Esta semana se celebró la gala de la lista 50 Best Restaurants en Turín. Pero mejor hablamos de otra cosa.
Llovía cuando llegué a Gastrollar por primera vez. Llovía, y no paró de llover en los tres días que estuve allí. Era 2021 y no sabía muy bien qué iba a encontrarme, otro congreso, quizás. No tenía ni idea.
Lo que me encontré fueron caminos embarrados, una humedad constante y charlas en lugares poco probables. A las pocas horas estaba moderando una mesa redonda en el centro cívico de una aldea de unos 20 habitantes. Un rato antes, subiendo por un camino resbaladizo bajo los castaños, llevaba delante a un conocido periodista. Tenía los pantalones manchados de barro casi hasta las rodillas y supuse que estaría de bastante mal humor, pero al pasar por su lado vi que no, que, de hecho, estaba animado y con ganas de conversación.
Esos días hablamos de gastronomía, pero no demasiado de restaurantes. Comimos bien, visitamos a productores, creo que el hecho de conocer la zona con niebla, lluvia y frío me ayudo a situar las cosas y a entender de qué iba todo aquello.
Me quedé. Y hasta hoy (por lo menos). Desde entonces hemos vuelto a todas las ediciones, participando de una manera cada vez más activa. Y al margen de presupuestos mayores o menores y de que en ocasiones sí que ha habido restaurantes -estupendos, además- en el programa, las cosas siguen igual.
Gastrollar es un encuentro alrededor de la gastronomía en la Montaña Central Asturiana. Digo lo de alrededor y no utilizo la palabra sobre porque la gastronomía, aunque es el espinazo, no es el objetivo. No el único, al menos. En Gastrollar se habla de cocina, de producción alimentaria, de la tradición culinaria de la zona, pero también de muchas otras cosas. Allí la cocina es, en realidad, una puerta.
A través de la cocina llevo cuatro años asomándome a las cuencas mineras, a su día a día, a sus problemáticas y a cómo, poco a poco, se reinventan. La gastronomía nos permite acercarnos a lugares y a gente que de otra manera nunca habría conocido. Y hablar. Y hacerlo al pie de una central térmica, en un prado de montaña, en un gallinero. O, como este año, bebiendo sidra bajo un nogal. Da igual, porque todo eso es parte del lugar.
Son días agotadores, de mucho madrugar, mucho comer, porque lo quieres probar todo, y muchísima actividad social, que es algo que me deja exhausto. Pero cada poco vuelvo a pensar ¿Cuándo voy a volver aquí? ¿Cómo habría llegado yo a este lugar de otra manera? Y se me pasa.
No todo es perfecto -nada lo es, en realidad. La diferencia, quizás, es que aquí se asume con naturalidad- pero todo funciona. No se trata de asomarse a lo mejor, a lo más raro o a lo más exclusivo sino de ver cómo las cosas encajan en un lugar, cómo ese lugar les da forma y las explica; de conocer a la persona que está detrás, de charlar con ellos y ver proyectos crecer de año en año.
Después de estos años regreso y me encuentro con gente conocida a a la que me alegra volver a ver, pero a pesar de que hablamos de una zona pequeña, apenas seis ayuntamientos rurales con unos 65.000 habitantes en total, sigue habiendo descubrimientos en cada edición, nuevos proyectos, gente con la que no había charlado aún y que tiene mucho que decir.
Por una serie de circunstancias imprevistas, en un momento dado de la edición de este año tuve que hacer un recuento express: en estas cuatro ediciones habré conocido a través de este encuentro más de una treintena de proyectos. No está mal para una comarca que no supera los 65.000 habitantes. Y lo más sorprendente es que estoy convencido de que podré volver otras cuatro ediciones más y conocer otros tantos nuevos. Y de que seguiré haciéndolo en un encuentro pequeño, en una comarca pequeña, como es este.
Es sorprendente, en un lugar que está entre los menos turísticos de Asturias. O quizás no. Si se piensa bien,tal vez eso tenga algo que ver. Probablemente si hablásemos de zonas con mucha más afluencia de visitantes algunos de esos proyectos no habrían surgido y sus propietarios tendrían una tienda de recuerdos, tal vez un estudio de tatuajes o una lavandería automática.
Aquí hay quien trabaja con animales de razas autóctonas en pastoreo, se elaboran embutidos tradicionales, escanda, dulces, manzanas autóctonas, miel, kombucha, sidras de todos los tipos imaginables, café de especialidad; hay restaurantes con estrellas y con soles, estupendos, además, y junto a ellos un despliegue de casas de comidas, de restaurantes de corte actual pero más modestos en escala, de restaurantes de pueblo, de esos con décadas y con historia, que sorprende. Hay recetario tradicional, del pote de castañas al panchón y, a su lado, una creatividad que no encuentra un límite en el lugar en el que está. Me estoy acordando del plato de espárragos y calabacines con velouté de la última noche de esta edición mientras escribo.
Y hay recambio generacional -no muchos habrían apostado por eso hace un par de décadas- gente que vuelve para hacerse cargo de los negocios familiares o para abrir otros nuevos. Es interesante, porque para muchos, al menos de los que llegamos desde fuera, las cuencas eran un lugar de paro y de pérdida de población; uno de esos sitios de los que irse. Y la realidad me dice que sí, que fue y sigue siendo así en parte, pero también, con frecuencia, que no tanto, que ya no, que hay muchos matices que hacer a esa creencia. Y que a veces, de hecho, son las creencias las que hacen más daño, las que perpetúan los tópicos y se convierten en un techo difícil de romper.
Me gusta volver, quizás sobre todo por eso: porque cada vez la realidad me quita la tontería de una bofetada, me sacude los prejuicios de los hombros y me deja claro que solamente hay que mirar alrededor para darse cuenta de que hay mucho más.
Me gusta regresar, también, por el ambiente. Por las sonrisas, por las charlas; por los “yo te leo” y los “pues yo soy fan de tus productos” que con frecuencia puede responder. Por la gente que recuerda mi nombre. Por los nombres que recuerdo yo -y eso, en mí, es un logro- Por el cuidado, por el cariño que hay en cada visita y en cada paso del programa.
Al final, esto, como casi todo lo que me interesa, va de gente, de proyectos con cara y con manos, de historias que encajan en un lugar, que a su vez le van dando forma.
Va, también, de pequeña escala, de día a día, de proyectos de vida, asumibles. Y, sí, me puede el cariño. Como en la mayoría de lo que hago, al menos de lo que hago y depende de mí. Cada vez más.
Tras finalizar, a la mañana siguiente, nos arrastramos agotados cada año hasta Ca Silverio y nos tomamos el último café en la zona, unos minutos de calma y de charla antes de volver a la carretera. Es una tienda que no te esperas en un lugar así. Y para mí es la definición perfecta de lo que está pasando en esa zona y que me hace volver.
Esta semana se celebró la gala de los 50 Best Restaurants. Y no tengo nada contra ella. Bueno, si soy sincero, tendría algo que decir sobre la obsesión con las jerarquías que transmite y que no comparto. Pero como entiendo -trato de entender- de qué va todo esto teniendo en cuenta el mundo que nos ha tocado, como conozco a gente que está involucrada y que sé que trabaja con el ánimo más constructivo y como a una lista no le vamos a pedir, seamos realistas, que deje de ser una lista no pretendo invalidar nada. Tampoco lo pretendería si tuviese en realidad una capacidad para cambiar las cosas de la que carezco.
Es, simplemente, que creo que hitos como ese y la cobertura mediática, casi obsesiva, que les damos hacen una sombra muy grande y muy densa y que es importante hablar de otras cosas para repartir un poco la visibilidad. Enhorabuena a los ganadores, a quienes salgan beneficiados en esta edición. Ojalá les permita hacer más lo que quieren, con mayor libertad. Yo, con vuestro permiso, prefiero escribir sobre otra cosa. Si algo nos sobra sobre la 50 Best son opiniones. Tú no necesitas otra y a mí no me apetece, así que todos contentos.
Gracias por seguir ahí una semana más.
Recuerda que en la lista Música para Carreteras Secundarias de Spotify tienes toda la música que voy publicando aquí. Va ya por encima de las 12 horas y es perfecta para conducir. Podrías atravesar la Península Ibérica de lado a lado escuchándola. Lo sé porque lo he hecho.
Me gusta mucho este post porque nos recuerda que lo importante no siempre está en lo grande o mediático, sino en lo pequeño, cercano y auténtico. Son esos proyectos ligados al lugar y a la gente los que realmente perduran y transforman. Además, valorar el recambio generacional y romper prejuicios es clave para seguir avanzando. Gracias por poner foco en lo que suele pasar desapercibido, pero que es fundamental.