Esta mañana pasó un coche por la carretera al pie de la cabaña. El primero en más de dos días.
Me despierto cuando me apetece. A eso de las seis y media de la tarde, abajo, en el valle, recogen a las ovejas. O eso entiendo por el jaleo que montan todas a una. Alrededor de las ocho, hora local, se pone el sol tras los montes que hay entre nosotros y la costa. Esa es toda la rutina que tengo aquí
Hay un televisor en la cabaña, pero no he mirado dónde está el mando a distancia. Eso es todo. Eso, una pila de libros, algunas libretas y pensar qué cocinar para esta noche.
Tardo unas 24 horas en entrar en el ritmo. El primer día ando medio perdido de aquí para allá, me asomo a la terraza, me pegó un manguerazo de agua helada en el patio de atrás, localizo hierbas silvestres alrededor de la cabaña. No hay muchas, han desbrozado a comienzos del verano.
A partir del segundo día empiezo a leer y a escribir. Aún no me he puesto unos zapatos desde que llegamos. Este curso que empieza debe ser el de las publicaciones, alguna de ellas pospuesta demasiado tiempo, y el de nuevos proyectos. La semana que viene tengo que hablar de la primera de esas ediciones y cerrarla de una vez en un sentido o en otro; mandaré también algunos emails respecto a los dos proyectos siguientes -estoy tratando de no hacer nada de trabajo estos días. Anna se enfada si me oye aunque solamente sea mencionar algún tema laboral en una nota de audio a un amigo y creo que hace bien.
Hay un cuarto y un quinto proyecto en la recámara, más verdes, y algunas ideas que, al menos de momento, no serán libros aunque serán también bonitos. Este será el año de la diversificación, de sacar adelante ideas como esas, que me apetecen, y de ir soltando lastre por el otro lado, apartándome un poquito más del primer plano y de cosas que me gustan menos.
No sé si es un lujo pero tomar estas decisiones, aquí, asomado al bosque, sin escuchar nada más que el ruido de una motosierra allá al fondo de vez en cuando, decidiendo qué dejo caer en los próximos meses, se le parece bastante. Poder decidir qué te sacas de encima es ya una suerte. Hacerlo sin remordimientos, sin prisas, porque quieres y puedes hacerlo; renunciar a ganar más para vivir más tranquilo es algo que he tardado décadas en aceptar, pero a lo que le estoy encontrando el punto.
Mi año se reparte entre viajar, ver agente me apetezca o no y tratar de llegar a tiempo a los plazos de entrega. Aquí no hay nada de eso. Hay una mesa para escribir, una cocina, todo un monte alrededor y ningún horario más que los que me va marcando el estómago, que acierta bastante. Es el sitio perfecto para tomar decisiones.
Son pocos días, pero son impagables.
Gracias por seguir ahí una semana más.