bagaje cultural. Vivo en un barrio con nombre de santo en la tercera ciudad santa de la cristiandad, en el país de la Contrarreforma. Escribo esto en los festivos de la semana santa. Soy tan católico, seguramente, como Woody Allen es judío. Me crie en eso, me enseñaron a pensar de esa manera. Soy como soy, a veces por imitación, otras por rebelión, imagino, porque crecí en ese contexto.
Hay una cierta manera de entender el mundo, basada en la culpa y la redención, de la que trato de deshacerme, pero que está ahí, de fondo, como lo está un modo de ordenar las cosas en categorías, subcategorías y relaciones lógicas que tiene su raíz en la escolástica medieval.
Las procesiones no tienen que ver con mis creencias, pero sí con mi fondo de armario cultural. Tienen que ver con parte de mi entorno familiar más inmediato, con mi madre poniéndole velas al Cristo de la Corticela, a ver si con eso conseguía que aprobase la selectividad con buena nota; con mi educación, con los años de clases de religión y con el esfuerzo de verlas no sólo como una manifestación religiosa sino, sobre todo, cultural. En ese sentido, intento sacarlas de su palacio, del compartimento en el que son solamente una expresión religiosa, relacionarlas con su entorno, que es el mío, entenderlas como una manifestación de la cultural del lugar en el que vivo y en el que me formé; como parte de un todo que va mucho más allá de las creencias personales y que se relaciona con muchas otras cosas que tienen que ver conmigo.
Hablando de creencias y de dogmas: en los últimos meses he ido muy poco a restaurantes de esos que conocemos como gastronómicos en un ejercicio de prepotencia del que me niego a formar parte. Asumir que esos restaurantes son los gastronómicos implica asumir que otros, que los otros, que los demás, no lo son.
Eso supone excluir de la categoría gastronómica a más del 99% de un sector que podría existir sin su vértice, pero no sin su base. Y es algo a lo que me niego. Hablamos de no más de 300 restaurantes, de un sector compuesto por unos 140.000 negocios en España. Pongamos, aunque sea mucho poner y suponga toda una serie de prejuicios que no me gustan particularmente, que el 90% de esos restaurantes no sean interesantes en absoluto. Quedarían unos 13.700 sitios que nos empeñamos en ignorar.
¿He dejado de creer? No. Me gustan esos restaurantes para los que no encuentro un adjetivo que no implique una visión clasista del sector -gastronómicos, de gama alta, de alta gastronomía. El lenguaje importa- Me gustan mucho, cuando todo encaja, pero lo cierto es que he encontrado unas cuantas ocasiones en las que las cosas no terminaban de encajar, en las que el discurso estaba, pero el esqueleto de la experiencia fallaba.
Nada que no ocurra en el resto de los eslabones de la pirámide, es cierto. Tampoco querría caer en esa apología del restaurante de carretera que tango gusta. “En España paras a comer en cualquier sitio y comes bien”. Es falso. “En Galicia comes barato, abundante y buenísimo en cualquier restaurante”. Es falso. “Si hay camiones en el aparcamiento, entonces se come bien”. Falso: seguramente se come abundante y barato, probablemente mucha carne y muy poco equilibrado, pero eso no es una garantía de nada. Salvo, a veces, de una cierta acidez de estómago y de la promesa de una visita más o menos lejana al cardiólogo.
En cualquier caso, me he dado cuenta de que he prestado demasiada atención a una parte, a la más pequeña, del sector y de que he descuidado otra. Así que he decidido invertir las tornas: ir menos a determinado tipo de restaurante, seleccionando más, tratando de que, cuando vaya, la experiencia realmente lo merezca; de que cuando lo cuente no sea para reafirmar tópicos que no nos cuestionamos, para decir lo mismo de siempre sobre los mismos de siempre.
Y, mientras, ir más a los otros, rebuscando también, contextualizando. Entendiendo que, a veces, es más interesante un restaurante de 20€ por cubierto en un pueblo que no pilla de paso que algunos de esos sobre los que se escribe todas los meses, haya o no haya algo nuevo o interesante que decir.
Ir a esos sitios entendiendo que a veces el interés no está en el plato -o no solamente en el plato- sino en el contexto. En el lugar, en la clientela, en la historia, en la selección de recetas, en la relación calidad/precio, en su papel de cohesionadores sociales, en sus proveedores, en las tradiciones, en mantener vivo un plato, una modalidad de servicio, un barrio. En el estilo, aunque no sea premeditado. En todo eso que aquellos otros a los que generalmente prestamos atención han sabido contextualizar como “el relato” y aquí nos empeñamos en ignorar. Esas historias también tienen que ser contadas.
Ayer comimos en Beariz, un pueblo de unos 200 habitantes más o menos en el centro del triángulo formado por Santiago, Pontevedra y Ourense. Comimos en un restaurante mexicano. Y esa comida, económica e improbable en apariencia, contaba una historia de emigrantes y de retornados, de cocinas de ida y vuelta de la que se ha escrito muy poco y que habla mucho más de nosotros, de nuestra cultura, de formas de relacionarnos y de entender el mundo que restaurantes de los que no nos acordaremos dentro de 20 años, pero que hoy llenan los suplementos de fin de semana y las portadas de revistas sectoriales.
Ojo: no tengo nada que objetar a esos restaurantes. Cuando lo que hacen me parece interesante, los disfruto y los valoro tanto como cualquiera, quizás más que muchos. Pero se trata de redimensionar, de ajustar las cosas a su escala. De no dejarse llevar por los focos y las famas. Se trata de intentar derribar también los muros de ese palacio, aunque sea a cabezazos, aunque sea sabiendo que es una batalla perdida, otra más, porque cuando hablamos de ellos sin pensar antes por qué lo hacemos, si realmente vale la pena, si vamos a aportar algo nuevo, diferente, culturalmente relevante, hablamos poco de gastronomía, menos aún de cultura, y hablamos bastante más de comunicación y de intereses económicos.
La semana pasada estuve en A Tafona, de la cocinera Lucía Freitas, y lo disfruté mucho. En unas semanas estaré en otro restaurante, en el sur, al que tengo ganas de ir hace tiempo y con el que espero también ser feliz. Como lo fui ayer en El Mexicano de Beariz, aunque de otra manera. Como lo soy frente a la tortilla de longueiróns de la centenaria Casa Lestón (Sardiñeiro) y todo lo que implica en términos históricos; como lo fui en la Bodega San Rafael de Camas frente su papelón de morcilla de hígado o ante el cabrito del Bar Camacho de Anieves. Son cosas diferentes, pero si quitas el factor purpurina, en el fondo son la misma. Al menos si lo que te interesa es la gastronomía como realidad cultural.
Gracias por seguir ahí una semana más.
Algunos enlaces
El año pasado el arquitecto irlandés Niall McLaughlin ganaba el Stirling Price del Royal Institute of British Architects con esta nueva biblioteca para el Madeleine College de la Universidad de Cambridge.
Ladrillo y madera para integrarse en un conjunto arquitectónico histórico. Una preciosidad.
Lo que he leído
Estoy empezando No Soc un del Vostres, del periodista Marc Casanovas, un libro que habla sobre Àlex Montiel, uno de esos cocineros que decidieron voluntariamente salir del palacio, por seguir con la terminología de más arriba, y del que, para sorpresa de nadie, se habló muy poco a partir de entonces.
Si te interesa la gastronomía, pero no te dedicas a ella profesionalmente es posible que conozcas alguno de sus platos, aunque no sepas que es suyo. Estas cosas pasan cuando te mueves: dejas de salir en la foto.
Estoy muy a favor de cocineros y productores que se rebelan, que deciden ir por libre. Más aún cuando saben que eso aún suele implicar un peaje.
Vaya meses espectaculares de literatura gastronómica que llevamos. No recuerdo una tanda así en mucho tiempo. Qué bonito.
Lo que he visto
Cómo habrá sido la cosa, que de las últimas cinco películas que he visto El Mago de Oz me parece la más reseñable.
Respect tenía bastantes papeletas para interesarme. Y vaya telefilm que les salió, por mucho que me apene decirlo. No falta ni un tópico de los que buscan tocarte la fibra sensible sin currárselo mucho.
Manhattan Sur no ha envejecido bien. Nunca he tenido muy claro a Michael Cimino, más allá de El Cazador y de Thunderbolt and Lightfoot, que me parece una pequeña joya, y esta película no me ayuda a cambiar de idea.
Rare Exports se vendía como una innovadora película de terror finlandesa sobre Papá Noel. De todo eso quizás lo único cierto sea que es finlandesa. Aunque se ve, pese a todo.
El año más violento. Correcta, sin más. No sé cuántas películas más hacen falta contando, con pequeñas variaciones, la misma historia de superación y lucha contra los elementos frente a alguna mafia estadounidense. Particularmente si no eres Scorsese.
Lo que he escuchado
Tenía 12 años cuando se estrenó Rattle and Hum, la película sobre la gira estadounidense de U2. Y Angel of Harlem me abrió la cabeza a muchas cosas con ese directo en estudio que aparece en la grabación, con su sección de vientos sin ninguna apariencia de estrellas del rock, con la grabación en los Sun Studios de Memphis…
Alice in Chains fueron, de una manera injusta, los eternos segundones de la explosión del grunge. Fueron muy populares, sí, pero nunca al nivel de Pearl Jam o Nirvana, por mucho que en lo musical, seguramente, sí estuvieran a la altura. Su disco Facelift es uno de los que más he escuchado de aquella época.
Para 1998 el boom ya había pasado. Kurt Cobain había fallecido y la atención se había trasladado al Nu-Metal. Alice in Chains no pasaban su mejor momento. Y es entonces cuando Jerry Cantrell, el responsable del sonido característico de la banda, sacó un disco en el que estaba Cut You In, que suena un poco a Alice in Chains, un bastante a Nirvana y tiene ese tono oscuro característico, atractivo de una manera extraña.
Esos taquitos al pastor no tienen mala cara...
... hacen falta más carreteras secundarias.
Saludos.