El festival de San Remo es un delirio. Absoluto y sin paliativos. Es un delirio que abraza su mamarrachez y la eleva. Habrá quién me diga que es como un Benidormfest, pero, verás: no. Es como si a lo de Benidorm lo inflases a anabolizantes y lo soltaras en un karaoke de Magaluf, de madrugada, con cuatro copas encima. Todo con la presencia del presidente de la república o, a veces, el papa, flores para los invitados, orquesta en directo y algún actor de Hollywood, bien de botox y de Just For Men, que ha vivido horas mejores y al que le importa todo absolutamente un carajo, que él está allí para divertirse y cobrar. Mucho tatuaje, mucha purpurina, mucho estilismo llamativo y mucha catarsis colectiva. Supera eso, Sorrentino. O Lynch, quizás, por momentos. Un poco de cada uno de ellos, quizás, sea lo que más se le acerca.
Sin embargo, o quizás por todo eso, me parece una radiografía interesante de un país, de cómo se ve y de cómo quiere que lo vean, de cómo se relaciona con algunos de sus referentes y con su nostalgia huyendo de lo irónico. San Remo no es -a mí no me lo parece- un delirio irónico. Es un delirio a secas, uno que se acepta y se retroalimenta hasta convertirse en algo mucho más grande que él mismo, en algo que, me temo, desde fuera no alcanzamos a comprender.
Esa esa relación de Italia consigo misma, con su cultura pop, incluso la más petarda, la más kitsch y la más excesiva, la que me interesa, si es que me interesa algo de esto festival, que eso es algo que todavía está por determinar.
Me interesa, en definitiva, esa mirada hacia uno mismo, hacia sus referentes; dónde decide cada cual situarse para mirar hacia dentro, a sus orígenes, a su alrededor, a sus referentes, y para proponer, desde ahí, cosas nuevas.
Hace un par de días le decía a alguien que me gusta particularmente un restaurante -no diré cual- porque es imperfecto, porque hay ideas originales detrás, hay personalidad, aunque luego falte, con frecuencia, pulir los platos, redondearlos de alguna manera. Valoro más ese chispazo, esa diferencia, que una perfección técnica que hace no tanto tiempo se habría llevado toda mi atención. Me parece mucho más interesante que ese cocinero haya aceptado su mundo y lo proponga sin complejos que otras fórmulas que pierden alma a fuerza de mirar a los lados.
Algo similar me ocurrió hace unos días en el recién abierto restaurante Arnanz, en Madrid: platos sabrosos, la mayoría de las veces construidos con poco más de tres elementos y, aquí y allá, una cierta capacidad de desconcertar reformulando, como ocurrió con el plato que se anunciaba como “El bosque en la mesa: pato asado, romero silvestre y trufa negra”, que se servía junto con un Rioja crianza de perfil clásico, además, y que bien podría haber sido pesado, previsible e innecesario, pero que fue una sorpresa: un guiso de alforfón en un caldo profundo de pato, chips de ajo tostado que añadían pungencia, una crema de hierbas de monte bajo que refrescaba, la trufa laminada encima, liberando aroma según se iba templando. Al lado, la pechuga de pato, de cocción milimétrica. Y todo era, de algún modo, ya visto, pero era, también, al mismo tiempo, diferente. El acento en el pseudo-cereal y en las hierbas convertía al plato en algo mucho más interesante.
En ese sentido, me llama la atención cómo, con frecuencia, hay restaurantes de los que hablamos como “restaurantes de cocineros” y otros que a estos, por lo general, no les encantan. Me temo que la diferencia entre unos y otros está en lo que se valora: en unos, creo, prima la técnica; en los otros, quizás, al menos en algunos que me gustan sin tener un gran éxito dentro de su propio gremio, lo que pesa son otras cosas: originalidad, ideas, creatividad, un universo propio, unos referentes cultos o al menos no obvios. Una vez más es una cuestión de perspectiva. De dónde ponemos la mirada los que asistimos desde fuera, en esta ocasión.
He hablado varias veces aquí de Mariana Enríquez. Y lo hago por este mismo motivo, por esa capacidad de ver una Argentina que está ahí, que es casi obvia, pero que consigue contar sin que resulte en ningún momento tópica. Logra, de algún modo, abrazar una parte del país que es fea, que es sucia, de la que no estar particularmente orgullosa, y convertirla en algo más. Otra vez es la mirada desprejuiciada, el relato personal sobre algo que es común a tantos otros, lo que convierte esa materia en algo más.
Diría lo mismo de Kiko Amat, supongo. Es la falta de prejuicios, es encontrar el atractivo en lo habitual. Demuestra que el interés -no descubro nada- está en la forma de mirar. Lo diría también de Andrea Abreu, por ejemplo. Y de tantas otras.
Nuevas miradas sobre objetos o realidades viejas. La semana pasada estuve en el Museo Reina Sofía. Hacía años que no volvía. Y creo que ha sido una buena cosa que fuese así, porque eso me ha permitido, a partir de una misma colección, haberme asomado a dos museos distintos, a dos miradas diferentes, la de entonces y la de ahora. Las obras son las mismas, es el discurso el que cambia. Y es el que lo transforma todo.
Qué preciosidad, también, el Museo Helga de Alvear, en Cáceres. Qué interesante su manera de proponerse frente a la ciudad histórica, de proponer su propio relato sin tener que integrarse en otro, en el de una Cáceres monumental, que está ahí, con toda su potencia, desde mucho antes. Qué bien ha sabido dialogar con eso, sin tratar de disfrazarse; complementando, enriqueciendo.
Emilia Pérez.
¿Quiero meterme en ese jardín? Metámonos, sí. A mí, que no me atraen los musicales en general -aunque ahora que lo pienso, siempre me quedo enganchado cuando encuentro West Side Story en algún canal- me gustó.
¿Hay tópicos? Y tanto que los hay. Hablemos, si eso es un problema, de El Padrino, de cualquier película de Tarantino. La saga James Bond está, incluso en las entregas más recientes, cuajada de tópicos de principio a fin y no suele haber demasiado revuelo. Aceptamos que, sí, de acuerdo, huele a machista de lejos, pero les ponemos unos paños calientes, le damos un barniz de cierta ironía, y ahí se acaba la historia. Oh, espera: a lo mejor Narcos. No, tampoco ¿Una de esas con Liam Neeson llenas de golpes y prejuicios de brocha gorda hacia todo el mundo, ya sea turco, ruso, albanés, mexicano, mafioso, terrorista, narcotraficante, de la CIA…?
Pero además de eso, y no voy ni a entrar en si alguien de puede enfrentarse a los tópicos de otro desde fuera, que es un tema que queda para otro día, hay ritmo y hay originalidad. Un poco descarada, a veces, un poco provocadora por la vía rápida, de acuerdo, pero la hay. Si quieres tópicos, que además de descarados, además de obvios, sean baratos, sean una fórmula y cosifiquen, reduzcan y simplifiquen podemos hablar de casi cualquier película de Marvel, del universo DC o similar, si quieres.
Y, sin embargo, hablamos de Emilia Pérez. Y uno tiende a suponer que lo hacemos por algo más. Porque la actriz protagonista ha hecho una demostración práctica de cómo manejar mal una crisis de reputación, es verdad. Pero me pregunto, y este es otro tema que ni voy a empezar a explorar, si todo esto habría tenido la dimensión que tiene -y que tendrá- si no fuera una actriz trans.
Me gustó, decía. Me gusta su intención de tener una mirada distinta sobre un tema que se ha representado en la pantalla -desde dentro y desde fuera, con muchos tópicos, con muchísimos tópicos, con racismo, clasismo, xenofobia, machismo, acoso y todo lo que quieras, que va a resultar ahora que las películas de, yo qué se, Steven Seagal o Jason Statham son un dechado de corrección e inclusividad hacia otros colectivos, y aquí estamos, no me jodas- hasta la extenuación; su voluntad de explorar nuevas problemáticas en un contexto tan manido y de hacerlo con ese híbrido de géneros.
Me gustó, pero sin volverme loco. No me cambió la vida y probablemente será una de esas películas de la que en un par de décadas apenas nos acordaremos, más allá de la polémica. Me hizo pensar, de alguna manera, en el Asesinos Natos de Oliver Stone, que si quieres tópicos, provocación un tanto gratuita y estereotipos, ahí tienes para elegir. Me gustó, esa también, en su momento. Y seguramente no habrá envejecido muy bien. No lo sé. No había vuelto a pensar en ella, como me temo que ocurrirá con Emilia Pérez, en los últimos 20 años. Quizás debería volver a verla.
Hace un tiempo mi punto de vista habría sido otro. Probablemente me habría quejado de las inconsistencias, buscaría los flecos y encontraría motivos, seguro, para ofenderme. Ya no. Hacerlo, ahora, me parecería una pérdida de tiempo, pero sobre todo un aburrimiento, una pretensión pedante que no lleva a ningún lado.
Peor aún: lleva a un lado, sí, a uno que no me gusta nada y que crea monstruos: el de las certezas y las categorizaciones rígidas. Hace unos días comí en un restaurante -tampoco diré el nombre- que aparece en algunas guías, que tiene bastante reputación local y unos precios en consonancia. Versión corta: fue un espanto y el ejemplo perfecto de esto de lo que hablo.
La versión un poco más desarrollada, ahora: había todo lo que se supone que tiene que haber para que las guías y la prensa especializada se fije. Y está claro que funciona, porque ahí está el restaurante, con su renombre y sus cosas, su despliegue de placas en la puerta, desde hace años. Pero pocas veces tuve una sensación de previsibilidad, de desgana y de me importa todo un carajo como ese día.
Había vieira, había trufa, había foie. Los pobres, qué culpa tendrían, pero ahí estaban. Había, también, me temo, un congelador enorme en la cocina; dos o tres cazos con salsas y dos o tres cubetas con guarniciones que se usaban y se repetían de un modo aparentemente aleatorio, en una combinatoria fascinante, en cierto sentido, pero desastrosa. En algún momento me hizo pensar en ese accidente que te cruzas en la autovía y que no puedes dejar de mirar, aún sintiéndote mal por ello, presa de una fascinación extraña por el desastre.
Había, sobre todo, una falta de originalidad preocupante, una cocina absolutamente procedimental, como ocurre en esas películas en las que sabes que ahora viene una explosión, ahora un antagonista que resucita en el último minuto, cuando ya lo daban por muerto, y al que rematan, claro, porque los buenos siempre ganan, lo hacen en menos de 90 minutos y aquí venimos a lo que venimos.
Quizás si no hubiésemos instaurado todos esos tópicos a fuerza de años de martillear con ellos -los productos de relumbrón, la sucesión snacks-entrantes-pescado-carne-postre-petit fours, los gestos vacíos de un fine dining sin sentido- si no hubiésemos validado tantas ideas comunes, tantos gestos vacíos, y no hubiéramos convertido en recursos fáciles determinados alimentos que ahora son ya más un signo que una materia prima, podrían haber ahí un asomo de personalidad; de carácter, de estilo, de ganas, de emoción. De oficio. De algo, por dios. Lo que había, sin embargo, era el recurso fácil, el gesto que ves venir desde lejos, el camino más corto hasta llegar a la cartera de quien quiere comer símbolos, señales de estatus, de una cierta sofisticación un poco raída ya. Hastío.
Ojalá en lugar de tanto producto reconocible como perteneciente a esa esfera hubiera imaginación. Ganas, al menos; algo que contar. Una cierta dignidad profesional, que esta gente se está dejando un dinero ahí. Desde el pan precocido al café de cápsula fue todo cuesta abajo, de tópico en tópico, de idea previsible en idea previsible, de atajo en atajo, hasta el desastre por acumulación.
Habría preferido, sin duda, que tratasen de provocarme, de incomodarme, de llevarme a algún lugar en el que no hubiese estado antes, aunque fuera de una manera un tanto torpe, aunque el esfuerzo no fuese redondo. Habría deseado algo de imaginación, de chispa, el atisbo de un intento, al menos; la intención de un lenguaje propio, de un gesto original aún a expensas de pasarse de frenada o de no rematar bien, cosa que, por otro lado, tampoco ocurrió ese mediodía zangarrián. Habría algo a lo que agarrarse. No lo hubo por desgracia, y ahí sigue ese lugar -como algunos otros- en críticas y guías, como un grandísimo monumento a la desgana y a la falta de ganas de esforzarse mucho, también por parte de quien escribe, porque aquello no se explica de ninguna otra forma. Ahí sigue y ahí seguirá, lo que casi dice más de nosotros, como clientes, como opinadores, como personas que escribimos -en mi caso- sobre esto, que sobre ellos.
Si algo no hay en San Remo, como en Emilia Pérez, es hastío. Y en eso, sinceramente, nos gana.
Gracias por seguir ahí una semana más.
Luego que si Sorrentino se inventa cosas.
No he visto la peli. No sé de qué va. Si bien el otro día, paraíto en el atasco, escuchaba un programa de humor matinal en el transistor (patapumchassss de señor mayor) y leían algunos de sus tweets. Me parecían una barbaridad. Y una vez escuchados me dije a mi mismo (y al GPS) en voz alta: Esto lo dice un tio-machote-machote-depeloenpecho y lo sacan a hombros (y en el hormiguero).
Por otro lado... fine dining. Cada vez que lo leo me tomo un chupito. Últimamente bebo demasiado, me temo. Fine-dining es arrrrrrrrrrrrgh x10e6