1.
Hace unos años compartí unos días de viaje con un periodista británico especializado en viajes. Después de tres o cuatro días por el norte de España, hablando de las diferencias con otras zonas, de mi lugar de origen, del tópico sobre la cocina española y lo que estaba viendo cuando nos movíamos por Bilbao, Pamplona, Ezcaray o Logroño, recuerdo que me pregunto: si te tuvieras que definir ¿qué dirías que te sientes en primer término: gallego, español o europeo?
Fue extraño, porque tiendo a ser yo quien hace las preguntas y verme por una vez como objeto de la curiosidad de otro fue raro. Pero más curioso aún fue darme cuenta de que no tenía una respuesta monolítica. Y que en mi contestación llena de matices, de salvedades y de dudas la comida tenía mucho que ver.
“Gallego en primer lugar”. Es lo primero que me vino a la cabeza. Es lo afectivo, es el día a día, es lo cultural. Pero es también la cocina, por mucho que suene a tópico. Lo que me hace sentir que estoy en un lugar al que pertenezco, de alguna manera.
Pero justo a continuación comienzan las dudas, porque esa cocina de casa es, para mí, además de todos los tópicos imaginables -caldo, empanada, pescados con allada- la tortilla de patatas, las croquetas de mi madre, la menestra del día de San José de mi abuela, el arroz con leche, las patatas de la freiduría que había en Vigo al lado de mi primera escuela ¿Me definen esos platos como gallego en contraposición con otra realidad? ¿Me unen, al menos gastronómicamente a otras zonas con las que, de entrada, no tengo tanto que ver?
¿Es la gastronomía, la memoria gastronómica, un tópico que nos construimos para sentirnos cómodos cuando, en realidad, nos relaciona con un sitio concreto y con muchos otros a la vez, aunque nos resistamos a aceptarlo?
No lo sé. No tengo una respuesta. Recuerdo haber contestado que culturalmente me consideraba europeo, que es una idea que tal vez hoy matizaría bastante. Y recuerdo estar pensando en platos, en qué platos me hacen sentir en casa, lo cual es una simplificación tan válida como otra cualquiera.
Aquella pregunta y mi reacción me hicieron acordarme de las primeras dudas que tuve al respecto cuando empecé a leer sobre cocina y gastronomía en Galicia. Había muchas cosas allí con las que me identificaba, pero había otras muchas con las que no. La gastronomía gallega que se escribía, quizás buena parte de la que se sigue escribiendo, era una construcción en la que en parte no me sentía incluido, una estilización que escoge de la realidad y, de alguna manera, la reduce para que encaje en un molde preconcebido.
Soy de ciudad. De ciudad pequeña. Soy la cuarta generación, por algunas rama la quinta, de mi familia que no tiene relación directa con el ámbito rural. Y eso, en lo que leía, era ser menos gallego, de alguna manera.
En mis recuerdos no hay lareira, no hay matanza ni hay magosto. En mi memoria está aquella freiduría de Vigo, están las ensaladillas de las cafeterías compostelanas de los 70 -el Miami, el Pepe’s, el Royal. Está la plaza de abastos de Santiago, están las tartas de El Coral, la tapa de hígado encebollado del bar Sport, las hamburguesas del Rosa Street; el bocadillo en la mano, envuelto en papel de plata, en el Vitrasa hacia Samil. A ver si me pillas la cita culta.
Y todo eso se traduce en que, al final, soy bastante escéptico con eso de las identidades en general y las gastronómicas ¿Qué es sentirse de un sitio? Es, en mi opinión, lo que tú consideres que te hace sentirte de él. Y si eso son las arepas que tu abuela te preparaba en Vilatuxe, provincia de Pontevedra, pues adelante, que ya está bien de identidades unívocas. Y eso va también para ti, Jeremy, querido (ese era el nombre del periodista), que yo qué sé, sinceramente.
2.
Otra cosa de la que me he dado cuenta recientemente, y que no me gusta nada, es que yo, que soy un mago en criticar los miramientos de los demás, soy el primero que tiene sus prejuicios. También con las cosas que me dan de comer.
Esta semana publiqué en La Vanguardia el restaurante Mesón Octavio, en Ciudad Real. Y antes de hacerlo me pasé un buen montón de días pensando si publicarlo o no.
¿Por qué? El local es agradable, comimos muy bien, la gente es un encanto. Y sin embargo había algo. Un resquemor, porque el sitio hace cocina básicamente tradicional. Y, claro, a ver si esto no va a ser igual de interesante.
Sí, lo sé. Soy el primero que combate esa actitud a diario. Y aún así. El sitio es bueno. Lo que hace merece la visita. No haría falta mucho más. Pero hicieron falta muchas vueltas, muchos borradores. En parte, puede, porque pensaba que al medio no le iba a interesar. En parte, si me dejo de pretextos, porque esas dudas eran mías.
Y eso, tal vez, es lo que hace que los buenos restaurantes tradicionales vayan desapareciendo, que desaparezcan o que pueblen sus cartas de lo que a ellos les parece que es más moderno y más apetecible cuando, en realidad, lo que suele ser en muchos casos es un desastre. No, no hacía falta ese chorreón de sirope-de-lo-que-sea encima de las filloas. De verdad, tu carta no gana nada con ese trampantojo de tomate. Otro día hablamos de por qué en la cabeza de mucha gente cocina moderna equivale a chorreones de cosas y trampantojos como si no hubiera un mañana, que si no esto se va a hacer largo.
Es lógico que esas cosas ocurran, porque si sólo escribimos de un tipo de cocina ¿por qué motivo quien practica otra va a pensar que lo que hace también es importante?
Que uno crea en algo no quiere decir que el contexto no siga pesando. Y que no tenga que pelear contra él de vez en cuando.
3.
Hoy se hace pública la lista 50 Best de los mejores restaurantes del mundo. Creo. Si no es hoy es estos días. Lo sé porque mucha gente a la que sigo está en Londres, donde se celebra la gala y donde se suceden las cenas a cuatro manos y los encuentros entre cocineros y periodistas desde hace un par de días.
Y no es que no me interese, que conste. Me interesa y me alegra por los que forman parte del ranking, a algunos de los cuales conozco y tengo cariño, además. Pero recuerdo que hace años, 8 o 9 años tal vez, organizábamos la cena alrededor de esa gala. Conectábamos el PC a la televisión, nos preparábamos algo de picar y no nos movíamos hasta que había acabado.
Me acuerdo de una noche, en el piso de Negreira, con la gala en la televisión y siguiéndola en Twitter desde el sofá. Y hoy tengo dudas de si es esta noche o mañana. Sic transit gloriae mundi.
No es que no me interese, insisto. Creo que marca tendencias, creo que puede suponer un antes y un después para los restaurantes y, sin ninguna duda, me alegra mucho por quienes suban en esa clasificación. Pero ya lo leeré mañana, o esta noche, mientras veo alguna película, que como te asomes hoy (si es que es hoy) a Twitter no te libra nada de enterarte, de las celebraciones por las subidas (justas siempre, porque el jurado lo ha decidido así) y de las quejas por las bajadas, injustas siempre por lo que sea. A ver si nos ponemos de acuerdo.
No es el tipo de cosa sobre la que escribo habitualmente y no es el tipo de evento gastronómico que me provoca más interés. Y aún así, me encantaría estar hoy allí. Me encantaría y me daría una pereza enorme, al mismo tiempo. Las dichosas contradicciones.
Y 4.
Conozco a Rafa Tonon hace un tiempo. En persona no hace más de unos meses, pero llevamos un par de años escribiéndonos de vez en cuando. Es brasileño, periodista gastronómico y está viviendo en Oporto.
Acaba de sacar, junto al estudio de diseño Another Collective una revista. Una revista en papel, semestral y monográfica, sobre gastronomía: Farta.
El primer número está centrado en la francesinha, uno de los iconos gastronómicos portuenses, y, además de la revista y de lo cuidado de su diseño, puedes acompañarla con la compra de un plato y una jarra para francesinhas, diseñado específicamente para este número por otro estudio, BePolar; con un grabado numerado y firmado por la ilustradora Min y una fotografía, también seriada, de Pedro Lopes.
También en gastronomía, también en revistas en papel, hay muchas cosas interesantes por hacer. Y esta era una.
Gracias por seguir ahí una semana más.
Algunos links
Me gusta mucho la historia de Rafael Guastavino, el arquitecto de origen valenciano que acabó construyendo un buen montón de edificios en Nueva York a finales del S.XIX.
Aunque más que la historia, que no deja de tener su gracia, me gusta cómo Guastavino convirtió la volta catalana en un rasgo de estilo de la arquitectura neoyorquina del cambio de siglo.
Imagen tomada de Giulio Perossa
Guastavino construyo, entre muchas otras obras, la Grand Central Terminal, la catedral de St.John The Divine, parte del puente de Queensboro, el Carnegie Hall, el American Museum of Natural History, el City Hall o el Grand Hall de Ellis Island, en Nueva York; la biblioteca pública de Boston, el edificio de la Corte Suprema de Washington, el West Side Market de Cleveland, la biblioteca Wiedener de la Universidad de Harvard, la Union Station de Pittsburgh o el Piladelphia Museum of Art.
Y en todas ellas está esa solución tradicional de arquitectura de ladrillo que, por otro lado, encajó estupendamente con el estilo italianizante (o mediterraneizante, en este caso, que esa diferenciación no siempre ha estado muy clara ahí fuera) que en aquel momento estaba de moda en el país y que puede verse en tantas sedes de bancos, de estilo vagamente inspirado en los palacios renacentistas florentinos.
Lo que he leído
He vuelto a Borges, en este caso a su Biblioteca Personal, una selección de prólogos y de textos breves sobre libros de otros autores que siempre me parece interesante.
Probablemente Borges sea mi escritor favorito. Es, al menos, al que vuelvo con más frecuencia y seguramente el autor del que más he leído.
Soy consciente de sus contradicciones y de sus zonas de sombra. Pero quizás por eso me interesa aún más. Si alguien de quien puedo diferir tanto en algunas cosas es capaz de hacerme volver, creo que vale la pena seguir volviendo.
Lo que he visto
El Poder del Perro, de Jane Campion. Me pareció muy interesante. Tiene algo de Pozos de Ambición, un cierto tono y algunos parecidos entre personajes. Y ese no es un mal referente en absoluto.
Lo que he escuchado
Han vuelto Midnight Oil. Peter Garrett, su cantante, se dedicó a la política desde 2002 hasta 2016 y fue ministro de medio ambiente y de las artes de Australia, además de secretario parlamentario para la reconciliación.
Y después de eso volvió a la banda y a las giras, que es algo que en España suena bastante a ciencia ficción (lo de una estrella del pop ejerciendo como ministro y lo de su regreso a la vida fuera de la política al dejar el cargo), pero que es posible.
Pero lo mejor no es eso. Lo mejor es que han vuelto, más de 35 años después de sus grandes éxitos y, aunque siguen sonando a Midnight Oil, no suenan a Midnight Oil tratando de exprimir sus antiguos éxitos a lo Dúo Dinámico. Y eso es casi tan raro como un ministro dejando la política para volver a las giras con su banda.
Este es tan buen momento como otro cualquiera para confesar mi admiración por Harry Styles. Que un chaval de su edad y en su posición se declare admirador de Peter Gabriel y sea capaz de versionarlo (o de replicarlo casi nota por nota) se tiene ganado todo mi interés.
Al final, me interesa la gente que no solo produce éxitos y que parece disfrutar de la música, es tan sencillo como eso. Y que al tío le sienta bien lo que le pongan, que es algo que me tiene muy perplejo.
De mucho pensar. Yo no tenía aldea y a mi abuela no le gustaba cocinar: galleguidad en entredicho.
Agradece-se essa reflexom serena sobre a identidade gastonómica ao jeito Cunqueiriano. Igualmente a saudade das vellas cafeterias universitárias de Compostela.