Vine a Menorca a terminar un libro.
El origen de la historia es un poco más del montón que eso, pero el resultado, al final, es el que importa. Por una serie de casualidades más o menos poco probables, acabé haciendo solo un viaje que iban a ser unos días de descanso en pareja.
Tengo el piso, tengo el tiempo, tengo una cocina estupenda y el mercado a un paso. Así que toca hacer de la necesidad virtud y aprovechar estos días para (tratar de) sacar adelante un proyecto que tengo encima desde hace ya demasiado tiempo.
Mahón se presta a ello fuera de temporada. Es pequeña, muchos sitios ya no abren o van a otra marcha. Te das un par de vueltas y si, como es el caso, no alquilas coche, no te queda otra que adaptarte, bajar el ritmo y dejarte estar.
Hoy comeré solo en un restaurante, que es algo que no me encanta, pero que, dadas las circunstancias me toca aceptar. Comer en un restaurante, para mí, es una celebración, es algo que quiero compartir, de lo que quiero hablar mientras ocurre; algo alrededor de lo que me gusta tener recuerdos compartidos.
Las comidas en un restaurante, en mi memoria, no son “la comida en Casa Pepe”. Son el día que comí en Casa Pepe con alguien, el plato que nos gustó a los dos, la charla alrededor de la becada que llegó a la mesa al final del menú. Para mí, y entiendo que esto no sea algo que todo el mundo comparta, hay un algo de culpable en comer solo, es como si se amputara la experiencia, es hacer algo que deberías estar haciendo con otras personas, pero sin ellas. Un restaurante es, sobre todo, una experiencia social. Es la comida, pero es también todo lo que ocurre alrededor de la comida.
Lo mismo me ocurre a la hora de cocinar. En mi caso, cocinar es cocinar para otros. He ido al mercado a primera hora y he regresado sin nada. Volveré más tarde. Me forzaré a hacerlo, porque hay productos aquí que no tengo en casa, porque hay cosas que me apetece cocinar. Pero, de entrada, comprar para cocinar solo para mí es algo me desgana, es algo que tengo que imponerme.
Y mientras, sigo postergando el momento de ponerme a escribir. O quizás estoy calentando. Escribir un libro tiene algo de romántico, de esa idea que se nos pasa a todos por la cabeza en algún momento, como la de dejarlo todo y retirarnos a algún lugar que tal vez no sea buena idea, en realidad, pero tiene mucho más de oficio, de rutina, de tareas poco agradecidas y de aburrimiento. Escribir un libro, para mí, es escribir un guión y tratar de ceñirme a él, no recrearme en exceso en detalles que a mí me importan, pero que seguramente no aportan gran cosa. Hace un tiempo, la editorial, que ya por entonces, entiendo, empezaba a desesperar, me propuso un editor. Y este, Alberto, es lo mejor que pudo pasarnos al libro y a mí. Al libro porque gana en ritmo y en sentido; a mí, porque me hace ser consciente de mis vicios. A veces. No siempre.
Escribir un libro, en mi caso, no es escribir. Es, sobre todo, borrar. Es pulir, es recortar. A veces me recuerda al trabajo de un jardinero desbrozando un jardín asilvestrado. Es revisar una y otra vez. Y, una vez revisado, imprimir para revisar una vez más y ver en el papel fallos que no encuentro en la pantalla.
Es algo que me ocurre: estoy acostumbrado a escribir en el ordenador sobre determinados temas, adaptándome a determinadas extensiones y estructuras. Es algo que hago a diario sin grandes problemas. Pero cuando sales de ahí, las cosas cambian. Lo que funciona en folio y medio no funciona en 250 páginas. Lo que resumes en un párrafo tiene otro ritmo cuando ocupa dos páginas. O quizás sólo necesitaba ese párrafo y lo que ocurre es que te estás dejando llevar por la idea del libro y te estás liando tú solo, algo que me ocurre con frecuencia.
Escribir un libro es tener algo que contar y saber ordenarlo. Eso, imagino, es la parte creativa. Pero es, sobre todo, picar piedra, volver sobre lo ya escrito. Hay páginas enteras que seguramente podría recitar de memoria a base de haber vuelto sobre ellas una y otra vez. Es no conformarte, pero es también, saber parar. Podría estar reescribiendo la misma página para siempre y nadie ganaría con ello.
Hay silencio -escribo junto a una ventana que da a un balcón que se abre a un patio. Del otro lado del muro hay una placita sin apenas tráfico. No hay gatos en casa, no hay (demasiada) rutina que atender. No va a venir ningún mensajero a entregar nada, ni el cartero, ni nadie a leer un contador. Puedo desocuparme de la casa hasta bien entrada la tarde, cuando habrá que pensar en qué cenar. Por suerte hice la compra ayer y tampoco tengo que ocuparme de eso. Tengo agua con gas y nada para picar entre horas que me despiste. Puedo salir a callejear o puedo, de una vez, tratar de cerrar este proyecto.
Cuando escribo un texto largo arranco con ganas. Tengo clara la idea y a dónde quiero llegar. Pero me voy desinflando según se va acercando el final. No es que me pierda por el camino, pero es como si, de alguna manera, sintiera que el trabajo ya está hecho, es como si cerrar fuese un trámite. Y no lo es. Necesito cerrar para ver si el conjunto tiene sentido. Y porque los editores no compran libros inacabados. Necesito cerrar porque tengo que acabar con este proyecto para pensar en otros; porque siempre habrá datos nuevos que incluir, personas con algo que aportar y errores que localizar, pero en algún lugar hay que marcar la línea y decidir no pasarla.
Y me gustaría marcar esa línea antes del domingo.
Luego sólo quedará revisar, una vez más. Pero, si todo va bien, será revisar un libro acabado.
Gracias por estar ahí una semana más.
"Cuando escribo un texto largo arranco con ganas. Tengo clara la idea y a dónde quiero llegar. Pero me voy desinflando según se va acercando el final." Me pasa a mí con casi todo!!
Ya era hora, macho! Ganas de leerte.