Tonos
Hace unos días alguien me avisaba de que alguien estaba hablando sobre mí en redes sociales. Cuando esto ocurre, todos sabemos que las opciones de que no sea para bien son elevadas. También sabemos que, como esto ocurre con frecuencia, tampoco hay que darle demasiada importancia. Pero a los 5 minutos otra persona volvía a escribirme para avisarme de lo mismo. Y luego otra.
Así que entré a mirar. Error. Siempre es un error. Pero entré. Me encontré a alguien relativamente conocido dentro del sector en el que trabajo -entendido en un sentido muy amplio- al que por lo que se ve no le gustó algo que yo había escrito, o lo que escribo en general, o todo yo, o la vida en general, no lo tengo claro. Y necesitaba contarlo.
Hay algo que no acabo de entender en esa necesidad, cuando algo te recome el hígado, de que te lo recoma en público, en abierto, con audiencia y a poder ser aplausos.
Pero no hace falta que yo lo entienda para que ocurra, porque lo que hay debajo es algo muy habitual. Algo que nos ocurre a todos, porque a todos, sin ningún motivo aparente, hay gente que se nos atraviesa. Gente con la que no hemos cruzado una palabra o a la que no hemos visto en persona en la vida, me refiero, porque ese es, también, el caso del que hablo yo.
Todos hemos pensado en alguna ocasión “este tío tiene que ser completamente idiota” frente a alguien a quien no conocemos de nada. Posiblemente de manera injusta, llevados por prejuicios. Pero lo hacemos.
Lo que no hacemos todos es compartirlo. La mayoría entendemos que no es algo de lo que estar especialmente orgullosos y hace décadas que dejó de hacernos falta la confirmación del grupo, ese hacernos fuertes en comandita que todos reconocemos desde el patio del colegio. Pensamos que esa persona seguramente nos caería mal, o que menuda estupidez acaba de escribir, y en un par de segundos nos vamos a otra cosa, porque hay una vida de verdad ahí fuera.
Pero, insisto, ni es eso lo que me molestó, ni es eso de lo que venía a hablar hoy. Lo que me irritó del asunto no tiene tanto que ver conmigo como con la actitud, con esa necesidad de buscar pelea, de sacar pecho. Con ese tono machote de “mira lo que digo”, con la idea de que uno se hace más fuerte haciendo el machirulo y con el aplauso de los machirulos circundantes.
Porque, esto también es bastante universal, todos reconocemos ese tono. Todos le ponemos cara, seguramente. Todos lo hemos vivido. Y los que de una manera u otra tenemos que ver con el sector gastronómico sabemos, por desgracia, que es un tono que se ha usado mucho en este gremio, a discreción.
Un tono que, quizás, tiene mucho que ver con otra época, con una época en la que quien escribía lo hacía desde la autoridad. No desde la autoridad en el tema que en principio le otorgamos a quien escribe sobre algo sino desde la autoridad, en genérico. Normalmente eran señores, pudientes, bien relacionados. Con frecuencia tenían o habían tenido cargos importantes, títulos. Esas cosas que dan autoridad en general.
Y eso, en mi opinión, fue creando un tono grave, incontestable que, en parte, se asentó también en la confrontación, en hacer de menos al otro, algo que siempre me pareció la forma más triste de hacerse de más a uno mismo. No es que yo sea bueno, es que los demás son peores y, por si no lo ves, ya te lo hago ver yo. Enhorabuena, pues, venga, medallita.
La cuestión es que, desde hace al menos un siglo, en España esto ha sido así. O eres de unos o eres de otros, si vas a lo que organiza este, entonces sabes que aquel no te invita. Y, sobre todo, la autoridad, que es algo que se gesticula, porque tiene mucho de teatral, de espectáculo para los demás, se demuestra frunciendo bien el ceño, aseverando listos para el ataque y aceptando pocas bromas. La autoridad a solas es un coñazo, por lo que parece.
Son códigos que, por lo visto, siguen bien presentes. Cada vez me fijo más en el tono, además de fijarme en el contenido. Y sigue ahí. Caramba si sigue ahí.
A poco que sepas de historia de la gastronomía española sabes de las rivalidades y los desdenes entre periodistas gastronómicos de Madrid y Barcelona en los años 60, de cómo Cunqueiro, cada vez que tiene que mencionar a Picadillo en sus escritos, no es capaz de evitar la pullita, por discreta que sea; de cómo, si había dos críticos en una misma ciudad/comarca/territorio X, las posibilidades de que se llevasen a matar eran (¿son?) elevadas.
Y aunque uno querría pensar que eso iba ya pasando, porque tengo la teoría de que ese tono nace de un sustrato temporal concreto -la España de la posguerra- y de un tipo de personajes en particular, la realidad se empeña en recordarme que no.
Es cierto que por lo general tendemos a achacarlo a gente más mayor y, en ese sentido, a disculparlo porque era otra época, porque todos, incluso más jóvenes que ellos, nos criamos en ese lenguaje y todos creímos, en algún momento, que así era como se hacía.
Siempre digo que tengo pocos enemigos, pero que la mayoría de los que tengo me los gané a pulso. Por capullo, entre otras cosas. Por alimentar la rivalidad, por empeñarme en demostrar que yo era más duro, más serio, mucho más grave porque, supongo, creía que eso era lo que había que hacer. Por usar ese tono, en definitiva.
Y no es que ahora no siga pensando que hay alguna gente carente de todo interés. O, simple y llanamente, malos bichos, vaya, revirados como una cepa vieja. Que no crea nadie que a estas alturas me las voy a dar yo de cuerpo santo.
Lo que ha cambiado, creo, es mi actitud. Selecciono mis batallas porque, sinceramente, creo que ya bastante tenemos cada uno con lo nuestro y todavía no he conocido el caso en el que ponerse bobo me haya solucionado nada. Vivo más tranquilo y, desde que tomé esa decisión, mi nómina de enemigos no ha crecido demasiado.
De vez en cuando mis gatos se cruzan por el pasillo, se miran un segundo y se lanzan una serie de zarpazos o se pegan un revolcón de pared a pared porque, supongo, tienen que demostrar algo. Y confieso que me hacen pensar en esos señores que te ven (o te leen) y deciden lanzarte el manotazo, esperando, imagino, que ocurra algo que les dé la ocasión de demostrar no tengo muy claro qué.
A veces, uno de los gatos se queda un poco perplejo unos segundos preguntándose, claramente, qué le pasa al otro en la cabeza antes de seguir a lo suyo, quizás lamiéndose zonas que aportan poco a la dignidad de la situación. Lo entiendo.
Libros
En casa recibimos una cantidad relativamente importante de libros. Algunos los envía un autor o una editorial, pero la inmensa mayoría los compramos. Tengo la casa llena y, como anexo, el garaje de casa de mis padres, con estanterías repletas de cajas de libros. Soy de letras, escribo y soy hijo de bibliotecario. Imagino que hay casos en los que es más difícil verlo venir.
Cada vez más compro libros antiguos. Tengo una amiga que tiene una librería de segunda mano y que,siempre que llega algo que piensa que me puede interesar, manda un whatsapp.
Pero no sólo le compro a ella. Me interesan los libros como fuente de información, claro, pero también como objeto histórico. Así que me paso la vida revisando catálogos, librerías de viejo, en busca de cosas que me faltan en la colección y que no me supongan un descalabro económico.
Libros normalmente descatalogados, de los que en muchos casos se publicó una única edición, a veces de unas pocas docenas de ejemplares y que, sin embargo, son el espinazo, por ejemplo, de nuestra historia gastronómica.
No voy a ser yo quien diga que no es interesante conocer las recetas de un cocinero contemporáneo, una recopilación de artículos en prensa o un libro de historia de la gastronomía publicado ahora. Muchos lo son y, de esos muchos, algunos acaban en nuestra estantería.
Pero revisar libros viejos, ver qué ideas han cambiado y cuáles siguen igual, asomarse a las crónicas de visitas a restaurantes que ya no existen, es algo especial. Es el olor a papel viejo, a veces un poco a humedad, un cierto fetichismo. Es encontrar con frecuencia ese tono del que hablaba más arriba, pero también la fuente de muchas citas que no sabías de dónde venían.
Tiene el encanto de las películas de otra época. Quizás los efectos especiales sean precarios, tal vez las copias no se hayan conservado particularmente bien y los colores empiecen a sufrirlo. A veces, incluso, las actuaciones son ramplonas y el lenguaje nos suena anticuado. Pero hay algo que a los que nos gusta el cine nos encanta y que no encontramos en películas recientes.
Con los libros ocurre lo mismo, sobre todo si tratan un tema que conoces. Pero no sólo. Otra de mis obsesiones son los libros antiguos de botánica, que es un tema del que lo desconozco casi todo. Pocas cosas hay más bonitas.
Esta semana me han llegado cuatro más -quizás esta tarde pase por la librería de Inés a por el quinto, que me lo tiene reservado- y me pareció precioso que uno de ellos, Arte Español de la Comida, publicado en 1960 por Enrique Sordo y lleno de mapas con un encanto indiscutible, tenga un apéndice escrito por Sebastián Damunt.
Sebastián Damunt padre fue un cocinero, escritor gastronómico y coleccionista de libros de gastronomía. Su hijo, fallecido en 2014, fue una de las personas que más sabían sobre libros de gastronomía en España, continuador de la colección de su padre, quizás una de las mejores colecciones privadas de Europa. Fue un buen amigo. Y allí, en la biblioteca, está el libro del que fui coautor y que le regalé a cambio de los que él me había enviado.
El paseo, a su lado, entre los libros que guardaba en el sótano de su casa a orillas del Mar Menor, es de esos que me va a costar olvidar. Tengo en la biblioteca los libros que me hizo llegar y me acuerdo de él cada vez que los vuelvo a encontrar en la estantería. Libros, gastronomía, coleccionismo, gente noble, sin la necesidad de reafirmación pública constante o de usar un tono importante. Me parece la forma perfecta de acabar el texto de esta semana.
Gracias por seguir ahí.
Algunos links
Este año se cumplen 1900 de la construcción del muro de Adriano, que en su momento marcó los confines del imperio romano en las Islas Británicas.
Suele decirse que el muro de Adriano supuso el límite norte de las conquistas romanas, aunque en realidad no fue así. Unas décadas después se construyó el muro de Antonino, unos 150 km al norte del anterior, entre Bishopton, al este de Glasgow, y Carriden, cerca de Edimburgo. El Hunterian Museum de la universidad de Glasgow, que es una preciosidad de museo en una preciosidad de edificio, al que llegamos casi de casualidad callejeando entre el Jardín Botánico y el museo de Kelvingrove y que si visitas la ciudad no deberías perderte, conserva inscripciones fundacionales del muro, como esta (al final de la página del link) en la que Britannia felicita a las legiones por sus victorias contra las tribus caledonias. No tenían guasa, los romanos.
Pero volviendo al muro de Adriano, 1900 años después siguen sucediéndose los hallazgos: fuertes, fortines, atalayas, campamentos más o menos efímeros que se extienden entre Newcastle y Carlisle, del Atlántico Norte al Mar de Irlanda.
Esos 120 kilómetros, aproximadamente, que pasan por algunas de las zonas rurales mejor conservadas del norte de Inglaterra atravesando yacimientos romanos como Vindolanda, Vercovicium, el templo de Mitra en Carrawburgh o el fuerte de Corbridge son una de las rutas que me gustaría caminar algún día.
Entre una semana y 10 días, un sendero señalizado y bien servido, un terreno de colinas, pero sin grandes exigencias físicas y caminar al lado de un muro que lleva ahí casi dos milenios. Quizás no sea este el mejor momento, pero no descarto hacerlo en el futuro. Si tienes curiosidad sobre el muro y la ruta, aquí hay algo más de información.
Lo que he leído
Volviendo a ese tono al que dedico hay la carta, estoy leyendo Brújula de Gastronomía, publicado por Joaquín de Entrambasaguas en 1976.
Entrambasaguas es un ejemplo perfecto de un tipo de escritor gastronómico que fue muy frecuente en el Madrid de entre 1950 y 1980. Fue asesor de la Junta de Relaciones Culturales del gobierno de Franco, fue quien dio la orden de destruir todos los ejemplares del libro El Hombre Acecha, de Miguel Hernández -Ya hace falta ser una mala bestia, por muy culto que uno sea. La opinión es mía, por si alguien lo duda. Aunque para su desgracia sobrevivieron ocultos tres ejemplares y hoy podemos comprarlo y pensar en quién podría hacer algo así-, catedrático de la universidad de Murcia, de la de Madrid, director de la Menéndez Pelayo, creador de la que sería la primera Escuela de Cinematografía de España, etc.
Más allá de que su tono no sea mi preferido, si te interesa la historia de la gastronomía en España tienes que leerlo. Y no voy a ser yo quien cuestiones sus méritos gastronómicos. Aunque, por quitar un poco de densidad a la cosa, entre ellos esté ser uno de los mejores ejemplos de ese “aquí lo hacemos todo mejor” que tanto parece gustarnos en España:
Si no fuera hacer propaganda comercial, enumeraría los lugares de Madrid, Barcelona, Bilbao, San Sebastián y otras ciudades donde se pueden saborear con máximo deleite una bouillabaise digna de Marsella, pero con más opulencia marina; una petite marmite mejor que la soñada por Enrique IV en el Bearnés; un ossobuco que ni en Milán lo mejoran; un roastbeef del más puro acento inglés, digno de Oxford, con carne no menos digna de un buey de Durham…
¿Veis lo que decía del tono, de las afirmaciones categóricas, de esa hipérbole que no admite discusión?
De todos modos, a lo mejor bullabesas y roastbeef no, pero seguimos leyendo a diario que aquí se hacen el mejor croissant o el mejor panettone del mundo, así que quizás simplemente fue un adelantado a su tiempo. O quizás somos nosotros los que llevamos 60 años de retraso. No lo tengo claro.
Lo que he visto
Esta semana hemos visto Upright, una miniserie (8 capítulos de 30 minutos) australiana realmente entretenida. Un músico retirado, de cuarenta y pico, que viaja de Sydney a Perth en coche, con un piano en el remolque, para visitar a su madre, que tiene un cáncer en fase terminal. Una adolescente que se cruza en su camino y que va en la misma dirección. Una carretera interminable y una de las series más interesantes que he visto en los últimos meses.
Durante años trabajamos con australianos. Hasta que el Covid lo paró todo, ejercíamos de acompañantes de grupos de turistas que venían de aquel país para conocer el norte de España en clave gastronómica en una modalidad tipo “viaja con el experto local”.
A lo largo de dos semanas viajábamos de Bilbao a Santiago pasando por Pamplona, Ezcaray, Logroño, León, Arriondas, Oviedo, Lugo y todo lo que queda entre unas y otras. A ratos en autobús, a ratos caminando por hayedos increíbles o encaramándonos a puertos de montaña. Eso nos daba tiempo de hablar mucho. Viendo la serie me di cuenta de que gracias a eso sigo entendiendo bastante mejor el acento australiano que muchos acentos de Reino Unido.
En uno de aquellos viajes había un tío grandote, casi dos metros, 120 kilos fácilmente, con un acento endemoniado. Ken, al que tuve que bajar medio a hombros del monte tras una caída, lo que me dio bastante tiempo para pasar a su lado, resultó ser un tipo peculiar, pero en el fondo amable. Muy hablador, para mi desgracia los primeros días, aunque eso me ayudó a abrir el oído.
Y era de Mildura. A partir de ahí, en grupos de años posteriores, en los que algún viajero me pregunta si entendía bien el acento australiano, bastaba decirles que en una de las primeras ediciones había tenido un cliente de Mildura para que aparecieran las carcajadas. Por lo visto, la ciudad es un muy buen ejemplo de ese acento australiano endemoniado del interior. Y es en Mildura, precisamente, donde los dos personajes de Upright se encuentran. Así que la serie ganó puntos para mí desde el principio. Efectivamente, aquella gente habla como Ken.
Lo que he escuchado
Esta semana falleció Martín Carrizo, que fue batería, entre muchos otros, para Gustavo Cerati. No sé apenas nada de música actual argentina, pero sí lo suficiente como para entender el carácter de mito que tiene Cerati, fallecido también hace unos años. Así que, de salto en salto, de Carrizo a Cerati, de Cerati a Soda Stereo, acabé llegando hasta De Música Ligera, que en su época me hizo dar más de un salto en algún pub de la costa a las tantas de la madrugada.
Tengo un tío muy aficionado al blues. A veces, cuando me quedaba a dormir en casa de mis abuelos, me dedicaba a explorar en sus discos. Y ahí descubrí auténticas maravillas, pero entre ellas, quizás la que más recuerdo es Showdown, un disco que grabaron en 1985 Albert Collins, Robert Cray y Johnny Copeland.
Durante años fui más de Albert Collins, aunque con el paso del tiempo empecé a apreciar más a Robert Cray, mucho menos excesivo. En cualquier caso, cualquiera de los tres es una bestia por si solo, así que el disco es, para cualquiera al que le guste el blues o que toque la guitarra, una barbaridad difícil de repetir ¿Un ejemplo? She’s into Something, que me sigo sabiendo de memoria, nota por nota.