Soy una persona tímida. Muy tímida. Y sin embargo buena parte de mi vida profesional se basa en ponerme delante de gente, ya sea en un aula, en un escenario o delante de una cámara o de un micrófono para hablar en público.
Soy alguien a quien le espanta esa actitud de explicarle a los demás cómo son las cosas, cómo tienen que pensar o en qué se equivocan. Pese a ello, me paso el día escribiendo o hablando, contando mi punto de vista sobre gastronomía, turismo, cocina, viajes, patrimonio cultural… Intento no hacerlo en ese tono de “ahora te voy a explicar yo cómo son las cosas”, pero no se me escapa el conflicto evidente que hay, de fondo, con mi posición teórica.
Vivo de la gastronomía. Todo lo que hago profesionalmente -y mucho de lo que no es profesional- gira alrededor de ese sector, de los restaurantes, de los cocineros, de las guías, de los congresos, de los medios que publican sobre ese tema, de la gente que quiere formarse, de quienes viajan con la gastronomía como motivo principal. Y aún así, aborrezco una parte de todo lo que ha ido representando a este mundillo en los últimos tiempos, haciéndose cada vez más fuerte en él año tras año.
Yo,que huyo de rankings, que cuestiono determinados iconos mediáticos; yo, que no hago más que hablar de una democratización del sector y de un repartir el juego que no sólo no llegan sino que parecen cada vez más lejos sigo aquí, a lo mío, día tras día, texto tras texto, evento tras evento.
Aquí estoy, criticando el absurdo de desplazarse al otro lado del mundo con cualquier pretexto más o menos gastronómico y escribiendo sobre viajes al mismo tiempo. Estoy, de hecho, planificando un viaje más estos días, uno que no es de los pequeños.
Y aunque las contradicciones están ahí, creo que ese es el lugar en el que hay que estar. Porque la incomodidad obliga a pensar, porque acomodarse no suele llevar a nada bueno. Porque estos, los partidos en los que no tienes claro el resultado de antemano, son las que vale la pena jugar. Porque en la escala de grises, ahí, en el medio, es donde están los matices interesantes; porque es en los detalles en donde las cosas se decantan hacia un lado o hacia el otro. Y porque las certezas son una pesadez.
¿Se puede escribir sobre un restaurante con dos estrellas enfocado esencialmente a público foráneo cuando en el día a día lo que defiendes, lo que consumes, se acerca más a la casa de comidas de barrio? Se puede. Y creo, además, que se debe.
Se puede porque, por suerte, no somos unidimensionales, porque en nuestra vida hay momentos para infinidad de opciones, porque si eres capaz de andar y masticar chicle al mismo tiempo también deberías serlo de disfrutar de propuestas antagónicas sin que pase nada particularmente traumático. Se puede porque, a veces, ver las cosas sin un excesivo apego ayuda a tener una visión diferente, quiero creer que más amplia. Se puede porque no pasa nada por disfrutar de las contradicciones.
Creo en las excepciones, creo en buscar lo positivo aún en formatos o propuestas que no son las que más encajan conmigo. Porque disfruto mucho del Death Metal de los años 90, pero a veces, para escribir, disfruto más de cosas diametralmente opuestas; porque no soy de ciudades grandes, pero de vez en cuando me vienen estupendamente unos días en Madrid o en Barcelona.
Conformarse con lo que tenemos clarísimo es limitarse; acomodarse en aquello a lo que no le vemos fisuras es un aburrimiento. Y en gastronomía, en la que todo lo que tiene que ver con el disfrute es algo particularmente importante, quizás aún más.
Me gustan los sitios de cocina sencilla, bien elaborada, sin más pretensiones que dar de comer rico a un precio asumible; los que tienen una relación con el lugar en el que están, los que tienen una historia detrás y los que trabajan pensando en un público de diario. Y me enfada cada vez más determinada burbuja que promueve las novedades en sucesión interminable, por mucho que estén vacías de contenido, y una vinculación de la alta cocina con el lujo y la exclusividad que creo que hay que combatir como a una plaga.
Eso no impide, afortunadamente, que pueda sentarme a la mesa de un restaurante con una, dos o tres estrellas y disfrutar enormemente. Porque no todos son iguales, porque el circo, por fortuna, con frecuencia no está ahí. Y porque incluso en formatos que tienen algún aspecto que no comparto o de los que no soy, en principio, el público objetivo, con frecuencia hay algo -y normalmente está en la cocina- que entiendo, que comparto y que me gusta.
Las complejidades se encuentran -a veces chocan entre sí- en ese punto, en ese límite. En el conflicto. Están ahí. Pero con ahí me refiero también a que están en nuestro día a día, en el tuyo y en el mío. No son algo exclusivo de la gastronomía, del cine o de la música. Y cada día nos enfrentamos a ellas y decidimos, conciliamos o nos apartamos sin que suponga un trauma, sin que eso traicione nuestros principios. Con los restaurantes y con los viajes me ocurre exactamente lo mismo.
No comparto determinada deriva efectista, es cierto. Creo que hay que viajar un poco menos o, por lo menos pensar sobre por qué se hace, cómo, a dónde y que implica, de acuerdo. Y aún así puedo disfrutar de viajar, de comer en sitios de un tipo o de otro y de recomendárselo a los demás del mismo modo que un día disfruto de una película de aventuras más o menos tonta de los años 80, otro opto por la última premiada en el Festival de Sitges y al siguiente, como ocurrió ayer, me siento en una sala a ver una de Visconti.
Y de la misma forma, un día me siento a comer en un restaurante biestrellado de Sicilia, a donde esta vez fui por trabajo, y otro disfruto del pollo guisado del bar cerca de casa al menos tanto. Y está bien que así sea, porque son formatos, precios y experiencias distintas para momentos diferentes; porque mientras ninguno de los dos me esté vendiendo la moto, eso es lo mejor que puede ocurrir.
Soy extremadamente crítico con la deriva de determinados formatos de turismo en los últimos años, en particular recientemente, cuando todos sabemos que esa evolución implica cosas muy feas y aún así la cosa sigue creciendo de manera exponencial. Me rebelo, absolutamente contra una libertad de hacer con tu local comercial o con tu piso para alquilar lo que quieras. Porque, sí, tienes el derecho, pero ese derecho tiene implicaciones morales -a veces también prácticas- que con frecuencia son muy feas. Y una cosa es la legalidad y otra la ética. O el sentido común. O la conciencia de pertenecer a un colectivo. Y olvidar que tus acciones individuales tienen consecuencias sobre la comunidad, o no olvidarlo pero decidir que prefieres dejarlo a un lado, me parece tan legal como absolutamente reprobable, que una cosa no quita la otra y estaría bien, ya que estamos, hablar un poco más de las connotaciones éticas de nuestras acciones y un poquito menos de “lo hago porque no está prohibido”, que se agradecería algo más de complejidad en el discurso.
Y aún así, con todo esto sobrevolándome, en unas horas me subo a un avión. Para visitar un lugar, para escribir sobre ese lugar, para recomendarle a otros que lo visiten. Y está todo bien. Soy consciente de la contradicción y trato de encontrar la forma de navegarla, de traer el tema a mi terreno, de no llegar a zonas de sombra que no quiero pisar y de dar esa pelea, que me incomoda, pero que creo que hay que dar porque no creo en ese síndrome de la fiesta permanente, del caviar para todos, que se ha instalado últimamente en el discurso, pero tampoco en el “todo mal” por defecto.
Me gustan, ya lo sabes, los matices; la argumentación, la dialéctica. Disfruto con las situaciones que me hacen revolverme un poco en el asiento y me fuerzan a pensar, a cuestionarme certezas y a enfrentarme a prejuicios y tópicos. A veces sale mal -es lo que tiene la vida adulta- pero con frecuencia los resultados son interesantes, demuestran que no hay una única respuesta cierta y que, incluso donde no lo esperabas, de vez en cuando encuentras motivos para convencerte. O si no, al menos, para dudar de lo que pensabas y darle una vuelta más.
Gracias por seguir ahí una semana más. Salgo unos días de viaje, pero cuando vuelva espero hacerlo con material sobre el que escribir y sobre el que crear algún mapa nuevo para el Atlas de las Carreteras Secundarias. Mientras, me tienes en Instagram.