El año nuevo ha comenzado. Lo sabes cuando, después del desierto que es agosto, alrededor del día 27 empiezan a llegar notas de prensa y correos de trabajo, algo que se multiplica en estos primeros días de septiembre para anunciar, en mi caso, la reapertura de lugares en los que nunca he estado, la inauguración de otros en los que con bastante probabilidad nunca estaré y, de una manera u otra, que el circo vuelve a estar en la ciudad.
Este año hemos decidido -creo que con bastante acierto- tomarnos esta próxima semana de vacaciones, alejarnos un poco de todo eso, que seguirá ahí cuando volvamos, aunque, al menos eso espero, con un poco menos de intensidad.
Una de las mesas de este verano
Creo que deberíamos olvidarnos de la fiesta de Año Nuevo, o trasladarla al 1 de septiembre, porque ahí empieza, en realidad, todo. La otra nos encuentra a unos a mitad del año laboral, a otros con el curso en marcha y, a unos y a otros, un poco hartos ya de turrones, brindis y reuniones que tienden a hacérsenos largas.
Las cosas empiezan aquí: las suscripciones a coleccionables, la matrícula en el gimnasio, la vuelta a al trabajo para constatar que aquello no te gusta nada. Aunque tengo que decir que respecto a todo a eso soy una persona bastante afortunada: nunca he caído en la trampa de los fascículos por entregas, hace tiempo que cambié el gimnasio al que no iba mucho por una pequeña huerta que, si no me hace adelgazar al menos no me quita las ganas de vivir en el intento, y mi trabajo, con sus cosas, es un auténtico privilegio. Pasé durante años por aquellos 1 de septiembre que me hacían empezar a contar días hasta el próximo 31 de julio y sigo sin entender muy bien en qué momento aceptamos que algo así fuera la rutina para la inmensa mayoría. Hacer algo que no te gusta en un entorno con frecuencia detestable, quiero decir. Yo tengo mis esclavitudes y mis miserias, como todos, pero no esas. Y doy gracias por ello cada mañana.
Agosto, decía, fue un mes de trabajo, más tranquilo, porque todo parece ir a cámara lenta alrededor, pero de trabajo. Y septiembre es el mes en el que nos tomamos unos días para desconectar y volvemos para afrontar proyectos nuevos a los que llevamos meses dando vueltas y que toca ahora bajar a la realidad.
Soy una persona con suerte. Esa marea de notas de prensa de las que en diez días no se acordará nadie no me afecta. Escribo sobre restaurantes, sí, pero tengo el privilegio de elegir. Y eso me permite proponer temas que me interesan buena parte del tiempo y navegar, el resto, mis contradicciones: hoy entregaba un texto quejándome de que solamente hablamos de determinado tipo de restaurantes y hace dos días mandaba otro, bastante entusiasta, en el que escribía, precisamente, sobre un local de ese tipo ¿Cómo se convive con esto?
Este Mapo Tofu en el restaurante chino al que solemos ir suele hacerme bastante feliz sin necesidad de fuegos artificiales.
Bueno, por un lado creo que, incluso en textos así, el enfoque puede aportar luz a aspectos que normalmente quedan en la sombra: puede tratarse de un entorno geográfico considerado normalmente periférico, de un profesional joven del que todavía no se ha hablado mucho, pero que tiene cosas interesantes que aportar; puede ser una relación con el entorno, con productores… A veces el restaurante es interesante por, como en este caso, sí mismo; a veces lo es, pero es también un caballo de Troya.
Lo mismo ocurre cuando trabajo con eventos del sector. Habitualmente el patrocinador pide un determinado número de estrellas o de nombres que suenen -si son televisivos aún mejor- para garantizar un mínimo de cobertura mediática. Porque es un patrocinador, no una ONG, y pone su dinero ahí esperando algo a cambio, como es lógico.
Pero con frecuencia, en mi trabajo, esos nombres sirven, además de para aportar lo que tengan que aportar, como puerta de entrada, como el modo de llevar al periódico, a la televisión, al perfil de Instagram realidades que de otro modo no habrían llegado. Pienso en casos concretos que he acompañado mientras entraban por esa puerta: en restaurantes centenarios, en pequeños productores, en la escritora de más de 80 años, en la saga de hosteleros de un pueblo diminuto más o menos remoto o en el dulce tradicional que nunca habían tenido antes un espacio en este mundillo y que, gracias a haber aprendido -más o menos, que nadie está exento de pegársela de vez en cuando- a navegar esas contradicciones lo han conseguido.
Eso, por supuesto, sumado a que hay una parte de ese sector más mediático que, debajo de la farfolla, me interesa. Entré en este mundo, sea el que sea -el de escribir, el de la gastronomía, el de las contradicciones- por esa puerta y no voy a renunciar a ello. Me interesa mucho de lo que ocurre en la alta cocina. Me gusta menos, quizás, parte de lo que pasa a su alrededor. Pero me niego a invalidarlo todo, a que la parte anule al conjunto, a que el ruido acabe con la música que suena por debajo. Sería como renunciar a la literatura contemporánea para quedarse solamente con la tradición popular; como renunciar a la investigación científica para limitarse voluntariamente al saber ancestral; como dejar de ver cine porque no me guste el ambiente de los festivales. No es algo que tenga previsto hacer. Sumar siempre, nunca restar, dice mi amigo Pepe Ferrer.
A veces (muchas veces) no hace falta más
Y ahí estoy, tratando de sumar cada día. Sumando, incluso, contradicciones, tratando de conciliar opuestos y sobrevivir al intento, cosa que empiezo a creer que no acaba de dárseme mal. Dice el filósofo Byung-Chul Han que cómo pensamos sobre las cosas acaba por definir cómo somos y yo, al menos ahora, al menos por el momento, me niego a pensar, aunque sé que a veces lo parece, que está todo mal. Tal vez lo está, pero siempre hay algo que se puede hacer. Así lo veo, así trato de pensarlo. A eso me dedico.
Aunque en realidad hoy lo que estoy es haciendo la maleta. Va llena de libros de todo tipo, algo a lo que no siempre puedo dedicar el tiempo que debería y en lo que también me gusta moverme entre aparentes opuestos. Si Carrère puede escribir sobre la vida de San Pablo en un libro brillante y absolutamente actual; si puede, incluso, cagarla -en mi opinión- en ese mismo texto con la inevitable referencia a su vida sexual de señor de cierta edad perteneciente a la élite cultural de la alta burguesía francesa -qué pereza, Emmanuel, de verdad, a estas alturas- Yo puedo llevarme una saga islandesa, un libro sobre dulces tradicionales y otro de ficción publicado este año sin grandes traumas. Y olvidarme de las notas de prensa, las novedades, los soft openings -poco creativos, en su mayoría, hasta para poner nombre al concepto- las aperturas que no van a cambiar nada y los eventos que, en buena parte, se van convirtiendo en un lugar en el que los mismos nos encontremos con los mismos para hablar de los de siempre, que eso va a seguir ahí cuando regresemos. Podemos tomarnos unos días y seguir, a la vuelta, con lo nuestro, sea eso lo que sea.
Gracias por seguir ahí una semana más.
Lo que he escuchado
Estoy pensando en llevarme todo lo que solía publicar en estos apéndices a la versión de pago, donde quizás pueda dedicarle un poco más de tiempo y de cariño.
Aquí, creo, dejaré una canción con cada entrega. Y empiezo con este encuentro entre The Killers, que siempre he visto un poco como una versión de Springsteen para millenials, y el propio Bruce Springsteen, algo que creo que cualquiera que los haya escuchado a ambos tenía más o menos claro que acabaría pasando. Si además se hubiesen juntado para grabar el videoclip ya habría sido la leche, pero se ve que todo no puede ser.