“Puedo admirar el plato de un cocinero con estrella Michelin, claro, e incluso aprender alguna técnica. Sin embargo, la inspiración nunca me llega del laburo de la gente consagrada. Ese sentimiento tan estimulador se manifiesta, para mí, en propuestas contraculturales originales” escribe Luján en su newsletter.
Y no sé si estoy completamente de acuerdo -nadie me pide, tampoco, que lo esté- pero hay algo ahí, un fondo, que comparto. Yo sí he encontrado inspiración, mucha, no necesariamente para cocinar, pero sí para escribir y para entender la gastronomía, en esos restaurantes, pero aún así tengo la sensación de que hay que hacer un esfuerzo activo para que no te ahoguen.
Creo que tiene que ver con la sobreexposición, con el exceso de información, con la omnipresencia. Ayer, por ejemplo, me enteré de que acaba de cerrar uno de los pocos restaurantes centenarios que quedaban en Galicia. Por el simple hecho de tener más de 100 años, si fuese un edificio o una pintura estaría catalogado de oficio y protegido. El restaurante, sin embargo, desaparece sin tener ninguna figura legal que lo apoye, aunque sea solamente de una manera simbólica. En Estados Unidos sería posiblemente Monumento Histórico, en Lisboa entraría dentro del programa Lojas com História. Aquí cierra, una página en la edición local del periódico y a otra historia. Nadia hablará nunca más de ellos.
Y así, ese patrimonio cultural -desaparece el restaurante y con él recetas que, hasta donde yo sé, ya nadie más cocina para el público y que a efectos prácticos acaban de extinguirse sin que nadie les dedicase ni una línea- desaparece, no sólo de una manera bastante discreta sino también, seguramente, también bastante amarga.
Al mismo tiempo, cualquier restaurante más o menos moderno, más o menos resultón, al que una guía le haya hecho algo de caso o cuyo cocinero haya trabajado antes en algunos de los restaurantes que están en la lista correcta, multiplica su presencia. Y no es uno: son cientos, muchos de los cuales no existirán dentro de tres o cuatro años, muchos de los cuales no van a aportar gran cosa al discurso culinario, muchos de los cuales dejarán deudas y perpetuarán un modelo que muchas veces no es sostenible, los que desbordan los medios de comunicación, los que proyectan una sombra demasiado espesa y los que consiguen que lleguemos a ese punto de saturación parecido a ir añadiendo cucharaditas de sal a un vaso de agua que al principio apenas cambian su sabor, luego están aunque no se ven y finalmente llegan a un punto crítico en el que ni siquiera eres capaz de disolverlas. No es el agua, no es la sal, no es el cambio de densidad, no es el hecho de que te guste el agua más o menos salada: es el exceso, el no saber parar a tiempo.
A veces es un plato de tomates locales. Acantina (Santiago)
Supongo que nos pasa a todos: te encanta la arquitectura, te haces arquitecto y, aunque te siga gustando, en algunos momentos llegas a aborrecerla, imagino. A mí me ocurre lo mismo: soy un enfermo de la gastronomía. Le dedico todo mi tiempo de trabajo y buena parte de mi tiempo libre -seguramente también de mi salud- y lo he hecho, además, durante más de dos tercios de mi vida adulta. Y, sin embargo, muchas veces me aburre, muchas más me sorprende por su falta de imaginación y otras, no demasiadas, por suerte, me asquea.
Y ahí estoy, pese a todo, escribiendo sobre ella, recibiendo libros nuevos cada pocos días, gastándome lo que tengo (y a veces lo que no) en restaurantes, en productos, en más libros que ya no es que no me quepan en casa, es que empiezan a no caber tampoco en el garaje de la casa de mis padres.
Tengo tendencia a enamorarme, lo he dicho ya alguna vez. De las personas, de las cosas, de los temas. Y con la misma rapidez me desenamoro, me siento despechado, pienso que aquello ya no es lo que era, que el objeto de mi fascinación -la persona, el libro, el tema, el autor- me ha traicionado, que ha perdido su encanto, que me aburre.
Siento, a veces, que hay un contrasentido ideológico en mi relación con la gastronomía; que es difícil defender según qué actitudes desde según qué puntos de vista. Y sin embargo lo hago.
Creo que en mi caso es una cuestión de edad. Me explico: soy especialista en bombardear mi trayectoria, en abandonar y cambiar de ámbito. Con 26 años publiqué mi primer libro sobre arte prehistórico; con 36 había decidido abandonar ese tema y no he vuelto hasta hoy. Con 25 estaba trabajando con patrimonio cultural, que es aquello para lo que me había formado; con 33 había abandonado el sector para siempre, ya que por mucho que yo entienda la gastronomía como un patrimonio cultural no parece que el entorno esté muy dispuesto a comprar ese discurso. Entré en la universidad pensando en ser medievalista y dedicarme a la investigación académica, cuatro años después pensaba en centrarme en arquitectura del renacimiento, dos años más tarde estaba con el arte prehistórico, al que me dediqué durante una década. Pasé luego dos años centrado en la arquitectura románica. En algún momento, entre medias, quise ser escritor de ficción.
A veces es un plato mexicano en el sitio menos pensado (El Mexicano de Beariz)
Hablando de gastronomía, he hecho televisión. Y hace unas semanas rechacé una oferta de volver, en algo bastante grande, además, porque ya no estoy ahí, porque no quiero el primer plano y porque creo que no debo ser yo la noticia; que no soy el personaje, que lo que importa, si es que algo importa, es lo que cuento, no yo. Con qué frecuencia olvidamos esto.
Tengo una personalidad voluble, según algún punto de vista, imagino; soy un indeciso, puede que un inestable. Es cierto. Me interesan las cosas a una escala pequeña que luego, cuando profundizas, encuentras que no siempre tiene un recorrido profesional, lo que me hace abandonar con frustración.
Empecé en esto de la gastronomía fascinado por los restaurantes de alta cocina. Mi primera entrevista, bastante torpe, fue a Quique Dacosta, al que le agradeceré siempre la paciencia y la complicidad. Toda mi atención fue, durante años, para El Bulli, para Martín Berasategui, para Heston Blumenthal, para los Arzak, Roca y demás.
En algún momento levanté esa alfombra y vi que debajo hay otras cosas, hay mucho más; vi que todo eso, los restaurantes, los cocineros estrellados, no se sostiene sin lo que hay debajo. Y me encontré, al mismo tiempo, con el silencio que se le dedica a casi todo eso.
A veces es un plato de calabacines (Millo, A Coruña)
Las cosas están cambiando, poco a poco, pero la atención sigue repartida de un modo muy desigual. Y a mí me sigue interesando fudamentalmente lo pequeño. Además de lo grande, pero es que, parafraseando a Les Luthiers, no quiero llegar y fundar Caracas, porque como al Adelantado Domingo Díaz de Carreras me puede pasar que funde Caracas… en pleno centro de Caracas, que ya estaba fundada (a partir de 12:40). Y como eso es algo que ocurre, como nos pasamos el día hablando de lo mismo para los mismos, en un bucle infinito, cada vez más vuelvo a lo pequeño, que de lo grande ya hay quien se encargue.
No es que no siga admirando a mucha de esa gente. A alguna de esa gente. No es que crea que no hay que escribir sobre ellos: hay que hacerlo cuando hay algo nuevo que contar, cuando hay un lugar del que se ha hablado poco. Es que además -reivindico la capacidad de interesarse por dos o más cosas al mismo tiempo, a veces opuestas entre sí, a veces en conflicto- hay todo un mundo ahí del que se habla poco y se escribe menos.
¿Cuántas recetas tradicionales hay en España, en Galicia, en Toledo, en los Pirineos…? No lo sabemos. Sabemos más, de hecho, sobre la estructura de los agujeros negros o de los átomos que sobre la cocina que nos rodea, esa cocina de las abuelas que manoseamos como un símbolo vacío con frecuencia. Y eso, si te paras a pensarlo, da bastante pena.
¿Cuántos platos tradicionales hay en tu ciudad? ¿diez, cien, mil…? No lo sabes. Probablemente no lo sabe nadie. Y de los que conoces, seguramente no sabes cuándo, dónde o por qué nacieron, si son únicos de la ciudad o se hacen en otro lugar. Probablemente tienes más claro cuántos restaurantes recomienda la guía o el ranking que sea en una provincia que quizás no hayas pisado nunca. A mí me ocurre. Y es algo que me hace pensar.
Hace seis años empecé a escribir un libro sobre empanadas gallegas, un tema bastante limitado. Después de este tiempo sigo encontrando cosas ¿Cuántas empanadas gallegas tradicionales conoces? ¿Diez, veinte, cincuenta? Tengo catalogados varios cientos y sé que no lo tengo todo en ese catálogo. Ninguna institución, ningún centro de investigación de la cultura local, ninguna guía, ninguna publicación lo ha hecho antes, en el país en el que se escribe sobre gastronomía más que nunca ,en el que se considera la gastronomía, eso dicen, como un sector cultural y como un motor económico.
Estos meses estoy trabajando sobre la recopilación del recetario tradicional de un territorio limitado. Apenas hay un centenar de libros publicados sobre el tema. Parecen muchos, pero hablo de un centenar de libros, muchos parciales, muchos abiertamente malos, en más de 150 años. En realidad son poquísimos. Tengo catalogados varios miles de platos en un lugar en el que rara vez se habla de más de un centenar. Yo sólo, sin ayuda pública, sin demasiados recursos. Y eso no me hace más especial, si acaso, como mucho, más terco. No hablo de mí. Hablo de ese vacío inmenso que debería pesarnos como una losa mientras escribimos sobre las terrazas más sexy para este verano o cualquier otro tema igualmente idiota, pero que evidentemente, no nos pesa.
Y a veces es un plato en un restaurante con dos estrellas (Culler de Pau)
¿Cómo se convive con esto, con la sobreinformación de un extremo y el ninguneo del otro? Hace 15 años habría renunciado, habría cambiado de sector una vez más y me habría enfadado con bastante gente en el proceso. Pero ahora lo que me apetece es… iba a decir pelear. No, no me apetece pelear, lo que tengo son ganas de tratar de conciliar opuestos, de buscar puntos de encuentro, de localizar esas rendijas, que siempre existen, por las que colarse; de insistir en que un guiso tradicional puede ser atractivo, puede ser un tema que tenga tirón, puede tener una historia detrás que ayude a explicar cosas; de volver una y otra vez sobre el hecho de que no siempre escribimos sólo sobre algo porque es lo que quiere el público y que, tal vez, el público quiere eso porque eso es lo que le damos, lo que le hemos dado y lo que le hemos dicho que tiene que querer.
Me apetece, más que nunca, conciliar lo grande y lo pequeño, disfrutar, como el otro día, gastando 17€ en una estupenda cantina mexicano en un pueblo de 900 habitantes en el medio de ninguna parte en las montañas gallegas y disfrutar, también, a continuación, de un restaurante con una, dos o las estrellas que sean. Me apetece volver a probar un plato centenario en el único lugar que lo sigue preparando y olvidarme de si el cocinero de moda en una ciudad a la que voy poco abre restaurante, lo cierra, cambia el menú o hace una hamburguesa para una cadena de comida basura. También podríamos plantearnos, ya que sale el tema, las decisiones éticas de los ídolos del gremio, que sin que llegue la sangre al río hay que decir que a veces dan cierto asco. Y me apetecería poder escribir eso, y no solo las Loas al Dim Sum de Spanish Toltilla -hablemos de apropiacionismo, también, un poco; que es posible hacerlo y que el plato esté muy bueno al mismo tiempo. Ya ves: las contradicciones- sin que llegase la sangre al río, cosa que, por el momento, parece que no va a llegar.
Me apetece contradecirme un poco, disfrutar del contrasentido. Me apetece, de hecho, una gastronomía un más libre, menos rígida, con menos tópicos tantas veces huecos. Del mismo modo que en ocasiones vamos al museo del Louvre y en ocasiones al museo de un pueblo de 400 habitantes y no sólo no pasa nada sino que una visita enriquece a la otra. Me apetece volver a la idea de que no hay una Gran Historia -que cansancio, las mayúsculas- sin los miles de historias pequeñas que la componen, a la idea de que es imposible entender una sin las otras y de que, cuando lo hacemos y nos empeñamos en contar sólo los grandes nombres y las historias épicas -y en omitir los fracasos, que es algo que también hacemos- vaciamos el conjunto y lo convertimos en un cascarón hueco.
Me apetece moverme ahí, entre esas dos aguas. Me apetece no conformarme, me apetece seguir entendiendo cada texto que no habla del restaurante-del-que-se-supone-que-hay-que-hablar como una victoria, como una medalla que, sí, de acuerdo, no valdrá de mucho, pero a mí me reconforta.
Es curioso, porque cuanto más me parece que estoy cansado, más me voy encontrando en un punto en el que me apetece hacer cosas, más cosas, sobre este tema. Pero de otra manera.
Gracias por seguir ahí incluso en pleno agosto.
Probablemente la semana que viene, aunque no toque, haga un texto para suscriptores de pago. Tengo ganas de explorar otro formato, aparte de los mapas, y se lo merecen, por aguantarme. Veremos.
Lo que he visto
Esta semana hablaré solamente de cine. Entre otras cosas porque el último libro de Carrère que estoy leyendo me tiene dudando, con lo que me gusta cómo escribe este hombre, sobre si escribir sobre él o no, y en caso afirmativo, qué escribir.
En pleno agotamiento veraniego, nos hemos centrado en los últimos días en películas de cinematografías a las que solemos asomarnos menos, si es que alguna vez nos hemos asomado. Y eso nos ha llevado, en casa, a una sucesión improbable de títulos que está resultando de lo más curiosa.
El Último Guerrero (Rustam Mosafir, 2018): tiene que haber una relación causa/efecto entre la situación política de Rusia y el auge de un cine épico, de héroes nacionales contra invasores y, sobre todo, un cierto tono grandilocuente. Entretenida hasta un punto en el que la cosa se les va de las manos y perdí el interés.
Y esto del discurso que se elije, del tono y de la épica enlaza con algunas de las cosas que comento más arriba y que ya he escrito otras veces respecto a que esas elecciones, en cine, pero también en arte o, como en el caso sobre el que escribía hoy, en gastronomía, dejan entrever muchas cosas y deberíamos pararnos más a analizarlos. Y a criticarlos, a veces, o a exponerlos. Por soñar, que no sea.
Samrat Prithviraj (Chandraprakash Dwivedi, 2022): Basada en la historia real del príncipe Prithviraj Chauhan y cuajada de batallas, colores, bailes y un tono que, de nuevo, creo que se relaciona con la situación actual de la India. Curiosa. No diré que fantástica, pero tiene un tono que visto desde aquí resulta un tanto naíf y que le da un cierto encanto.
Nairobi Half Life (David Tosh Gitonga, 2012): Nunca había visto nada de cine producido en Kenia y me sorprendió. Es dura y bonita a la vez. Nada que ver, ni de planteamiento ni de tono, con las dos anteriores. Me gustó mucho más.
La Llorona (Jayro Bustamante, 2019): Lo mismo: la primera película guatemalteca que veo. Me gustó. Se vende como una película de terror, pero no lo es. No al menos como uno se imagina. Dura, también, pero interesante. Eso sí, el sonido es pésimo.
Como siempre: tienes las listas de películas que voy viendo en mi Letterboxd. Y por eso de las contradicciones, ya tengo entradas para Alien Romulus. Ya contaré qué tal otro día.
Pues posiblemente tú mejor artículo. Ojalá tener tiempo y capacidad económica para saltar de “súper” restaurante, museo o concepto al “normal”, que se infravalora y no se disfruta lo suficiente si no has vivido cosas de lo”súper”. Una especie de arqueólogo pero de la vida al momento.
Jorge, qué alegría leer tu postura sobre el tema. Especialmente, la cuestión del cansancio por la sobre información constante, las listas con “los mejores x”. Conciliar será siempre la mejor opción 👏🏼
Pd: mi empanada gallega favorita es la de zamburiñas. La más rica la comí en Salvaterra do Miño, en la casa de mi prima. La fuimos a comprar a una panadería casera que no tenía local a la calle. No la olvidaré jamás 🖤