Hace unos días asistí a una comida que preparó Ricard Camarena. Era una comida para un grupo no demasiado grande, en un restaurante alejado del suyo, en el medio de ninguna parte. Y la disfruté mucho.
La disfruté porque me interesa mucho el recorrido de Camarena, que ha creado un universo gastronómico propio, bastante al margen de tendencias, y porque aquí ofreció una versión casi vegetal del mismo, con muchas hierbas del entorno y en un ambiente alejado de toda esa tramoya que cada vez me interesa menos. Me interesó porque era la cocina de Camarena, pero no esa sobre la que es inevitable haber leído hasta la saciedad.
Hablando con él se le veía cómodo, a gusto. No daba la sensación, como ocurre a veces, de haber venido a cubrir la papeleta, saludar a la prensa y cobrar el cheque. Y eso es algo que se agradece dentro del descreimiento general.
No quiero decir con esto que la experiencia sea comparable a la de su restaurante, pero sí que me interesó asomarme a lo que al cocinero le pareció interesante traer y a cómo lo defendió. Como experiencia gastronómica, distinta a la del restaurante, pero igual de intrigante en algunos aspectos.
Esto se quedó ahí, dando vueltas en mi cabeza sin que me diese ni cuenta, hasta que hace un par de días leía en la newsletter de Albert Molins algo sobre la nueva generación de escritoras y escritores sobre gastronomía en España, a los que llama los jóvenes bárbaros y entre los que me incluye a pesar de por edad podría ser padre de alguna de ellas.
Me halaga, porque veo en algunas de esas autoras cosas que me gustaría encontrar en lo que escribo, en lo que cuento y en lo que me interesa, aunque no siempre ocurra; porque se lo cuestionan todo y, ante la duda, en muchos casos, ignoran lo que les han dicho que es importante y tiran por su propio camino.
No comen caviar ni presumen de ello porque no lo pueden pagar, ni les interesa, dice Molins. He gastado mucho más en la cuota de autónomos que en caviar, bromeaba yo con alguna de las citadas por Albert. Es verdad. Y lo es por dos motivos que definen, creo, a ese grupo. El primero de ellos es que ya está bien de caviar, no siempre excelente, porque sí, en cualquier lado. El caviar era otra cosa y, resumiendo, qué pereza tan enorme. El segundo es el ejercicio de su profesión, de esta profesión, sea la que sea y le pongamos la etiqueta que le pongamos, que esa es otra, en el periodo de entrecrisis. Benditas ellas, que son más jóvenes, y se saltaron la primera, la que nos pilló por sorpresa.
Yo, que tengo más años, pude ir a elBulli -Molins hace de la no-comparecencia allí otro rasgo característico- una experiencia irrepetible y que me dio material sobre el que pensar durante años, pero a cambio vamos ya por la segunda crisis, tres si contamos la guerra de Ucrania, que me trago enterita.
Ya sean una crisis, dos, tres o los periodos de rara calma que queda entre ellas y en los que algunos, por un momento, sueñan con que volveremos a 2005, que es una cosa que no va a pasar, las crisis tienen la capacidad de ponerte los pies en la tierra a la primera colleja, a poco que te pillen mal colocado, y eso ayuda mucho a ver las cosas de otra manera. Podemos discutir si es una manera mejor o peor, pero definitivamente es otra a la que, al menos en mi caso, le debo cada una de las arrugas y cada grado más de morado las ojeras que luzco. Ganaditos a pulso, sobresalto a sobresalto. Quizás la mía es la generación que se levanta como puede, cubierta de polvo, y sigue adelante, aún con la ceja partida y sabiendo que el siguiente golpe puede ser peor. Quizás sea eso lo que nos define. O tal vez no, ni en eso somos especiales y lo que nos diferencia es estar esperando la próxima crísis, que a estas alturas sabemos que, antes o después, vendrá.
Aquello de dar por seguro que vivirías mejor que tus padres, que tendrías una pensión asegurada, que si estudiabas más tendrías más papeletas para un futuro mejor no se lo cree ya nadie por debajo de los 40 y creo que eso, mucho más que Jared Leto como Dorian Gray puesto al día, las motomamis o el instagram de Billie Eilish, define a una generación (o a varias).
Son gente mucho más preparada, en general, que muchos de los que vinimos antes y que, sin embargo, tiene infinitamente más claro de lo que lo tuvimos nosotros que nosotros que va a tener que trabajar a destajo para llegar a pagar el alquiler y, con suerte, permitirse una semana de escapada en verano a algún lugar de la costa, no muy lejos. Y eso los que están en una situación de privilegio.
Gente que sabe dónde escribe hoy, pero que no sabe dónde estará escribiendo dentro de seis meses; que sabe que quizás dentro de unas semanas le cambien la tarifa por cada texto, o quizás le encarguen la mitad de piezas al mes. Gente acostumbrada a cobrar a 90 días, si nadie traspapela nada y que aún así lo borda, semana tras semana, todas las semanas. Lo borda desde ahí, desde esa carestía que saben que es, pese a todo, un raro lujo. Y eso, un poco, pellizca en las tripas, en ese sitio en el que están la rabia, la impotencia y, a veces, más por necesidad que por otra cosa, el conformismo.
¿Cómo no van a escribir distinto? ¿Cómo no van a ver algunas cosas como absolutamente ajenas? Cuando sabes que nunca serás el cliente tipo de según qué propuestas me temo que es inevitable un poco de cinismo, un algo de mala leche y, antes o después, una cierta desgana ante proclamas, decálogos, revoluciones y empeños por hacer historia.
Visiones alternativas
De ahí nacen otras visiones. De la constatación de que hay más vida ahí fuera, de que quizás tampoco son tu mundo, pero al menos no te cierra la puerta en las narices. De que, como dije alguna vez, hay mucha España ahí fuera, detrás del tópico, mucha Europa, mucha ciudad, sea la que sea. Mucha gastronomía que las ideas preconcebidas no siempre dejan ver.
Aunque esas visiones alternativas a veces nacen de otras cuestiones bastante más prosaicas, como el hecho de poder leer, escuchar o incluso opinar en inglés o en otros idiomas, que es algo que hasta ahora costaba dar por supuesto y que, qué quieres, es de esas cosas que amplían un poco el mundo a tu disposición.
Y yo ¿Dónde estoy, en todo esto? Un poco en el medio, como siempre. En el descansillo, no se sabe muy bien si subiendo o bajando. Un poco por haber sido demasiado joven como para formar parte de una generación, un poco por haber sido demasiado mayor como para haber formado parte de otra, un poco porque las ollas donde se cuecen algunos guisos están, al menos a 600 kilómetros y aquí no acaba de llegar el turno. Y aún así, no dejo de dar gracias cada día por hacer lo que hago, en los lugares en los que lo hago y desde donde lo hago.
Aunque, si lo pienso, sí que pertenezco a una generación, intermedia, a la que la crisis de 2008 le saltó los dientes de una bofetada. Gente entre 45 y 50 años que, en algunos casos, sigue enlazando contratos temporales en hospitales, a pesar de haber terminado carreras de medicina y posgrados brillantes hace dos décadas; que va de contrato interino a beca, de estancia en Estados Unidos a profesor invitado en Suecia y que, con 25 años de curriculum académico brillante a sus espaldas no sabe si el sistema universitario tendrá un hueco para ellos el año que viene o dentro de dos, cuando le toque volver, o tocará buscar otra beca y financiación para la siguiente investigación.
Pertenezco a esa generación que ha visto cómo las tarifas de colaboraciones en prensa se desplomaron a las primeras de cambio en 2008, cuando mileurista se usaba casi como un insulto (sí, también entonces éramos unos capullos) y no han vuelto a llegar a aquel nivel 14 años después, cuando mileurista es, para muchos, un sueño difícil de alcanzar, así que nos acostumbramos a apretar el culo y a dejar las tonterías a un lado, porque esta España (esta Galicia, esta Cataluña, esta Andalucía… que cada uno ponga aquí lo que corresponda) no es la que nos habían dicho que sería. Ni siquiera se parece. Y aún así damos las gracias y seguimos, un poco con el pie cambiado, como dando la palmada en el tiempo que no es al tratar seguir la canción, porque, con eso y con todo, hacemos lo que nos gusta y hemos tenido la fortuna, en muchos casos de poder elegir malvivir de esto. El lujo solía ser otra cosa, pero, mira, aquí estamos y con estas cartas nos toca jugar.
Tal vez por eso, aunque no somos de la misma generación, tendemos a empatizar con quienes llegaron después. Aunque sea, nada más, porque ellos ya traen aprendido de casa, en muchos casos, lo que nosotros aprendimos dándonos de cabeza contra la puerta cerrada. Y porque compartimos con ellos la vocación por hacer lo que nos gusta, aún sabiendo que la inmensa mayoría de nosotros nunca nos haremos ricos con ello. Que es duro, pero es lo que hay. Y si, aún sabiéndolo, lo haces y además lo haces bien yo, para qué lo voy a negar, me quito el sombrero las veces que haga falta y pago la siguiente ronda, que, pese a todo el drama, la pose y las piedras con las que volvemos a tropezar, estamos aquí para divertirnos.
Todas esas son cosas que, aplicadas a mi trabajo, me llevan a pensar qué escribo y por qué. Porque siempre quise vivir de ello y porque me pagan por hacerlo, que no es poco, me parece, y como resumen sería suficiente.
Pero hay bastante más. Lo hago porque disfruto haciéndolo, porque creo que se pueden contar las cosas de otra manera, añadir otros gestos, otras pistas, intercalar otros intereses.
¿Qué sentido tiene, entonces, que yo escriba sobre DiverXO, por ejemplo? Ninguno, en principio. Por eso no lo hago. Hay gente que lo conoce más, mejor, que está más cerca, que tiene más claro el contexto y que seguramente sabe mejor qué quiere leer quien quiere leer sobre DiverXo que yo.
Por eso escribo sobre productores que me interesan, sobre productos, sobre recetas que están en peligro de desaparecer, sobre realidades que me pillan más a mano y sobre las que no demasiada gente está escribiendo. Por eso me paso el día por las carreteras secundarias -con lo fácil que es tomar la A6- y, cuando escribo sobre restaurantes, trato de hablar de lugares menos conocidos, fuera de Madrid o de Barcelona casi siempre. Por eso, cuando escribo sobre sitios consagrados, de esos que todo el mundo conoce y sobre los que se publican docenas de textos cada año, lo hago desde la prudencia y tratando de huir de la ficha de restaurante para una guía. Lo hago porque son sitios que suponen algo para mí, en los que veo algo especial en relación con su contexto y con lo que está pasando alrededor.
Mañana publico sobre Casa Marcial, uno de esos lugares sobre los que, en principio, no tendría demasiado que añadir. Pero en este caso lo tengo, porque es una casa en la que he sido feliz, porque conozco a Nacho Manzano desde hace casi 15 años -de fuera del restaurante, de fuera de Asturias- y a Juan Luís, el sumiller, hace casi una década. Es gente a la que he visto evolucionar, con la que he hablado, a la que he ido reencontrando a lo largo del tiempo y que, después de todos estos años, significa para mí algo más que llegar, sentarme, comer una sucesión de platos y marcharme al hotel a escribir las 1400 palabras de la semana.
Casa Marcial tiene todo eso. Tiene, además, una situación geográfica concreta en una zona que conozco razonablemente bien, en la que sé qué está pasando en términos gastronómicos y que me interesa. Por eso escribo. Como me ocurre con Noor, con Aponiente, con Lera y con algunos más. Cuando me pase algo así con DiverXo escribiré sobre él. Mientras, no se pierde nada. Hay docenas, cientos de crónicas, críticas, fotos, videos, reels y textos de todo tipo que te permitirán recrearte en cada plato e, incluso, saber quién ha ido una vez este año, quién ha ido más veces, quién va desde hace más tiempo y si en su última visita estaba Cristina Pedroche por allí, que es algo a lo que también se le dedican páginas y que genera clicks, que al final eso es lo que corta el bacalao ¿Qué tengo yo que aportar ahí?
Todo se reduce, cuando escribo por placer, cuando lo hago por encargo y cuando lo hago a ver si lo vendo, a algo que me hace pensar en una frase de un tema de El Último de la Fila -Si lo que vas a decir no es más bello que el silencio, no lo vayas a decir- que estaba de moda cuando veraneaba en Boiro y nos pasábamos horas tirados en la playa, por la noche, pensando en el futuro brillante que íbamos a tener, quizás, algunos, como escritores. Benditos 16.
No siempre era así de intenso. Otra vez decidimos que era buena idea imitar aquel famoso poster de los Red Hot Chili Peppers y hacer la sesión fotográfica completa. Si alguien las conserva, me encantaría volver a verlas. Benditos 16, insisto.
Gracias por estar ahí una semana más.
Algunos enlaces
Sigo trabajando en el libro sobre empanadas. Va lento, pero seguro. Estos días tocaba leer sobre trigos autóctonos, que son una cosa que suena a antigua, arraigada, ancestral…
Pues siento ser yo quien pinche el globo -en realidad no lo siento y lo sabes- pero no es así necesariamente. De hecho, las dos variedades autóctonas de trigo que hay ahora mismo registradas en Galicia (hay otras tres en proceso de registro), la Callobre y la Caaveiro se desarrollaron en los laboratorios del Centro de Investigaciones Agrarias de Mabegondo en 2006 y 2015, respectivamente. Es interesante tenerlo en mente cuando se lee, por ejemplo, el pliego de condiciones de la nueva I.G.P. Pan Gallego, en la que se habla de tradición y demás.
Nacen en esas fechas como colofón de un trabajo de tipificación de variedades de trigos de ciclo corto, trigos tremesinos, localizadas en Galicia. Quizás serían esos los ancestrales, entonces. Tampoco, en principio. Acabo de dar con un texto de 1949 que explica cómo, para paliar las hambrunas de la posguerra, se buscaron variedades de trigo de ciclo más corto y, para eso, se trajeron trigos tremesinos (tremesino quiere decir que la parte visible de su ciclo vegetativo, desde que nace la planta hasta que la espiga está madura, dura, más o menos, tres meses) de Italia y Australia. Variedades que suenan tan ancestrales como Riete, Mentana, Quaderna o Nabawa y que luego, por hibridación, dieron lugar a nuevas variedades como la Ideal que, a su vez, se fue adaptando a climas más húmedos para dar lugar a muchas de esas variedades que hoy llamamos autóctonas y que se desarrollaron por mejora genética hace menos de 20 años. Es lo que tienen las palabras, que quieren decir lo que queremos que quieran decir y, sobre todo, lo que quien las usa quiere que digan.
Variedades autóctonas para un pan que sepa como los de toda la vida. Está bien.
Lo que he leído
El adversario, de Emmanuel Carrère. Tres días me ha durado. Qué difícil escribir así de sencillo, decir cosas dando la sensación de que apenas se está haciendo el esfuerzo para pensarlas. Escribir es eso.
Lo que he visto
Poco cine. Estos últimos días hemos pasado el Covid -todo bien. Ya superado y con síntomas no muy graves, incluso en los peores días- así que nos hemos quedado en cosas más breves. Nos hemos puesto al día con The Walking Dead, que es como un hábito adquirido, un poco, imagino, como quien fuma sabiendo que no le hace bien, pero continúa haciéndolo, aunque sea con menos frecuencia, al menos hasta que se termine la cajetilla. Si hubiese terminado hace cinco años, todos habríamos ganado, pero después de 11 años, para lo que queda, la termino.
En cuanto a cine, lo único que vimos esta semana fue Al Morir la Noche, una extraña película de terror británica de 1945 estructurada en capítulos y con un curioso humor negro. Muy recomendable.
Lo que he escuchado
Por un lado volví a Youthtanasia, ese disco extraño que Megadeth sacó con la intención de mantenerse a flote tras la explosión del grunge y que tiene unas cuantas cosas muy aprovechables.
Y acabé la semana con Only Lie Worth Telling, de Paul Westerberg, al que conocí como parte de la banda sonora de la película Singles, de Cameron Crowe, porque todos pertenecemos a una generación y esa es la mía.
Cosas que importan
Volvemos al uso particular de “tradicional” , que es un tema que me encanta, y que refleja nuestro cortoplacismo no ya para la gastronomía sino para todo. Me encanta conocer a través de ti y “las otras” escritoras una gastronomía más allá de los grandes escenarios de la hostelería. Gracias!
Como siempre, esperando la nueva crónica de "carreteras secundarias" y sin defraudar un ápice. Soplo de aire fresco.
No tengo el placer, pero espero que algún día podamos coincidir en algún kilómetro de las vías secundarias para hablar de lo humano y lo di-vino.