Esta semana escribo en Bonviveur sobre la memoria y la romantización que hacemos a través de ella. Hace un par de días hablaba en el congreso de comunicación gastronómica de The Foodie Studies sobre la relectura de los clásicos, sobre tratar de volver a ellos con otra mirada, sin toda esa carga que nos han transmitido sobre ellos, sin la reverencia. Hablaba de tratar de leerlos como si nos los encontrásemos por primera vez y sin saber quiénes son. Claudia González Crespo me preguntaba sobre a quién creo que habría que leer. Y eso me lleva al canon, que es también una forma de memoria y que opera de la misma manera selectiva.
El canon es un corsé, como lo son a veces las cosas que recordamos. Aquella casa en la que lo pasamos también unos días, un verano, cuando éramos pequeños, quizás no era tan buena, ni estaba tan bien situada. Quizás era objetivamente incómoda y tenía carencias que ahora, tal vez, nos molestarían. Pero era la nuestra, está relacionada con otras cosas que nos hicieron felices y eso la ha ido elevando a otra categoría. Ahora forma parte de nuestro canon personal. No es cualquier casa, es la casa de nuestros recuerdos. Y eso, que es bonito mientras está en nuestra cabeza, es un peligro si se lo transmitimos a otros, si tratamos de condicionar su visión de esa casa, de ese lugar o de lo que nos ocurrió allí.
Con el canon, con cualquier canon, ocurre lo mismo. Es algo que alguien -una persona, un grupo, una sociedad- seleccionó en un momento dado y desde unos prejuicios y una posición determinada que quizás encaje con la mía o, tal vez, 60, 100, 300 años después no encaje demasiado, en realidad, a poco que le demos una vuelta. Y por eso conviene cuestionarse esos clásicos inamovibles. O la necesidad de un canon, que por definición tiende a ser estático y a condicionar. Es complicado, porque a la hora de educar a alguien, a la hora de adentrarse en un tema, hacen falta algunos referentes, aunque solamente sea para orientarse al principio, pero de ahí a convertir el canon en algo incuestionable, con todo lo peligroso que eso implica, hay solamente un paso. Por eso hay que poner en duda, hay que rebatir y hay que cuestionar.
Cuestionar, sin la necesidad de cancelarlo todo, acercarse al canon con prudencia y con distancia; revisarlo y preguntarse por qué. Algunas cosas seguirán ahí después de ese proceso.
Ricardo Piglia ha trabajado mucho recientemente sobre el canon argentino, sobre qué es la argentinidad en literatura. Me parece un ejercicio muy interesante, entre otras cosas porque es un ejercicio que aquí no es frecuente. Borges -pocos nombres que sean más canon que el suyo se me ocurren-- hizo algo similar, con todas las limitaciones que impone el haberlo hecho hace prácticamente un siglo.
Borges será un nombre todo lo tópico que quieras y tendrá todas las luces y sombras que se nos ocurran, pero volver a su Biblioteca Personal, a su Discusión o a sus selecciones sobre literaturas germánicas o estadounidenses es asomarse a otro canon. Volviendo a la argentinidad, es descubrir a otra gente, antes de 1930, insisto, detrás del Martín Fierro, de Lugones y de los padres fundadore del invento, un canon alternativo que rescata a gente de los bordes.
De los márgenes, precisamente, le hablaba a Claudia cuando me preguntó. De la necesidad que tenemos, cuando hablamos de literatura gastronómica en España, de ir más allá de los Luján, Camba, Cunqueiro. Perucho y Pla y buscar entre los que fueron excluidos por cuestiones de posicionamiento ideológico, de relaciones centro/periferia, por ser mujeres, por escribir en otras lenguas y que son también parte de nuestra historia gastronómica, aunque a veces ni aparezcan en los manuales en los que, con frecuencia, se repiten ideas sin pararse a pensar de dónde vienen.
En los márgenes hay mucha gente que tal vez esté ahí con razón, pero hay muchas otras que acabaron allí por motivos que tienen poco que ver con su interés o su calidad. Ahí, con frecuencia, se encuentran cosas. A veces de un interés secundario, pero qué manía con que todo tiene que ser siempre lo máximo. A veces lo que necesitamos es cargarnos a nuestros ídolos.
La gran historia, otro concepto al que está bien darle una vuelta de vez en cuando, no existe sin las pequeñas historias que le dan forma. La primera línea, sin ese segundo nivel que la complementa y la enriquece, no existe. Una obra maestra, aislada en el espacio, sin influir a nadie, no es nada.
Podíamos ir dejando de una vez esa visión decimonónica del mundo formada por grandes nombres, grandes hechos y fechas fundamentales y empezar a pensar que la historia, cualquier historia, la hacen millones de personas, millones de pequeñas historias, millones de acontecimientos de escala local. Por supuesto que hay líderes, nombres importantes porque en un momento tuvieron un papel destacado; claro que hay obras que tienen mayor influencia que otras. Pero esa es solamente una capa. Y aquí vuelvo a ese efecto milhojas que tanto me gusta: debajo de esa capa hay otras que la sujetan. Sin ellas, esa capa de arriba no existe. Pero si hacemos que esa lámina superior, más visible, sea demasiado densa o demasiado pesada, no nos deja ver lo demás. Y con frecuencia es ahí debajo donde hay ideas, libros, personas que le dan sentido al conjunto.
El otro día escuché a alguien, en una charla pública sobre gastronomía, decir que Emilia Pardo Bazán sólo había escrito recetas. Eso nos han dicho, eso hemos asumido. Y, evidentemente, algunos no lo han cuestionado. Debajo de las recetas de Pardo Bazán hay un posicionamiento ideológico, hay una reivindicación (ya es casualidad que esas “sólo recetas” se publicaran en la Biblioteca de la Mujer, en aquel momento) hay un conocimiento de las teorías filosóficas del momento, hay un posicionamiento social. Pero nos han dicho que hay solamente recetas. Y ahí seguimos, como borregos, un siglo y pico después.
Aún así vuelvo con frecuencia a Borges, como vuelvo a Moby Dick. Cuestionar el canon no es, necesariamente, negarlo en su totalidad. Con Melville me pasa algo interesante: el libro se pasa meses en mi mesilla de noche, lo recupero dos o tres veces al año, se va a la estantería, regresa. A veces son unas páginas, a veces un capítulo.
Está conmigo desde que vi la película de Huston, la de 1956, siendo un chaval. Luego, en uno de mis primeros viajes a Lisboa, encontré un librero anticuario, creo que de Azores, que tenía una vitrina llena de ediciones antiguas y objetos de balleneros (en la foto de arriba). Si no conoces las librerías anticuarias de Lisboa te estás perdiendo una cosa muy seria.
Livraria O Manuscrito Histórico (Lisboa)
Y desde entonces está ahí, en distintas ediciones de bolsillo, ilustradas, comentadas. Porque el canon se discute, pero a veces no; porque en estas cosas nunca hay absolutos. Y porque lo que pido no es hacer una pira de libros y prenderle fuego sino pensar por qué algo tiene la consideración que tiene y si esa consideración sigue funcionando hoy en día.
Muchas gracias por seguir ahí una semana más.
Algunos enlaces
Me interesa mucho el debate que propone este texto de Daniel Lara en Info Libre: que pague más quien más viaja, es decir, quien más contamina. Que me va a afectar, si al final se avanza en esa dirección, sí. Que es justo que me pille, también. Y que esto no va de mí ni de los cuatro privilegiados que cogemos muchos aviones, ojalá lo entendamos pronto.
Volviendo al tema del canon, sobre el que también creo que es importante pensar, cuatro enfoques diferentes:
Gonzalo Navajas en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.
Andreu Jaume en Letras Libres.
Ignacio Echavarría en CTXT.
Mabel Morana en el Congreso Internacional de Literatura Hispanoamericana de 2010.
Lo que he visto
Sisters Brothers. Me interesa mucho la revisión de géneros que se está haciendo en los últimos años, particularmente de las películas del oeste. Un punto de comedia, un punto de desmitificación y algo de tópicos del género. Vale la pena.
Lo que he escuchado
Me gusta el Death Metal. Relativamente. Me interesa porque, en momentos de cierto estrés, me ayuda a centrarme; me interesa porque viene de una época en la que seguramente era mucho más abierto musicalmente de lo que soy hoy.
Y me interesa porque sigue siendo una de las últimas fronteras del clasismo cultural. Hemos aceptado lo pop, hemos aceptado lo trash, hemos aceptado el cine de terror. Puedes decir en una charla culta que te interesa el comic, que te gusta la filmografía íntegra de Dario Argento o que disfrutas con la serie original de televisión de Batman. Y hasta ahí todo bien. La postmodernidad, la ironía y todo eso.
Ahora bien, como te guste algún género de metal lo llevas claro. Te van a torcer el morro, porque esto, ahí seguimos, es de barrio. Y los barrios ya se sabe. Aceptamos a Los Amaya, a Los Chunguitos o a Los Chichos porque han pasado el filtro Rosalía y ya podemos asumirlos desde detrás de nuestras gafas de pasta y nuestro bigotito bien recortado. Pero aquello de los parches en las chaquetas de cuero, los pantalones a punto de cortarte la circulación sanguínea y la música sobre temas que en el cine de terror damos por buenos, no. No deja de ser petardeo, pero no es el petardeo bueno, por lo que se ve. El petardeo, cuando es de periferia, gusta menos, que modernos sí, pero con clase.
Así que termino con Obituary, una banda que escuché mucho en los primeros 90, cuando te preguntaban si te drogabas por llevar cosas así en el walkman. Y ya otro día hablamos de cómo nació este género, de cómo fue una herramienta de pertenencia esencial durante el Thatcherismo, de cómo tiene un algo de conciencia de clase (ese concepto que tampoco es que encante) y de cómo sigue siendo el foco de las iras del puritanismo más rancio y de los modernos que, al final, tampoco están tan lejos de ese tufillo a cerrado con todo lo que no lleve su sello de aprobación.
¿No te gusta? Fantástico, pero no me vengas con historias.
Me gusta el cine con años.
Sería o no su mejor papel, pero me encantó ese Ahab. El sonido de su no-pierna... Clavar la moneda en el mastil para el primero que avistara aquella maldita ballena blanca.
¿Eras más abierto a otras músicas o se ha estrechado la posibilidad (alfadiversidad/betadiversidad, que son conzetos a los que apelo cada 2x3)? Cuando éramos jóvenes, delgados e inmortales, en cualquier radiofórmula (ehem, Los 40) te caían Obus, Raphael, Mecano, Depeche y Alaska en 15 minutos.
Y, ya desde una perspectiva más centrada en lo gastronómico, la de Paz Moreno en De la página al plato.