Es curioso lo que me ocurre con el verano. Objetivamente no es la época del año en la que mejor he comido y, sin embargo, es esa época en la que siempre tengo recuerdos relacionados con gente, con amigos y con familia alrededor de una mesa.
Sin ser yo muy dado a las grandes celebraciones. La memoria funciona así y no hay mucho que pueda hacérsele. Supongo que es algo parecido a lo que pasa con los amigos de la adolescencia, que para mí, curiosamente, y aunque las amistades más sólidas no vinieran en la mayoría de ahí, son los amigos del verano, al menos en el primer golpe de memoria.
Hablo de esa gente a la que recuerdo con cariño aunque, cuando lo pienso, quizás lo mejor que puede haber pasado es habernos perdido de vista a los 17 años y quizás, como mucho, vernos muy de vez en cuando para un café cuando uno de los dos pasa por la ciudad del otro, o simplemente un whatsapp o un mensaje en alguna red social para saber que estamos ahí. A veces ni eso. De esa manera el recuerdo no queda emborronado por la deriva que cada uno de nosotros pueda haber tenido después. En cualquier caso, es esa gente que se queda ahí, cristalizada en aquella época en la que todo era bueno.
Por cierto, algunas y algunos de aquella época han pasado por aquí. Es bonito saber que tantos años después sigue habiendo un nexo.
Pero no venía hoy a hablar de eso, aunque algo tenga que ver. Puede que esa cristalización en la memoria, ese momento perfecto que se queda petrificado y ya nada puede estropearlo, tenga también que ver con el recuerdo gastronómico.
Me acuerdo, por ejemplo, de las celebraciones del día de El Carmen (16 de julio) en casa de mis abuelos paternos, en Boiro. Recuerdo el cup de frutas de mi tío Enrique y la tarta de crema y melocotón de la pastelería que había en la carretera, al lado de la ferretería. La pastelería cerró y la ferretería, que pertenecía a la misma familia, sigue allí. El encargado actual, hijo o nieto de los pasteleros de aquella época, fue concejal en algún momento, hace unos años.
Y la tarta, que no prepara nadie hace más de 30 años, sigue ahí, en mi memoria. Quizás ni siquiera era tan buena. Pero eso es lo que menos importa.
Recuerdo también los mejillones en el Rodas, algunas comidas en el Miramar (en el viejo, en el que regentaban los padres). Las empanadas de Teresa de Triñáns y las que traía mi bisabuela de Noia cuando venía a pasar una temporada todos los años.
Muchos de mis recuerdos tienen que ver con Boiro, aunque no soy de allí ni tampoco lo es mi familia. Mis abuelos, tanto los de un lado como los del otro, tenían casa allí y allí pasaba veranos y semanas santas. De alguna manera es mi pueblo. Aunque mi pueblo sea Santiago. Y eso a pesar de haber nacido en Vigo, aunque esa historia queda para otro día.
Cuando era pequeño, en Vigo, donde vivimos hasta que yo tuve 9 años, veía todos los viernes como una buena parte de mis compañeros del colegio decían que se iban a pasar el fin de semana al pueblo, a la localidad en la que vivían sus abuelos, en la que habían nacido sus padres o en la que su familía aún tenía una casa. Yo no tenía pueblo, así que decidí que mi pueblo era Boiro. Y ahí se quedó.
Dejé de pasar los veranos allí a finales del siglo pasado. Después mi abuelos vendieron la casa y los otros cerraron la suya. Tiempo después volví para vivir en el pueblo dos años. Fue una época bonita, aunque con alguna cosa agridulce. Me gustó mucho volver, pero coincidió con la anterior crisis económica y con un casero que, digamos, se desentendió algo más de lo que nos habría gustado, así que algunas cosas no fueron tan bonitas.
Y aún así, el recuerdo general, los amigos, las salidas nocturnas, los tonteos, los baños por la noche en la playza siguen ahí y pesan mucho más que las experiencias más feas. Aunque yo no quería que este fuera un texto sobre recuerdos. No sé si es algo generacional o es la edad, pero los de mi quinta tenemos una tendencia a algo en lo que a veces pienso como El Síndrome Los Goonies que no acaba de gustarme. O sí. No lo sé. Amores y odios, ya lo dice el subtítulo.
Recuerdo ir a ver la puesta de sol a Corrubedo y parar antes a tomar un bocadillo de la taberna del puerto, sentados en la roca que había delante. Hace unos 35 años por lo menos que la taberna no existe. Era la de la madre de Nardita, creo, la que hoy tiene el supermercado un poco más arriba. Y en su lugar hoy está el Ferruxe, de los mismos dueños que el Benboa, que está al final del puerto.
Allí al lado sigue el bar Pequeño, del que recuerdo sus calamares encebollados. Y en la siguiente puerta el Bar do Porto, que tiene una historia que me parece preciosa.
El Bar do Porto era una de esas tabernas de puerto que había en todos los pueblos. En 1991, cuando el puerto de Corrubedo dejó de tener importancia debido a que la actividad profesional se trasladó al de Ribeira, a pocos kilómetros, el bar cerró. Y se quedó ahí, congelado.
David Chipperfield es uno de los arquitectos contemporáneos más conocidos en todo el mundo. Veranea en el pueblo, creo que ya lo he contado en alguna otra ocasión, más o menos desde aquella época. Hace un par de años consiguió hacerse con el Bar do Porto y reabrirlo.
Y consiguió algo muy poco frecuente: el bar sigue siendo el mismo que recuerdo de los primeros 90, pero no es una pieza de museo, no está plastificado. Es el mismo sitio, pero pasado por el filtro del arquitecto y del tiempo. Y es una pequeña maravilla.
El boceto es del arquitecto y está tomado de la página de Facebook del bar.
Me acuerdo de las tapas de cortesía de percebes que ponían en la taberna O Secreto. De la de camarones que a veces ponían en un bar que hubo en O Saltiño, en el cruce, y que duró poco. Me acuerdo de las manzanas que nos regaló un día el cuidador del Pazo de Goiáns, todas las que nos cupieran en un cubo (y nos regaló el cubo) de camino a bañarnos en las pozas del río Lérez. El de O Barbanza, no el de Pontevedra.
Recuerdo una tarde en la que nos fuimos en bicicleta a la playa de O Vilar, a unos 25 kilómetros de Boiro. Íbamos para hacer surf, así que Chus, que era mayor y era el único que tenía coche, nos llevó las tablas, los bodyboards y, ya puesto, apareció con una empanada enorme que compró en Ribeira y unos refrescos.
Lo recuerdo porque el bueno de Chus ya no está, porque nunca una empanada me supo mejor que aquel día, después de la bici y las olas. Y porque estaríamos incómodos, sentados en el pinar, y todavía nos quedaban otros 25 kilómetros de vuelta, pero no tengo muchos recuerdos gastronómicos que puedan competir con ese.
Y me doy cuenta de que los recuerdos gastronómicos son, al final, recuerdos afectivos en muy buena medida. No son, por lo general, los de grandísimos restaurantes sino los de un pescado recién capturado y preparado en una hoguera, al llegar a la orilla. Los de unos mejillones abiertos al vapor viendo la puesta de sol sentados en las rocas de la orilla. Los capachos de nécoras pescadas con mi abuelo. Las remolachas recogidas a última hora de la tarde y servidas como guarnición de la empanada, comprada esa mañana en Cambados, en casa de las primas de mi abuela, en Vilanova de Arousa.
Pensando también en veranos, y viniéndome más cerca en el tiempo, son los asados argentinos en casa de Ivana y Andrés. Las risas, los vinos hasta las tantas; son cosas como la cena de ayer, bocadillos preparados un poco sobre la marcha al anochecer, en un pinar junto a la playa, en la ría de Muros, para evitar la ola de calor. Es la amatriciana que nos hicieron nada más llegar a Cornuda (otro recuerdo, el nombre, difícil de olvidar), cerca de Treviso, hace ya unos cuantos años y después de unos 2.200 kilómetros de carretera.
Los otros, los restaurantes, los menús inolvidables están ahí, claro, pero en otra carpeta. Parece que tienen que ver más con lo profesional. O con otra forma de disfrutar que ocupa otra parte de la memoria. Son comidas y cenas objetivamente mejores. Y, sin embargo, apenas aparecen cuando pienso en el verano. Al menos al primer golpe de memoria. Luego, si insisto, van saliendo.
Supongo que es bonito que la parte afectiva pese más y que, al pensar en el verano, sea eso lo primero que me viene a la cabeza. Me parece especialmente bonito, además, porque esta no es mi época favorita del año. Y aquí viene la parte de los odios.
No me gusta el calor excesivo, no me gusta tener que trabajar con calor. Aborrezco las masificaciones, tener que evitar el centro de mi ciudad durante la temporada más alta, los atascos al volver de la playa, la sensación al entrar en el coche recaliente, los locales de todos los días que, con toda justicia, cierran por vacaciones o modifican sus horarios.
Me horroriza eso que vuelve todos los años, quizás cada año con más fuerza, de odiar a los de fuera. Es algo muy de aquí. Hasta tenemos una palabra, fodechinchos, que equivale al pisapraos asturiano. La aversión al turista nacional que, al mismo tiempo, es el que hace que funcionen negocios y en muchos casos que algunos pueblos sigan razonablemente vivos. El que te alquila en negro la casa de tu difunto abuelo, cerrada todo el año. El que se come el menú del peregrino o la mariscada chunga que le cocina alguien de aquí, por cierto. Pero, oye, todo mal, que tienen un acento molesto. Otro día, si eso, hablamos de lo cazurros que nos ponemos en España con los acentos de otros. Ni qué riquiño, ni qué molesto. Es un rasgo más, como el tamaño de la nariz o el color de los ojos. Un rasgo que, si me preguntas, me parece precioso porque tiene que ver con la diversidad y con la historia que hay detrás de cada persona. Pero me desvío.
Que sí, que gritan, que a veces hay una prepotencia muy molesta y que cambian el ambiente de nuestro bar de diario (que tal vez, si nos paramos a pensarlo, como el bar tenga que vivir de los dos cafés a la semana que tomamos allí y se olvide de los turistas, por ruidosos que sean, va a durar tres semanas, pero que nada nos desvíe de nuestra cegazón)
Quizás si no nos hubiésemos centrado en una economía tan volcada en el sector servicios habría menos de estos visitantes y quedarían un poco más disueltos. Pero hemos tomado las decisiones que hemos tomado. Pregúntale al dueño de ese restaurante de tu comarca del que te gusta presumir cuánto cliente local tiene, cuánto factura en noviembre y cuánto en julio, a ver si, según la zona, si se van los fodechinchos te vas a quedar también sin sitio al que ir a comer una o dos veces al año. Pregúntale al concejal de turno si el festival que tanto te gusta funcionaría sólo con público local. Y haz números, que igual, al final, las molestias no son lo único que llega con esa gente. Tampoco es que el razonamiento sea de quinto de económicas, a ver.
Espero que se me entienda: no apuesto por el turismo de masas, soy el primero al que le molestan la mala educación, la masificación y el follón. Creo, además, que parte de la solución estaría en dejar de jugar al low-cost y dejar de trabajar en negro, aunque eso suponga un alza de precios (inevitable si queremos un sector sostenible y productivo) que suponga que, tal vez, haya cosas que tampoco yo me pueda pagar. No es grave: muchas de ellas, por baratas que sean, no querría pagarlas ahora tampoco, ni aún pudiendo. En fin, que una cosa o la otra: o nos centramos en el turismo o nos quejamos de él, pero todo no puede ser.
Al final, si los famosos fodechinchos vienen es porque les pedimos que vengan, porque nuestros pueblos viven durante meses de ellos y esa reacción tan intensa, tal vez, tiene que ver más con un auto-odio que se manifiesta también por aquí, en el descontento por elecciones que no nos hacen felices.
No lo sé, pero eso de quejarnos todo el año de que en el rural no hay trabajo y, a continuación, quejarnos también de que lo que da trabajo en muchos de esos lugares unas semanas al año de quien no habla particularmente bien es de nosotros.
Por eso no me gusta especialmente el verano. Por eso y porque estoy contento con mi día a día, con mi rutina, con el trabajo que tengo y el ritmo que ese trabajo tiene el resto de los meses. Soy un afortunado, lo sé. Me gusta lo que hago y además me pagan por ello. No necesito que venga el verano para quejarme del resto del año que, de todas formas, en unas semanas volverá a estar ahí. Todavía habrá sol, y podré ir a bañarme sin atascos, sin gritos, sin tener que hacer cola para sentarme en una terraza. Y luego, al volver a casa, regresar a la rutina. A esa rutina que me encanta.
Gracias por seguir ahí una semana más.
Algunos enlaces
Con Xesús Fraga tuve mucha relación. Es una de esas personas a las que guardo un cierto cariño a pesar de que hace años nos distanciamos. No tengo muy claros los motivos por los que ocurrió y, la verdad, a estas alturas tampoco importan mucho. El cariño sigue ahí.
Por eso me alegró mucho cuando ganó el Premio Nacional de Narrativa el año pasado. Y por eso me ha gustado mucho esta entrevista larga en Jot Down.
Hoy hablo esencialmente de amigos y de turismo. La parte relativa a la amistad ya ha quedado cubierta en estos links. La que tiene que ver con el turismo me lleva esta semana a este texto sobre la foodification (la autora propone la versión española, foodificación, pero me parece que no funciona igual. Si vamos a usar una palabra inglesa como base del 50%, vámonos a por el total. O busquemos una alternativa que lo evite al 100%, pero no nos quedemos a medias) en el que se habla de la gastronomía como icono turístico, de los centros urbanos como parques temáticos y sobre toda esa parte menos bonita del turismo que, ahora, por fin, parece que sí es posible ir poniendo sobre la mesa sin que caigan sobre ti todos los males.
Lo que he leído
Acabo de terminar Ventajas de Viajar en Tren, de Antonio Orejudo. Y bien, sin más. Creo que después de dos libros del autor en un mes, voy a dejar que descanse una temporada.
Lo que he visto
El Último Valle. Más recuerdos. Tengo un tío que es muy aficionado al cine. Cuando vivía aún con mis abuelos tenía una pared entera de su habitación forrada de estantería en la que se apilaban las cintas de VHS.
Desde esa estantería me asomé a docenas de clásicos. Y eso, en la época en la que no había plataformas de streaming o canales de pago (más allá de Canal+) era un auténtico lujo.
Gracias a esa colección vi por primera vez Ran, El Hombre que Mató a Liberty Balance, Infierno en el Pacífico, Mi tío, toda la saga de El Padrino, la versión extendida de Blade Runner, El Gran Dictador, Los Cuatrocientos Golpes…
Y El Último Valle, una película que seguramente no está a la altura de las demás, pero que tiene a un Michael Caine que está estupendo. Aunque ¿cuándo no lo está, si hasta en aquel Tiburón: La Venganza, la cuarta de la saga, salía del paso con dignidad, por mucho que todo se lo pusiera complicado?
Volví a ella esta semana y vale la pena recuperarla.
Lo que he escuchado
Kiss no ha sido nunca una de mis bandas favoritas y sus componentes nunca me han resultado particularmente simpáticos, pero su disco acústico de 1995 sí que me gustó. Entre otras cosas por versiones como este 2.000 Man de The Rolling Stones, que la banda ya había versionado antes, pero que aquí, en acústico, sin todo el efectismo, gana mucho.
Este tema en concreto supone el momento en el que la banda original vuelve a juntarse en un escenario. Ace Frehley había dejado Kiss en 1982 y el batería Peter Criss en 1980. Después de 15 años volvían a tocar juntos por primera vez. Y aunque Frehley estaba bastante machacado (tenía 43 años en el momento del concierto), volvieron a sonar bien. Y eso, en Kiss, no es algo que puedas dar por supuesto.
No soy muy de Jazz. No se trata de un prejuicio ni de una postura militante. Simplemente creo que no encontré a nadie que me guiase en el momento adecuado y por eso no acabé de entrar.
Pero hay algunos músicos y algunos discos que me fascinan. John Coltrane, algunas cosas de Pat Metheny, algo de John McLaughlin, de un Jan Akkerman al que descubrí como miembro de Focus y que me parece uno de los guitarristas más infravalorados de los últimos 50 años.
Y Miles Davis ¿A quién no le fascina Miles Davis? Pocos personajes tan extraños, conflictivos y con tanto talento se me ocurren en la historia de la música contemporánea. A finales de los 50 conoció la música española a través de algún tablao al que asistió en Barcelona. Luego, ya en Nueva York, se obsesionó con los discos de flamenco y asistió a un concierto en el que se incluyeron obras de Joaquín Rodrigo. Como resultado de esos meses publicó Sketches From Spain. Y si esto no te engancha y te intriga al mismo tiempo, yo ya no sé.
Si quieres saber algo más sobre el disco, en este enlace y en este otro, lo explican con más detalle.
Hola Jorge,
suelo leer tu newsletter lo antes posible una vez que la he recibido, si bien nunca con prisa. Si no tengo tiempo cuando la recibo, espero hasta cuando tenga el tiempo y calma necesaria.
Días después vuelvo a ella, para seguir, también con calma, los enlaces. Veo que el de "Foodification" ya lo había leído anteriormente; no puedo evitar esbozar una sonrisa de medio lado al darme cuenta de que el artículo se encuentra en el apartado de "Estilo de vida", no en el de "Cultura".
Saludos.