¿Qué es interesante?
Hay algunas cosas que cada vez me dan más vueltas en la cabeza en relación con la gastronomía. La primera de ellas es que cuando le preguntas a alguien a qué restaurante le apetecería volver mañana, cuál es ese sitio al que iría todas las semanas si pudiera, muy rara vez alguien te menciona un restaurante de alta cocina; cuando preguntas por el plato que te hace sentir en casa, casi nadie responde con un plato de restaurante estrellado de su ciudad o de su zona.
Quizás no es necesario que sea de otra manera y seguramente eso ni le pone ni le quita nada a los restaurantes de alta cocina (hablo de alta cocina a falta de una palabra que me guste más, porque restaurante gastronómico, como idea, es algo que me parece espantoso, que implica un clasismo terrible y que se basa en que los demás restaurantes no son gastronómicos, signifique eso lo que signifique, lo cual me parece una aberración).
Alta cocina, le leía el otro día a alguien, es también clasista -racista, decía, si no recuerdo mal- pero no puedo estar más en desacuerdo. La alta cocina es la cocina de la excepcionalidad, ya sea por técnica, por producto, por planteamiento o en relación con su contexto y eso no tiene nada de clasista. Menos aún de racista. Lo excepcional es simplemente aquello que no es cotidiano, sencillamente porque cuando pasa a ser cotidiano, deja de ser excepcional. Cualquier otra lectura relativa a la exclusión que supone el coste, el hecho de que unos se lo puedan permitir más que otros, etc. es posterior, tiene más que ver con el contexto que con el hecho gastronómico y es algo, en realidad, que hemos decidido que es así y que así está bien, no algo que sea consustancial a la alta gastronomía necesariamente. Dice más de nosotros, creo, que de la cocina de un tipo o de otro.
Pero, ya que estamos, quizás ese tufillo elitista que tanto hemos encontrado -y seguimos encontrando- toda una ritualización tantas veces innecesaria cuando, en realidad, al restaurante vamos a disfrutar y a ponernos en manos de otras personas, esté en el fondo de todos esos males y de unos cuantos más. Tal vez por eso sigue habiendo una cierta antipatía y, sobre todo, tal vez por eso esos formatos gastronómicos no suelen romper la barrera del confort y de la memoria del comensal. Y es algo que deberíamos haber notado hace tiempo, pero que quizás ahora aún más habría que revisar.
La segunda cuestión que me preocupa tiene que ver, también, con una cierta desconexión. O con una burbuja. O con una burbuja desconectada, en buena medida, de la realidad, lo que supone un fracaso.
Llevamos décadas a vueltas con la gastronomía, atacando por tierra, mar y aire con la vanguardia, con la cocina contemporánea, con las aportaciones de unos y de otros, pero en cuanto sales de esa burbuja en la que nos movemos unos pocos cientos de personas en toda España entre cocineros, empresarios, bodegueros, prensa, agencias y algún gremio más, cuando levantas la cabeza resulta que hay todo un mundo ahí fuera absolutamente impermeable a los cientos de miles de páginas, a los miles de horas de televisión y radio, a las docenas de congresos, charlas, mesas redondas, foros, simposios, encuentros y conversaciones y que va por otro lado.
Es bueno dejar de mirarse al ombligo de vez en cuando para darse cuenta de cómo esa distancia entre la realidad y algo que nos parece -a algunos- tan importante no sólo no ha decrecido sino que los mismos resquemores, los mismos tópicos y las mismas incomprensiones de siempre siguen ahí. Y se les han ido sumando otros, por si con aquellos había poco.
Podríamos ponernos estupendos, decir que no entienden nada, que son los demás, no nosotros, y seguir en nuestra burbuja hasta el día que estalle y nos salpique. O podríamos tratar de ver qué está pasando y por qué ocurre. Por qué en Lidl o en Mercadona sale un producto nuevo casi cada semana al que se añade trufa. O algo parecido a la trufa, porque la trufa, en realidad, es más una aspiración que una realidad material, a estas alturas. Seguramente en algún restaurante de tu barrio o de tu pueblo alguien sirve algo con una bechamel trufada, una pizza tartufata o cosas por el estilo, platos elaborados con un sucedáneo que, con suerte, incluye un 2-3% de una trufa que seguramente ni siquiera es la que te gustaría pensar que es en realidad.
Yo no sé si podemos hablar de que un 2-3% de uno de los ingredientes en una de las elaboraciones en un plato es significativo. Pero sí sé lo que esa trufa en dosis homeopática es, desde mi punto de vista: es una derrota. Es la constatación de que hemos sido capaces de comunicar el signo, pero no el significado.
Y no es extraño, si te asomas a redes sociales, que son la forma en la que una inmensa mayoría de la gente se acerca a la alta cocina, en muchos casos sin pasar nunca de ahí. Hemos vendido una sucesión de productos que lleva el fenómeno cada vez más hacia una exclusividad que mal entendida -no sé si hay forma de entenderla bien, en realidad- produce monstruos.
Por trabajo me dedico a moverme mucho por carretera y a comer en todo tipo de sitios, desde restaurantes con estrellas o soles a bares a pie de ruta, casas de comidas de las de toda la vida y esos restaurantes que hay en todas las comarcas de los que siempre hay alguien que te dice que son la futura estrella Michelin.
Estos últimos suelen ser sitios que funcionan razonablemente bien y a los que la gente de la zona vuelve con frecuencia. No son carísimos, pero tampoco son baratos. Y son un termómetro excelente para identificar esos signos de los que hablaba más arriba, para localizar gestos, para entender qué se ha trasladado como experiencia gastronómica a la realidad, al día a día de la gente más allá de esta burbuja.
Algunos, por suerte, hacen un trabajo espectacular de defensa del producto, de reivindicación de la cultura gastronómica local; incorporan técnicas y elaboraciones novedosas a su propuesta con sentido. Pero por cada uno de estos hay dos o tres que son auténticos diccionarios de esos signos que han permeado, que han dejado la burbuja profesional para trasladarse al conjunto de la sociedad y son ya, por lo tanto, parte de nuestra cultura.
Esos casos se convierten en no-lugares gastronómicos, que podrían estar en Soria, en la Costa Brava, en un pueblo de Lugo o en La Gomera, da igual. Y, más allá de consideraciones puristas, tienen todo el sentido: son lo que la gente espera, son lo que el público demanda, son lo que la persona que cocina ha identificado como atractivo para sus clientes. Visto así, el brioche japo-mex de cochinita pibil con salsa tonkatsu-yuzu, brotes de mertensia y daikon encurtido en vinagre de arroz tiene todo el sentido del mundo. Lo cual, insisto, si bien puede ser un éxito comercial, es un fracaso rotundo en otros aspectos.
Es un fracaso no tanto porque el plato esté bueno o malo, que no lo sé; ni siquiera porque alguien decida legítimamente que eso es lo que quiere ofrecer al mundo, cosa que me parece fantástica y que, además, cuando está bien hecha, quizás hasta está muy bien. Es un fracaso cuando todas las comarcas y todos los barrios tienen alguno o varios de estos establecimientos mientras que algunas recetas o productos locales son ya imposibles de encontrar allí.
Pero ni siquiera es ese el problema, aunque sin duda sea un problema. Lo fundamental, para mí, está en que con toda esa pirotecnia se acaba perdiendo de vista la realidad. No sólo se deslocaliza una cocina o sus ingredientes sino que se pervierte el concepto de excepcionalidad. La excepcionalidad pasa a residir en lo raro, en lo difícil de conseguir, en el producto que tienes que preguntar qué es, en la técnica insólita, aunque tal vez no se domine, en el ingrediente caro -ya veremos luego si, además, es bueno- en vez de estar en la calidad, en el respeto absoluto al producto, en la sencillez, en la contención.
La atención se lleva a los fuegos artificiales, a las cuentas de colorines y se aleja de lo que debería ser lo esencial: el producto, la elaboración y el sentido común. A los que yo sumaría el sentido del lugar.
¿Quiere eso decir que descarto cualquier restaurante que no tenga que ver con el lugar? No. De hecho, uno de mis restaurantes preferidos es Purosushi, un japonés, en Vigo. Un japonés que sabe lo que hace, que no alardea innecesariamente y que además, en mi opinión, tiene todo el sentido a orillas de una ría y junto a una de las grandes lonjas de España. Tiene mucho más sentido que el exceso de gestualización hiper-local aunque vacía que, por desgracia, tanto abunda con gran éxito de crítica y público. Pero es una excepción. El problema no son las excepciones, el problema son las excepciones que acaban convirtiéndose en norma.
Soetsu Yanagi, el autor de La Belleza de lo Cotidiano, afirma que lo que importa no es si un producto es nuevo o viejo, sino si se trata de un producto honesto y sincero ¿Honesto con quién? Consigo mismo, creo. Porque esa es la única forma de que sea honesto con los demás.
El fracaso está ahí. No hemos sido capaces de transmitir la honestidad y la sinceridad -conceptuales, antes de que nadie me diga nada- como valor principal de la gastronomía, como lo es de cualquier otra manifestación cultural. Así que aquí estamos, después de cuatro décadas dando la turra, mirando espejitos que brillan y asombrándonos con todas esas lucecitas de colores que proyectan en las paredes.
Si ese no es el gran fracaso de la gastronomía, como lo es en la literatura, la arquitectura o la televisión, sinceramente, no sé cuál es. Es muy fácil hacer llorar a alguien en un programa de televisión, es relativamente sencillo ser efectista escribiendo, como lo es conseguir un “Oooh!” con un plato lleno de humos, brillos y productos del otro lado del mundo. Con un puntito dulce que modere el ácido y el picante, que exóticos sí, pero tampoco vayamos a pasarnos. Ahora consigue emocionarme con un plato que tenga un repollo local como ingrediente principal; logra que un pescado humilde, desnudo, sin apenas acompañamiento, se quede grabado para siempre en mi memoria.
Recuerdo, por ejemplo, un plato que nos presentaron como La Esencia de la Sardina: pan empapado en la grasa que las sardinas sueltan al hacerse a la parrilla. Era final del verano, estábamos a la orilla de la ría en el restaurante Nordestada, en Portosín. Me parece difícil hacer más con menos, situarte en el lugar, en la temporada, hacer clic en tu memoria simplemente con un poco de pan y algo que normalmente se descarta, con un aroma, con una sensación. Luego llegó el resto y estuvo a la altura, pero aquel primer bocado, tan barato, tan sencillo, tan poco efectista -aunque tan efectista, también, al mismo tiempo, aunque de otra manera- se quedó ahí, en mi memoria, para siempre. Recuerdo el virrey de La Huertona, pescado y brasa, nada más; el cogollo con ostra de Bagá, la coliflor con nabo de La Botica de Matapozuelos, el escabeche de caracol de Trivio. Recuerdo los calamarcitos de Nito, la alcachofa de Nuestra Barra, el pan con tomate de Els Casals…
Lo otro puede tener todo el sentido empresarial, aunque muchas veces no lo tenga, porque los costes de los fuegos de artificio suelen ser altos, pero tiende a tener muy poco interés gastronómico.
Hace poco escribía en un texto (se publicará estos días en Bonviveur) que quienes comunicamos la gastronomía, sea desde la plataforma que sea, tenemos que dar la batalla con esto. Cada día, cada uno con su tono y en la medida de sus posibilidades. Porque lo contrario es renunciar, dar la guerra por perdida y seguir poniendo cara de intensos en nuestro rincón, completamente al margen de lo que está pasando ahí fuera.
Gracias por seguir ahí una semana más.
Algunos enlaces
Se acerca el carnaval. Tiempo de orellas, hojuelas o de bunuelos texanos.
Fui a ver The Menu cuando se estrenó en cines. Salí de la sala desconcertado, sin saber si me había gustado. Hoy diría que sí y que quizás lo que me desconcertó fue verme -a mí y a mucha gente que conozco- como objeto de burla en una película. Aunque la película no sea tanto una sátira superficial sobre la alta cocina y explore algunos de los tópicos sobre los que escribo hoy aquí: cómo se ve la alta cocina desde fuera; los excesos, las actitudes naif, la incompresión mutua entre ese círculo cerrado y la sociedad en la que se desarrolla.
A veces con un exceso de mala leche, a veces con un cierto efectismo -dije que en líneas generales me gustó, no que fuese mi película preferida de la historia del cine- a veces con recursos facilones -esa hamburguesa redentora. Aunque, si lo piensas dos ves ¿cuántas veces te ha dicho un cocinero de primera línea que si hoy volviese a empezar lo que de verdad le gustaría es tener un local de hamburguesas? ¿En qué se reconvirtió NOMA cuando quiso darse un respiro? Quizás el recurso no era, al fin y al cabo, tan simplón- pero en general metiendo el dedo en el ojo, que siempre está bien. Hemos visto películas demoledoras sobre el mundo del cine, del teatro, de la televisión, del arte o del deporte. Esto es lo mismo, ni más ni menos. Y cuanto más escarbas, más te das cuenta de que está hecho con bastante conocimiento de causa.
Me parece interesante el punto de vista en este texto del New York Times.
Por cierto, si crees que la película exagera con su localización y demás, la realidad ya estuvo antes allí.
Lo que he leído
Estoy con La Belleza del Objeto Cotidiano, de Soetsu Yanagi (Ed. Gustavo Gili, 2022) y me está haciendo pensar mucho. No le pido más a un libro.
Es cierto que visto en su contexto -el autor fundó el Movimiento de las Artes Populares en Japón en los años 20- algunas partes hay que leerlas con una cierta distancia, pero entre tanto brilli-brilli y tanto bombazo, se agradece una mirada a cosas más sencillas.
Lo que he visto
En lo que va de año no estoy acertando demasiado. He dejado varias películas a medias y he terminado otras porque no había nada mucho mejor que hacer, pero la verdad es que no he elegido demasiado bien por el momento.
Quizás lo mejor haya sido Los Niños del Brasil. Una película que tiene como cabezas de cartel a Gregory Peck, James Manson y Laurence Olivier no puede estar mal, por mucho que a veces se asome justo hasta el borde de lo grotesco.
Lo que he escuchado
Los años 70 fueron los del rock machote por definición, los del pelo en pecho y camisa desabotonada, los de los pantalones al borde de la hernia inguinal. Y, sin embargo, ahí estaban Heart para hacer otra cosa igual de rock, igual de años 70, pero distinta.
Son una de esas bandas que, aunque fueron conocidas en Europa, nunca tuvieron aquí un éxito ni remotamente parecido al que vivieron en América (casi 25 millones de discos solamente en Estados Unidos), como ocurre con Rush con bandas como Journey, Toto, Dave Matthews Band o Matchbox 20.
Nunca fueron de mis favoritos, entre otras cosas porque cuando triunfaron levemente aquí lo hicieron en su época menos memorable, en mi opinión, con cosas como Alone. No, no voy a poner el video aquí. Si quieres vas y te martirizas tú solo/a.
Hace unos días vi a las hermanas Wilson en el homenaje que hace unos años el Kennedy Center hizo a Led Zeppelin
Y recordé que detrás de esos excesos (quien no haya cometido algunos que levante la mano, por otro lado), había una gente que sabía tocar y cantar realmente bien. Y que en medio de toda aquella testosterona setentera hacía cosas como esta.