En el fondo no han cambiado tantas cosas
Soy un gran admirador del trabajo en restaurantes. En todas sus gamas, desde la más básica hasta la punta de la pirámide, siempre que esté bien hecho y sea honesto. Que, sí, lo sé, está feo hablar de honestidad (o de su ausencia), porque ya se sabe que todo el mundo lo hace todo bien siempre, con el mejor de los ánimos y de las intenciones, pero la picaresca y los atajos van a seguir ahí aunque nos tapemos los ojos.
Soy tan admirador, de hecho, que yo empecé en este mundillo como ese fan pesado que no se perdía ninguna novedad a la que pudiera acceder, que estaba atento a los nuevos platos, que se leía cada nota de prensa, por vacía que estuviese, de cabo a rabo, que tenía que opinar sobre todo y que iba a toda cuanta charla, congreso o feria se le ponía a tiro. Se me ha pasado. Un poco.
Sigo admirando a mucha de la gente a la que admiraba entonces, sigo emocionándome como un chaval delante de algún plato y sigo pensando que todo lo que ocurre hoy en el sector, incluido algún que otro patinazo por exceso de entusiasmo, se lo debemos a nombres que van a pasar a la historia de la gastronomía.
Pero, al mismo tiempo, he levantado un poco el pie del acelerador. Lo que me gusta es la gastronomía, todo lo que sucede alrededor de la alimentación y la convierte en un hecho cultural relevante, es decir, los restaurantes interesantes, nuestra relación con ellos, la producción alimentaria, el papel de la restauración en el día a día, lo que se escribe, lo que se reflexiona sobre el tema. Lo que me gusta es eso, decía, y no sólo determinada gama de una parte de la realidad gastronómica, sin mirar nunca a los lados.
Así que me he quitado corsés. Me he soltado la faja mental y eso me ha apartado un poco del síndrome fan. No me he ido a una enmienda a la totalidad, ni mucho menos, pero sí a una cierta toma de distancia.
Admiro el trabajo de mucha gente que se ha esforzado y se esfuerza por reformular la cocina española (o cualquier otra), a tantas cocineras y cocineros que han llevado una cocina contemporánea a pueblos y comarcas en las que nunca antes había ocurrido algo parecido. Admiro a quienes reflexionan sobre la gastronomía y aportan novedades, se cuestionan las cosas, dudan, a veces se equivocan, pero siguen avanzando y haciendo que los demás avancemos.
Como manifestación cultural -y yo sigo defendiendo que lo es- la gastronomía, y con ella la cocina, o avanza o está muerta. Esa parte me sigue enganchando como el primer día. Pero quizás precisamente por eso me aburren -iba a decir “me hastían”. Por un momento me poseyó el espíritu de un escritor cursi de finales del XIX, queredme igual- los excesos, los egos y una muy buena parte del negocio que ha ido consolidándose alrededor.
No es que me irrite que haya negocio alrededor de la gastronomía, vamos a ver. Yo vivo de lo que vivo y sería idiota mantener esa postura. En la sociedad actual la cultura necesita del negocio a su alrededor para seguir viva, simplificando mucho y nos guste o no. Y da igual que hablemos de libros, de teatro, de cine, de pintura, de danza contemporánea, de diseño o de cocina.
Lo que me molesta no es eso. Lo que me molesta es la frivolidad, los contenidos vacíos que encontramos tantas veces. Lo que me molesta es la necesidad de estar siempre debajo del foco. El hacer tanto ruido para, muchas veces, no decir nada; basar el éxito del negocio en un permanente estar por el medio, en la novedad constante, en el titular permanente. Qué coñazo.
Creo que se me entenderá mejor con un ejemplo: Anna y yo trabajamos juntos, aunque en estancias separadas. De vez en cuando nos mandamos por whatsapp una foto de un plato sacado de las redes sociales de esa mañana. A veces, incluso, con su nombre y descripción. La pregunta que acompaña a la foto es ¿de quién es? o, incluso, para ponerlo más fácil ¿de qué zona? Y muchas veces nos equivocamos o no somos capaces, directamente, de contestar. Porque podría ser de un restaurante a 500 metros de casa o de otro a 500 kilómetros. O a veces a 5.000. Y eso devalúa a la gastronomía como realidad cultural, la va empobreciendo poco a poco. Aparte de ser un verdadero aburrimiento, a poco que salgas de vez en cuando a restaurantes.
Por eso, con frecuencia me fijo en otras áreas del sector, en la pequeña producción artesana, en los restaurantes centenarios, en las casas de comidas que mantienen vivas recetas que de no ser por ellas habrían desaparecido ya; en libros de ahora y antiguos, en recetarios, en bares de barrio, en restaurantes de los que aún no se habla tanto, en restaurantes de los que nunca se hablará tanto, en quien piensa la gastronomía desde un punto de vista crítico y aporta nuevos enfoques, en quien expone otras realidades gastronómicas que están ahí aunque nos empeñemos en no verlas. En quien me hace dudar, cuestionármelo todo, divertirme, seguir queriendo saber más de lo que está haciendo, entender que hay mucho -que puede haberlo, al menos- en una receta que lo que llega en el plato a la mesa.
Quedarme en lo otro, ahora que en Galicia hemos desempolvado los arados y los hemos vuelto a enganchar a vacas y a caballos porque no podemos pagar el gasoil de los tractores, me parecería tremendo. Sólo me quedaría, luego, pedir “que coman pasteles” cuando terminen con el arado. Y que después se vayan al restaurante de moda de turno, que si no se dan prisa se van a quedar sin reserva para este verano. Tremendo como el hecho de que no se hable más de esto dentro del sector y las dinámicas se mantengan como si la alta restauración fuera una nave alienígena que aterrizó aquí por casualidad.
Creo, también, que somos muchos pensando y escribiendo alrededor de la gastronomía como para tener que hablar siempre de lo mismo y de los mismos. Hay mucha más gastronomía ahí fuera. Por eso me gusta leer a Leah Pattem cuando habla de un bar en Moratalaz, a Pau Arenós cuando recomienda un menú del día, a Alberto Moyano cuando sube fotos de una bodega tradicional más, a Pepe Monforte cuando recomienda otro sitio más al que me apetece ir en Cádiz, a Alicia Kennedy cuando se pregunta sobre la moralidad de determinados prejuicios gastronómicos y basa sus argumentos en la teoría de las bases sociales del gusto de Bordieu.
Me interesa mucho más, de hecho, que hacer cola para conseguir mesa en el sitio de moda esta quincena del que quizás dentro de dos años nadie se acuerde. Porque eso, en muchos aspectos, me parece la antigastronomía. Si convertimos algo tan rico, tan complejo y tan diverso en una fruslería, en un artículo de lujo de usar y tirar, en una foto de Instagram para quien pueda permitirse el lujo de esperar, pagarlo y presumir de ello, estaremos matando un poco la gastronomía desde dentro.
Es algo que pienso cada vez con más frecuencia. Que me duele cuando, después de haber ido a un sitio del que he leído (quizás unas cuantas veces en el último mes) me sorprendo mirando el reloj antes de llegar al plato principal. Es algo que pasa y que, si se piensa con calma, es terrible por todo lo que implica.
Pero al mismo tiempo, voy a Noor y me vuela la cabeza; pruebo la propuesta de Xune Andrade en Monte, voy a La Huertona, vuelvo a Casa Marcial, hago unos cuantos kilómetros para probar lo que hace Alejandro Serrano en Miranda de Ebro, regreso a Lera, a La Botica de Matapozuelos, a Trivio, a Purosushi, a Landua, a Nito y a tantos otros y me doy cuenta de que, debajo de mis recelos, de mis dudas y de mis críticas, también esa parte de la gastronomía me sigue enganchando. No son ellos (o ellas). No son todas ellas (y ellos). Es la pose, el artificio, la mascletà infinita lo que me aburre, lo que nos empobrece y lo que consigue a veces sacarme de quicio.
Muchas gracias por seguir ahí una semana más. La próxima no habrá carta. Estaré unos días desconectado, visitando sitios de esos que son también gastronomía, aunque apenas se hable de ellos, leyendo y pasando tiempo con Anna, que al final son las cosas que importan.
Algunos enlaces
Un grupo de arqueólogos voluntarios holandeses (sí, eso existe en países donde no se persiguen las aportaciones de la sociedad civil como ocurre aquí) han descubierto un templo romano en el lugar en el que se bifurcan el Rhin y el Waal.
Lo interesante del hallazgo no es que sea el templo romano mejor conservado -hasta el punto de haber conservado no sólo los altares de sacrificios rituales sino, incluso, restos del último sacrificio ofrecido en ellos- de los Países Bajos, sino que es el primer templo que se encuentra en el limes, el límite del imperio. Se habían encontrado santuarios, más simples, con frecuencia al aire libre, pero nunca un templo completo con su estructura funeraria, sus esculturas y sus aras votivas.
El templo, además, ha aportado evidencias de cultos llevados hasta allí por legionarios que probablemente serían nativos de la Península Ibérica o del norte de África, algo que me parece precioso.
2022 y seguimos teniendo que replantearnos nuestras ideas incluso sobre temas tan trillados como el imperio romano. Y lo que nos queda.
Si te interesa el asunto, aquí puedes descargarte el informe del ministerio de cultura holandés, publicado hace dos días.
Lo que he leído
Estoy con Orientalismo, de Edward W. Said. Said fue uno de los grandes historiadores del conflicto entre oriente y occidente en el S.XX. El libro es denso, pero está cargado de reflexiones interesantes. No sé si lo recomendaría con carácter general, porque la traducción es bastante dura, con ausencia de párrafos durante páginas (quizás sea un rasgo de estilo del autor) y porque no es exactamente un libro de divulgación, pero para quien esté interesado en el tema creo que vale la pena.
Lo que he visto
Qué bonita es Intemperie y qué director estupendo es Benito Zambrano. Si no la habéis visto, estáis tardando. Cómo me gusta la forma que tiene este director de acercarse a cuestiones difíciles sin resultar obvio, de abordar la soledad, la pobreza o los conflictos de clase desde la elegancia y la delicadeza. Y que bien está Luis Tosar, también.
Lo que he escuchado
Leo que Thunder han sacado nuevo disco. Los descubrí en 1990, cuando actuaron en el festival de Donington, y me encantó que hubiera una reacción europea al tipo de rock que se estaba haciendo en Estados Unidos. Además, Luke Morley, el guitarrista, es zurdo, como yo, así que mi simpatía fue a más.
Ahora pasan de los 60, están gordos y calvos, pero siguen sonando bien. Si no te dicen que son los mismos te costaría creer que son esa gente con pelazo del video.
Esa actuación de Thunder me llevó a otras bandas de hard rock británicas del momento, a The Quireboys que, por cierto, tocaron debajo del piso en el que estuvimos en Edimburgo durante nuestra estancia, aunque ya sólo queda uno de la banda original. O a The Almighty, una banda escocesa que tuvo mucha menos suerte. Lo intentaron a comienzos de los 90 con una estética glam rock que empezaba a estar superada y no tuvieron mucho éxito. Volvieron en 1994 con un disco en el que se nota que el grunge lo había cambiado todo y que el album negro de Metallica había sido un éxito sin precedentes en el mundo del metal. Y tuvieron menos éxito aún, pero sonaban estupendamente.