Sobre gastronomía para leer
El 2 de septiembre de 1666 un criado despertó a Samuel Pepys, un funcionario naval británico, en plena noche. Había comenzado un incendio no muy lejos y podía ser grave. Pepys le pidió a su lacayo que se retirase y continuó durmiendo.
Cuando se dio cuenta, a la mañana siguiente, el incendio se había convertido en el más grande que sufriría Londres en su historia. Puso a salvo todo lo que pudo, pero no tuvo tiempo suficiente para llevarse todas sus pertenencias a su casa de campo, así que enterró en el jardín sus posesiones más preciadas: algunos papeles, unas barricas de vino y una rueda de Parmigiano, con la intención de volver a por ellos.
Nunca tuvo, que sepamos, la oportunidad de hacerlo, así que es bonito imaginar que allí, bajo una de esas calles espantosas de la City, más o menos donde hoy hay un Sainsbury’s en el cruce de Mincing Lane con Frenchurch Street, hay un queso italiano que lleva madurando más de 350 años.
La historia tiene muy poco que ver con la idea esa tan sobada que tenemos sobre cómo se come (y se comía) en Londres, una de las ciudades, ya que estamos, que me parecen gastronómicamente más interesantes, ricas y diversas de Europa, por mucho que nos empeñemos en lo contrario. Volveré sobre esto de los tópicos y las repeticiones hasta la náusea en un par de párrafos.
Noviembre
Noviembre es siempre intenso, pero este año se ha empeñado en llevar el concepto de intensidad a un nuevo nivel. En unas horas me subiré a un avión para salir de la Península Ibérica por primera vez en prácticamente dos años. Luego, a pesar de que he tenido que cancelar algunas citas, me quedarán unos miles de kilómetros por España (y tal vez Portugal) en las próximas semanas. La vuelta a la normalidad. A ver lo que nos dura esta vez, que ya es la tercera en 18 meses.
Literatura gastronómica
Mientras, aprovecho para leer. Por trabajo estoy revisando mucho de lo publicado en crítica e historia de la gastronomía en España en los últimos años. Hablo de libros, no de prensa. Y, en líneas generales, qué gran decepción. No estamos siendo capaces de actualizar la escritura gastronómica y seguimos anclados en un estilo, en unos temas y en unos recursos nacidos en los años 60.
No hace falta dar nombres. Nos movemos entre el anecdotario -Un rey pidió su comida y te sorprenderá lo que ocurrió a continuación- normalmente falso y prácticamente siempre indemostrable; el relato de restaurantes, botellas y productos caros, como si de un catálogo o una colección de trofeos se tratase, la reescritura de cosas ya leídas hace décadas y el libro de cocinero, que es el recetario de toda la vida pero hasta arriba de anabolizantes. Y normalmente con tatuajes. Salvo excepciones, también ¿Podemos dejar de poner la muletilla tras cada párrafo para que nadie se sienta ofendido?
Lo peor que puede pasar con un libro de gastronomía es que a la tercera página estés pensando “este tío quiere escribir como Nestor Luján”, que es igual de triste que abrir una novela y pensar “este señor quiere escribir el Pascual Duarte, en 2021. Qué lástima que ya esté escrito hace 70 años”. Y eso me lleva a que, en realidad, a la hora de escribir seguimos pensando en la gastronomía como una cosa para señores con pasta. Señores de una cierta edad y una cierta posición, señores con un cierto dinero que necesitan que se sepa que tienen un cierto dinero. Señores que coleccionan restaurantes como coleccionan corbatas, puros o señoras.
Y me puede la pereza.
2021, finales. Ya hemos actualizado la cocina, quizás es momento también de que empecemos a revisar la forma que tenemos de escribirla. Un vistazo a la serie The Best American Food Writing da una pista sobre por dónde van los tiros en otros lugares.
O una mirada a la revisión que, también en Estados Unidos, se está haciendo de la relación entre la cocina y la historia, la desigualdad o los conflictos sociales, raciales, etc. Algunos ejemplos: The Potlikker Paper, Black Food: Stories, Art and Recipes from Across de African Diaspora o Taste Makers: Seven Inmigrant Women Who Revolutioniced Food in America.
Aquí podríamos, en la misma línea, escribir sobre la cocina gitana (y su invisibilización), sobre la cocina de las inmigraciones internas a Madrid, Barcelona, Sevilla… Galicia pide a gritos un libro sobre la cocina de la comunidad caboverdiana de Burela (Lugo). Si no conoces esa historia, haz una búsqueda rápida, porque es sorprendente.
Tal vez podríamos revisar conceptos como lo japo-cañí, lo nikkei elaborado por gente nacida a orillas del Mediterráneo, lo de “el mejor panettone del mundo se hace en Fuenlabrada” o “la mejor pizza está en un pueblo de la Matarraña” teniendo en cuenta cuestiones como la apropiación cultural, a ver qué pasa. Que igual no pasa nada. Pero bien que nos ponemos luego estupendos como nos toquen la paella o el pulpo á feira.
Podríamos escribir sobre las relaciones centro/periferia en la distribución alimentaria, sobre la cocina de las comunidades inmigrantes y lo que aportan al panorama en las grandes ciudades; escribir sobre las comunidades magrebíes, rumanas, ecuatorianas, peruanas, chinas, senegalesas,etc. Porque la cocina española, ahora, es también eso.
Para mi hija unas gyozas, unos tacos o bajar al coreano de la esquina son algo que forma parte del paisaje cotidiano, aunque para mí sean relativamente nuevos. Del mismo modo que para mí las hamburguesas o las pizzas son algo de toda la vida, mientras que para mis padres fueron una incorporación tardía, e igual que para ellos lo fueron la pasta con tomate, los cubitos de caldo concentrado o la Fanta de naranja, una modernidad para mis abuelos.
Empeñarnos en no escribir sobre esas cuestiones es darle la espalda a nuestra realidad gastronómica. Y, en ese sentido, me quedo con este párrafo de un texto en el New Yorker sobre algo que llaman French Tacos (y que me parece una aberración. La idea de unos tacos franceses, quiero decir. El texto me parece bien):
En el imaginario estadounidense la cocina francesa puede parecer u ente estático, la expresión inmutable de una cultura tal como la codificaron Câreme y Escoffier y la interpretó Julia Child. Boeuf Bourguignon, quiche lorraine, sopa de cebolla, mousse de chocolate. Esos platos siguen siendo básicos, junto con la pizza, el couscous y otras especialidades adoptadas, pero la cocina francesa puede ser tan voluble como cualquier otra. La última tendencia no tiene que ver con aspics o emulsiones ¿Qué comen los franceses en la actualidad? Es tan probable que la respuesta sea French Tacos como cualquier otra cosa.
¿Qué comen los españoles ahora? Si salgo a la calle veo una cosa, si voy a la sección de gastronomía de la librería, me cuentan otra. Si entro en Instagram o en Twitter, comemos en Lera los días pares y en Aponiente los impares. A lo mejor estamos escribiendo ciencia ficción.
Algunos links
Hace dos décadas me dedicaba al arte prehistórico y preparaba mi doctorado (no llegué a terminarlo). Me pasé un par de años recorriendo los montes del sur de la provincia de A Coruña para estudiar los grabados de la edad del bronce que se conocían por entonces. Y en el proceso encontré algunos más.
Todo eso quedó aparcado hace mucho tiempo, pero en los últimos meses pude ayudar a una asociación vecinal a parar la construcción de unas obras de alta tensión que iban a afectar a uno de los conjuntos que catalogué en su momento y que, por lo que fuera, el organismo competente nunca llegó a incluir en sus mapas. Lo cuentan aquí.
El otro día, en una charla, le recomendaba a una amiga un museo diminuto en Milán: la Casa Museo Boschi di Stefano, un piso en el centro de la ciudad en el que se conserva la colección privada de Antonio Boschi y Marieda Di Stefano. Es su casa, son sus muebles y es un recorrido por el arte y el diseño italianos del S.XX realmente bonito. Si tuviese suficiente dinero no me importaría gastarlo así.
El museo es diminuto, es gratuito y está atendido por voluntarios que te reciben casi agradecidos por tu visita. Es una pequeña maravilla muy poco conocida y puedes verla aquí.
Lo que he leído
Esta semana hablaré de dos libros, un ensayo y otro que está a caballo entre eso y la autoficción.
El primero es La España de las Piscinas, de Jorge Dioni, un análisis de todas esas formas de urbanismo que hace 20 años veíamos en las películas americanas y en las que ahora vive parte de la población. Buena parte, si hablamos de gente de menos de 50-55 años. Los PAU, la desaparición del barrio como forma de vida y de los centros históricos tal como los conocíamos. Desayunar en el coche de camino al trabajo desde la urbanización.
El otro acabo de terminarlo. Buena Mar, de Antonio Lucas, es la historia de un periodista que se embarca unas semanas en un pesquero del Gran Sol. El autor es madrileño, así que reconozco que tuve miedo de encontrarme con un romantización ñoña de la vida en el mar o, por el contrario, con un relato de la vida del noble bruto.
Nada que ver. Creo que es un relato bastante realista y poco edulcorado de lo que pasa para que podamos tener merluza a 6,90€/Kg en el supermercado. Se lee de un tirón.
Lo que he visto
Ayer fuimos a ver Dune. Y, como siempre con Villeneuve, salgo con la sensación de haber visto algo con más forma que fondo ¿Bonita? Sin ninguna duda. Qué fotografía, qué encuadres. Cómo corre la arena sobre las dunas. Qué guapos todos y cómo les caen las capas y los abrigos. Sin embargo, si hablamos de los personajes, podrían desarrollarse más. Y si hablamos del ritmo… Mejor no hablemos del ritmo.
Vale la pena verla. Sobre todo porque hay que verla mientras siga en cines. Creo que en pantalla pequeña lo visual perderá peso y entonces la película tendrá que aguantarse sobre el guión. Mejor en el cine, insisto, y sin más intención que dejarse ir de una imagen bonita a la siguiente. Si el director lo hace ¿Por qué no nosotros?
Lo que he escuchado
El último de The Killers, Pressure Machine. Mira que tardé en encontrarles la gracia, pero, será la edad, cada vez me parecen más interesantes.
Es cierto que a veces el síndrome Springsteen les da con demasiada fuerza, como en Quiet Town, pero en otras, como In Another Life, se llevan la cosa más a su terreno.
También he vuelto a escuchar a NHU, que seguramente no te sonarán de nada. Cuando Madrid tenía sus Leño y sus Burning y Sevilla tenía a Triana, en Santiago los teníamos a ellos. El rock progresivo pasó de moda, cantaban en gallego y desde una ciudad pequeña. Nunca fueron populares. Pero escucharlos ahora, 45 años después, no deja de resultar curioso. Ahí estaban, casi una década antes de que en Vigo se hablara de la Movida, 15 años antes de que Compostela tuviera su pequeña escena hardcore, cuando de aquí había salido poco más que Juan Pardo, Andrés Dobarro y el padre de Julio Iglesias. Un respeto.