Me doy cuenta de que hace un tiempo que soy bastante crítico en público con determinado modelo de restaurante, con la burbuja que se construye a su alrededor y con el circo que nos empeñamos en formar en torno a esa burbuja.
Me doy cuenta, también, de que puedo transmitir una sensación beligerante contra esos restaurantes, pero también contra la alta cocina en general; una sensación que no es cierta. Así que creo que vale la pena explicarse.
A Tafona (Santiago)
Me interesa la cocina, como cualquier rama de la gastronomía, siempre que tenga algo de fondo, que sea algo más que comer rico o que algo relacionado con tendencias más o menos efímeras. Me interesa la cocina casera, la de casa de comidas, el menú del día, el pincho de barra de bar y también, claro, la alta cocina.
En cierto aspecto diría que me interesa aún más la alta cocina por lo que tiene de innovador y de creativo. Cuando lo tiene. Ahí está la clave porque cuando no lo tiene, o yo no lo encuentro, pierdo totalmente el interés.
Habrá quien me diga, y no le faltará cierta razón, que la alta cocina tal como la conocemos hoy ha ido convirtiéndose en un lujo, en un artículo exclusivo al alcance de cada vez menos gente y que, visto así, qué es lo interesante en todo eso, por qué le dedicamos tanto tiempo. Le contestaría, si se diera el caso, que tiene una buena parte de razón, antes de nada, especialmente en lo del tiempo, pero que el problema no está en el formato sino en lo que se hace con él, en la manía que tenemos en convertirlo todo en un símbolo de estatus.
Le contestaría, también, que si le interesa ese tema, es interesante leer Por un Arte Revolucionario e Independiente, escrito por André Breton, Diego Rivera y Leon Trotsky en 1938. Esto, lo de citar a Trotsky para hablar de alta cocina, no lo viste venir, estoy seguro. Yo tampoco, pero aquí estamos.
Ahí tienes a Trotsky, Ribera y Bretón, hace 85 años, defendiendo -iba a decir que estaban rompiéndose la cabeza, pero estando Trotsky por el medio, seguramente es mejor elegir otra forma de expresarlo- que el problema no es el arte o la cultura sino lo que se hace o lo que se deja de hacer con él.
A lo que iba: cuando convertimos el restaurante de alta cocina en un simple objeto de consumo pierde todo su interés y todo su potencial. Para mí, al menos. Como cuando nos centramos en novedades, interiorismos y rankings al hablar de este modelo de restauración.
Els Casals (Sagàs)
Aún así, incluso por debajo de todo eso hay, tiene que haber, algo más. Y ese algo más es lo que mantiene viva una gastronomía, porque una gastronomía que solamente es tradicional es, en realidad, una momia que ha dejado de crecer, que ha dejado de tener futuro y que es solamente pasado. Y una alta cocina con sentido es, en realidad, que una prolongación de la tradición hacia el futuro. Con más medios, más técnica y con otras connotaciones, pero si lo piensas bien no es otra cosa.
La cocina que consideras tradicional no es la misma que consideraba tradicional tu abuela. Y no es, seguramente, la misma que tiene en mente mi hija. Ha ido creciendo, ha ido incorporando cosas, algunas de ellas llegadas de ese mundo llamado alta cocina al que mira actualmente con tanto recelo. El hojaldre, por ejemplo. La bechamel. El fondo oscuro. El caldo corto. La pimienta.
Así que negar el interés de la alta cocina sería poner barreras donde nunca las hubo. Como no las hubo nunca entre música tradicional y eso que llamamos música culta, como si la otra no lo fuera -qué tufillo a cerrado tienen expresiones como esa- o entre literatura y tradición oral. Una es una rama de la otra, no se entiende sin la otra y ambas deberían retroalimentarse.
Noor (Córdoba)
Ahora bien.
Hago pausa aquí porque esto es importante.
Ahora bien, eso no quiere decir que todo valga. Y de ahí que a veces me ponga peleón.
Porque, en realidad, no todo lo que etiquetamos como alta cocina es alta cocina. Y aquí, quizás, hay que hacerse la pregunta del millón ¿Qué es alta cocina?
Es la cocina de la excepcionalidad, desde mi punto de vista, la que se sale de lo cotidiano. Y, precisamente por eso, es algo líquido: no es igual en el París de 1920 que el el Vallecas de 2024, en la Galicia de 1950 o en la Barcelona de 1993. Cambia con la sociedad, con los gustos, con el acceso a la información, con el mercado, con la experiencia y con el poder adquisitivo.
Una trufa, por ejemplo, ha dejado de ser, en muchos casos, un icono de la alta cocina. Porque no implicaba lo mismo cuando era un producto de estricta temporada que solamente era silvestre que ahora que se cultivan extensiones inmensas, que han entrado en el mercado otras variedades, que se venden con frecuencia verdes haciendo que pierdan buena parte de su valor, que se consiguen congeladas todo el año o que, cuando aquí acaba la temporada, se pueden traer de Australia. Nuestra percepción de las cosas cambia. La de los iconos también. Miguel Bosé en 1984 y Miguel Bosé ahora son dos iconos culturales con connotaciones muy diferentes. Las cosas cambian.
Casas Colgadas (Cuenca)
Cambia la disponibilidad de los productos, por lo que materias primas que antes eran símbolos de la alta cocina ya no tienen ese estatus y otras que eran cotidianas ya no lo son en absoluto ¿Cuánto costaba un berberecho de las rías gallegas hace 25 años, cuánto cuesta hoy y cuánto va a costar, me temo, dentro de 10 años? Probablemente es ya, aunque nuestro sistema de valores y de connotaciones todavía no lo haya asumido, bastante más excepcional y, por lo tanto, más cercano a la alta cocina que una ostra.
O el pulpo.
Hablemos del pulpo, que algún día nos va a tocar abrir ese melón. Ya no hay mucho y en el futuro no va a haber más. Galicia produce una parte ridícula del pulpo que consume o que vende, algunos de los bancos africanos de los que viene todo ese pulpo que ya no tenemos aquí empiezan a mostrar evidencias de fatiga y, lo que es más, nuestra explotación intensiva del recurso está creando dinámicas bastante poco bonitas para los pescadores locales. Y, mientras, ensayamos sistemas de cría en cautividad que plantean unas cuantas cuestiones éticas ¿Queremos tejer nuestra gastronomía con esos mimbres? ¿Qué es el pulpo hoy, entonces? ¿Una necesidad, un capricho con connotaciones a veces siniestras, un resabio de otra época, un mal menor, una opción?
Por disponibilidad el pulpo sería hoy, quizás, un producto vinculable a la alta cocina, lo cual hace más urgente enfrentarse a la pregunta anterior. Lo digo desde cierto conflicto, desde el punto de vista de alguien que disfruta verdaderamente de un plato de pulpo. Pero hay todo un mundo más allá de que yo disfrute de algo. Tal vez convenga bajar una marcha antes de que la realidad nos pare de golpe.
La Botica de Matapozuelos (Matapozuelos)
Y quizás la alta cocina debería reflexionar sobre estas cuestiones también. Debería, imagino, pensar en qué pasa con anguilas y angulas, por poner otro ejemplo. Con foie, con caviar, con anchoas… Tal vez deberíamos darle una vuelta a todo esto, a qué sentido tiene que sean símbolo de una alta cocina que, de ese modo, se carga de connotaciones que no tengo muy claro que beneficien a nadie. Hablar de la sostenibilidad de un restaurante no es sólo hablar de huertos urbanos o de productos de proximidad. Porque el pulpo, como la anchoa, a veces, también es un producto de proximidad. Hablemos de esto.
Precisamente por disponibilidad toda una serie de símbolos, de gestos que fueron representativos de una alta cocina, de una cierta innovación, han dejado ya de serlo también y han ido perdiendo lustre con el uso: espumas, bajas temperaturas, maduraciones extremas, nitrógeno líquido, una fusión no siempre bien entendida que, además, quizás en su momento tuvo sentido y ahora habría que repensar.
¿Qué es la alta cocina, entonces? Es difícil de definir, pero no está necesariamente en la estrella Michelin (o el en Sol Repsol) de tu ciudad o de tu provincia. Ese puede ser un sitio muy agradable, con cosas interesantes y al que la estrella, el sol o el identificativo que sea le da una visibilidad que es estupenda, pero es probable que lo que haga no sea alta cocina. No, al menos, como yo la entiendo.
Porque muy posiblemente no está haciendo vanguardia sino que seguramente esté aplicando técnicas y tendencias surgidos en otro lado. Y no está haciendo vanguardia porque es imposible que 200, 400 o 600 restaurantes lo estén haciendo al mismo tiempo. Pueden ser estupendos restaurantes, eso seguro, pero la vanguardia, la creatividad y con ellas la alta cocina son otra cosa. La vanguardia es, de hecho, lo que va por delante. Y si todos van por delante, nadie va por delante. Es tan sencillo como eso.
Alta cocina, para entendernos, no es hacer la croqueta más fluida que nadie, la tarta de queso que más se derrama (eso, si me apuras, es hacer una tarta con fallos técnicos, pero esa es otra historia y queda para otro día) o rallar bien de trufa encima de lo que sea. Eso es una carrera hacia el absurdo que no sé muy bien a qué lleva. Bueno, sí, lleva a que haya una parte importante del público que cree que la alta cocina debe ser, en realidad, una competición permanente, un más difícil todavía, una exhibición constante, un sacar pecho que pone la atención en la forma y no en el fondo.
Bagá (Jaén)
La alta cocina es algo mucho más sencillo. Y por eso es algo mucho más complicado: es conseguir hacer algo nuevo con los elementos de siempre; es dar un sentido diferente a productos, técnicas y elaboraciones que en muchos casos están cargados de otros significados. Desde ese punto de vista es como escribir poesía. Es usar palabras que conocemos para crear una cadencia, una atmósfera, una manera nueva, diferente y propia de comunicar algo que gana, así, un nuevo sentido ¿Hace eso el restaurante de tu barrio/pueblo/ciudad/provincia?
Cuando se consigue algo así no sólo es más agradable que cualquier restaurante que esté bien. Es mucho más. Es, para mí, un hecho cultural relevante, la garantía de que un sector está vivo y tiene sentido. Y por eso vale la pena probarlo y contarlo.
Es lo que ocurre, desde mi punto de vista, en restaurantes como Noor, como Lera, como Casa Belarmino, como La Botica de Matapozuelos, como Els Casals, como Tohqa, como Casas Colgadas; es lo que pasa con el trabajo que Lucía Freitas está haciendo con Amas da Terra, como con el que João Rodrigues lleva a cabo en en su Projecto Matéria. Es aportar algo relevante más allá de que una comida o una cena sean razonablementee satisfactorios, que es algo, por otro lado, que deberíamos dar por supuesto. Es usar la cocina para llegar más lejos y convertir al restaurante en algo más interesante y mucho más profundo.
Por eso suelo ser crítico en este tema, porque creo que tendemos a confundir, a mezclar, a entender que determinados signos equivalen a que el restaurante o el proyecto tenga el mismo interés que otros con los que comparte esos rasgos, aunque quizás no muchos más.
Tohqa (El Puerto de Santa María)
Por eso me quejo. Porque es un mundo que me interesa, que me toca de cerca y con el que, como con todo lo que me importa, soy menos transigente. Porque uno quiere que lo que le es cercano sea mejor, y por eso le exige un poco más. Porque lo que me es ajeno me importa menos. Porque no quiero que aquello que me gusta, que significa algo para mí, se acomode; porque los halagos gratuitos son una desgracia.
Creo que hay una alta cocina interesante que está, además, ensayando vías para lo que va a ser el futuro de la gastronomía. Pero creo también que es escasa y que con frecuencia queda oculta en el medio de un ruido que no le hace ningún favor. Creo, también, que no siempre se da cuenta de esto último.
Creo, por otro lado, que la alta cocina ha estado tradicionalmente relacionada con una mirada excluyente. Nada nuevo: es la misma mirada que ha tenido tradicionalmente la música culta, por usar un término que no me gusta, insisto, sobre la tradicional o la arquitectura académica hacia la popular. No es una idea ni nueva ni original. Hace más de 60 años que Umberto Eco, que en esto, como en tantas cosas, se adelantó unas cuantas décadas, señalaba esas barreras artificiales que son, en realidad, el verdadero problema.
Así que creo que hay que ir a restaurantes. De todo tipo, en la medida de las posibilidades que cada uno tenga, por supuesto, que sé que los restaurantes son caros, muchas veces un lujo, y soy perfectamente consciente de que no todo el mundo puede o quiere y de que a veces hay una huida hacia adelante en cuestión de precios que no sólo deja a mucha gente fuera (gente a la que, ya pasó con la crisis económica de 2008, se vuelve con el rabo entre las piernas cuando las cosas vienen mal dadas. Democratizar la cocina ¿te acuerdas qué tontos éramos, que nos lo creímos?) sino que es, en mi opinión, uno de los grandes lastres de la cocina contemporánea.
Por su puesto que puedes cobrar lo que quieras en tu negocio. El mercado va así, y si puedes conseguir que alguien pague 300 en lugar de 100 por lo que le vendes, estás legitimado para hacerlo, claro. Supongo que en eso estamos todos de acuerdo y no soy yo, desde luego, quien va a venir a discutirlo aquí. Pero la decisión que tomes tiene implicaciones, en cuanto a las connotaciones de tu restaurante, pero también en lo referente a la imagen que poco a poco se va construyendo del conjunto del sector.
Una cosa es que se pueda; otra, en mi opinión, es que se deba siempre, en todos los casos y sin pararse en otras consideraciones. Vuelvo al ejemplo tonto de siempre: una cosa es que legal y moralmente puedas darte un martillazo bien fuerte en el dedo gordo del pie. Otra, quizás, es que sea una buena idea. A veces conviene mirar un poco más allá de si algo es posible o es legal antes de lanzarse a hacerlo con el entusiasmo de quien está legitimado porque se puede.
Así que, como defiendo la gastronomía como un patrimonio cultural, defiendo la alta cocina. Porque creo en la cocina como un ecosistema. Y en los ecosistemas hay diversidad. En los ecosistemas culturales, en concreto, hay productos excelentes, productos aceptables, productos mediocres y productos malos; hay enfoques de todos los tipos, a veces aparentemente opuestos. Y ese es el mejor de los síntomas. Cuando faltan piezas, de un lado o del otro, ese puzzle empieza a tambalearse.
Defiendo, eso sí, una alta cocina con sentido, pero no con más importancia que una cocina de todos los días a la que le pido exactamente lo mismo: honestidad, sentido común y sentido de la realidad que tiene alrededor.
Lo demás, todo lo demás, como en moda, como en el sector editorial (mira que no tendremos tela que cortar ahí), en el musical o en cualquier otro es ruido. Y cada vez me apetece menos dedicarle tiempo al ruido.
Gracias por seguir ahí una semana más.
Algunos enlaces
UNESCO, que calcula que uno de cada seis bienes declarados Patrimonio de la Humanidad está en riesgo de ser afectado por el cambio climático, o lo está siendo ya, acaba de crear un fondo para desarrollar iniciativas que aminoren ese impacto. Y pone como ejemplos de esas acciones, el trabajo sobre jardines históricos en el Reino Unido o la gestión del agua en bienes de Francia. No hablamos -como si eso no fuese importante por sí sólo- de islas más o menos remotas del Pacífico o de consecuencias en países que probablemente la mayoría no vamos a pisar nunca.
Me interesa particularmente esta cuestión de la gestión del agua, especialmente porque vivimos en un país que se enfrenta a sequías cada vez más frecuentes y previsiblemente más severas y que seguramente ya este verano, aunque nadie quiera ver al elefante en la habitación, va a tener que ver cómo concilia esas sequías con la llegada de 90 millones de turistas a los que hay que dar de beber, llenar piscinas, duchas, spas, campos de golf, lavanderías y demás y esto, a su vez, con la producción agrícola.
Visto el ejemplo reciente de Doñana, me temo que no haremos mucho hasta que la cuestión nos explote en la cara. Pero tal vez, soñar es gratis, convendría irle dando una vuelta ¿Hasta dónde vamos a crecer en número de turistas? ¿Qué va a implicar ese crecimiento? ¿Qué va a pasar cuando la escasez de agua empiece a afectar a algunos de esos bienes Patrimonio de la Humanidad que los atraen? Esto es importante, porque España es el segundo país del mundo con más bienes catalogados como Patrimonio de la Humanidad, lo cual sumado al hecho de que es el país de Europa con más riesgo de desertización de Europa crea un cóctel del que no se está hablando mucho, pero que está ahí.
En relación con la relación arquitectura / cambio climático, Architizer selecciona seis proyectos que buscan minimizar el impacto ambiental. Y ahora que el sector olivarero español se enfrenta a una crisis sin precedentes, porque aquí no hay problemas hasta que tienes el problema encima, el hecho de que uno de esos seis proyectos sean unas instalaciones de producción de aceite de oliva y que, además, estén en China me parece particularmente relevante. Quizás también hay que ir pensando sobre esto.
Gracias por este artículo y todos los que escribes y leo. Sobre la estacionalidad de los productos perecederos leí “Nagori. La nostalgia de la estación que termina”, de Rioko Sekiguchi y su reflexión me hizo pensar sobre alimentos y estacionalidad de otra forma.
"La alta cocina es algo mucho más sencillo. Y por eso es algo mucho más complicado (...)"
¡Cucha qué frase! Mmm... aquí no puedo poner emoticonos con corazones, pero es del orden de: Iba a escribirte una carta corta, pero como no tenía tiempo te escribí una larga.