Puerros
Si tuviera que elegir una verdura, elegiría el puerro. Estos ejercicios son siempre un poco absurdos, pero tampoco es que aquí la cosa vaya de realismo científico, así que por qué no dejar que lo sean.
Hay muchas verduras que me gustan especialmente. La alcachofa, por ejemplo. Un espárrago blanco recién recogido, un grelo de calidad en su momento perfecto, unas habas tiernas. Una coliflor del país, de esas de cabeza pequeña, crujiente y jugosa cuando está bien fresca, y de hojas enormes, con un sabor tan complejo y tan poco conocido. Qué bonita, por cierto, aquella descripción de de Mark Twain: cauliflower is nothing but a cabbage with a college education.
Y ya que estoy con la coliflor, una receta rápida: separa la cabeza de una coliflor bien fresca en ramilletes. Hazlos al vapor el tiempo justo para que se ablanden pero manteniendo aún algo de su textura. Si la verdura no es vieja y no te pasas con el tiempo, no aparecerá ese aroma sulfurado que tan poco suele gustar.
Al mismo tiempo, funde mantequilla a fuego bien bajo, deja que se tueste hasta que empiece a tener un color dorado viejo. Añade unas alcaparras -de las que se conservan en sal, por favor, bien enjuagadas antes- retira del fuego, añade unas gotas de limón y vierte sobre la coliflor aún caliente.
Pero hablábamos del puerro que, no sé por qué, es siempre el gran olvidado. Un manojo de puerros tiernos, no más gruesos que un dedo, al vapor, acompañados por ejemplo con una vinagreta con el fruto seco que más te guste, huevo cocido y una pizca de mostaza es difícil de mejorar.
Aunque no hace falta irse a un producto tan específico. Hasta el puerro más humilde, grueso, del montón, podría ser una fuente insospechada de alegrías si no nos dejásemos influir por su precio, por su apariencia o por la poca consideración que le otorgamos.
Una sopa de puerro pochado bien despacio, con su toque de mantequilla -sí, mantequilla otra vez ¿Hay algo que huela más a casa que unos puerros pochándose despacito en mantequilla?- en un caldo suave y aromático de ave con un toque de azafrán; unas ruedas de puerro, tiernas pero aún ligerísimamente resistentes en el centro, en la salsa de un guiso lento de ternera; unos puerros tiernos a la brasa, como si de calçots se tratase…
El puerro ejemplifica todo lo que me parece más interesante en cocina: es un producto humilde aunque versátil; es un gran ignorado que, sin embargo, es capaz de sorprender cuando se maneja con creatividad. Es barato, cuando está en temporada es increíble, tiene una vida útil larga y, bien utilizado, apenas tiene descartes.
Así que es una pequeña maravilla, pero es, también, el antihéroe en un mercado que busca lo raro, lo costoso, lo poco habitual y lo exclusivo. Estos días está desembarcando en el mercado la pitahaya. Ya la he visto en un par de programas de televisión y en dos o tres fruterías del barrio. Para entendernos: el puerro es exactamente lo opuesto. Y por eso me gusta.
Lamprea
En Galicia acaba de empezar la temporada de lamprea, uno de mis fetiches culinarios, ese sí. Por todo lo que implica. Porque es una delicia, porque es un producto de estricta temporada y absolutamente local, porque fue una constante en mesas medievales en muchas más zonas, aunque ahora, en la Península Ibérica, ya sólo se cocine en un par de regiones de Portugal y en alguna comarca gallega. Y por la historia curiosa de una de sus recetas más habituales aquí.
La lamprea es, también, uno de esos productos sujetos a las leyes del esnobismo. Se encuentra en el mercado desde algún momento de mediados de enero hasta abril, aproximadamente. Y en estas primeras semanas los precios se disparan ¿Es mejor ahora que en febrero? No. Pero hay esa cosa de tomarla antes que nadie, de consumir la primera y demás que tan poco tiene que ver con la gastronomía y tanto con sacar músculo para la foto.
Es algo natural, imagino. Pasa con el campanu, pasa con los primeros espárragos, con las primeras trufas, los primeros guisantes… pero es algo que genera una cierta especulación, cuando no prácticas no demasiado éticas (gente que congela y envasa a vacío, gente que compra a lo grande y mantiene vivas en tanques para ir afectando a la oferta…) que, sinceramente, en ocasiones pienso que nos merecemos.
Dentro de unas semanas volveré a pedirla en restaurante. En Galicia hay toda una ruta de locales que la preparan en la que nos dividimos, en líneas muy generales, entre la escuela del Miño y la del Ulla. Yo, por proximidad geográfica, soy más del Ulla, aunque no le digo que no a nada.
Pablo Gallego (A Coruña), El Refugio (Oleiros), David Freire (Ferrol), Mesón de Lázaro, La Tacita d’Juan o A Barrola (Santiago), Casa Ramallo (Rois), Chef Rivera (Padrón), Cierto Blanco (Teo). Hay muchos otros, lo sé. Pero, insisto: mi zona es la norte.
Y, aunque hay muchas recetas tradicionales, algunas de las cuales van retrocediendo, como la lamprea con patatas, vino blanco y guisantes que se hacía en Noia antes de que se construyera el embalse del río Tambre, lo más habitual, especialmente aquí, en el norte, es la lamprea a la bordelesa.
Es una receta interesante, porque siendo ya una receta tradicional no es en absoluto una receta local. Alguna vez leí,aunque no consigo encontrar de nuevo la referencia, que un cocinero gallego emigrado a Francia en el primer tercio del S.XX trajo la receta consigo cuando regreso a su zona natal, en el Miño pontevedrés. No sé si es cierto, pero parece una forma razonable de que una receta culta acabe instalándose en el imaginario más popular.
La lamprea a la bordelesa (a veces se encuentra escrito como bordalesa o bordolesa) es un plato -el nombre lo deja bastante claro- de origen francés; una lamprea que se cocina en su sangre y abundante vino tinto que aquí, en Galicia, acompañamos con arroz en blanco y pan frito, mientras que en Aquitania se acompaña con puerros fondant, cocidos muy lentamente en una salsa que incluye más aromáticos que la receta gallega.
De nuevo los puerros.
Monjes
No sé si es cierto, pero suele decirse que los puerros fueron la verdura emblemática de los galeses en la edad media: podía cultivarse en invierno, incluso con el suelo helado, cuando muy pocas verduras más eran capaces de crecer allí; almacenados entre paja, al fresco, se conservaban durante meses, lo cual permitía tener algún vegetal fresco a mano en los meses duros e incluso, eventualmente, podía ser una ventaja durante un posible asedio.
En los barcos eran de las verduras que más aguantaban en estado comestible, lo cual es muy conveniente en singladuras largas en las que el riesgo de carencia de vitaminas es alto. Y eso, en el país de los santos navegantes, es mucho.
Gales es el país de los monjes que se lanzaban al mar para fundar monasterios -San Derfel y la isla de Bardsey, San Petroc, que llegó navegando a Cornwall- por el que pasó San Brendan buscando la Isla de los Bendecidos, aquella isla en la que desembarcó y pasó 15 días que para el barco que esperaba por el santo y sus acompañantes fue, en realidad, todo un año. Nada nuevo bajo el cielo, Christopher Nolan.
Como decía John Seymour: un pueblo que elige el puerro como la verdura que lo represente, tiene que ser por fuerza un pueblo brillante.
Muchas gracias por estar ahí una semana más, a pesar del retraso. A veces la realidad pasa por encima de la voluntad de ser constante. Y este 2022 está siendo, en ese sentido, una apisonadora.
Algunos links
Leía estos días a Rosa Molinero, que escribía sobre las implicaciones de algunas tendencias recientes en pastelería. Y descubrí ahí el concepto pedantosaurio, propuesto por el profesor de estética Fernando Castro. Una genialidad.
Leía también a Héctor G. Barnés en El Confidencial, hablando sobre los baños premium de Atocha. Y qué descorazonador me parece ese concepto de lo premium, que tantas veces consiste en devaluar lo estándar hasta tal punto que, una vez que lo has llevado a niveles ínfimos, sólo queda ofrecer una versión mejor, es decir, similar a la que existía originalmente, y venderla como premium. Cobrando por ello, claro.
Y, si en general esta cuestión de lo premium y lo exclusivo no me atrae, aunque, por supuesto, que cada uno se compre lo que quiera, sólo faltaría eso, que se traslade a las necesidades de viajeros en tránsito, enfermos, niños, ancianos y un largo etcétera me parece tan aterrador como obsceno. Pero es lo que hay, evidentemente.
Lo que he leído
Hablaba más arriba de John Seymour, uno de esos personajes extraños que se encuentran a veces por casualidad. Seymour fue pastor en Sudáfrica, marinero en lo que hoy es Namibia, participó en la II Guerra Mundial en las campañas de Abisinia, Ceylán y Birmania, trabajó en los barcos del Támesis, recopiló canciones tradicionales de los marineros del río y fue locutor de radio antes de trasladarse a vivir en una granja en los años 60.
Seymour fue uno de los pioneros del downshifting, la desescalada, la búsqueda de una vida más sencilla y más cercana a la autosuficiencia. Para que ahora, aquí, 60 años más tarde, sigamos escandalizándonos cuando cualquiera hace una referencia, aunque sea de refilón, al tema. A contumaces no hay quien nos gane. Y a llegar tarde y a remolque a las cosas, tampoco.
Ya en los 70 editó varios libros que siguen siendo de culto. Entre ellos The Complete Book of Self-Sufficiency (1976) y The Self-Sufficient Gardener (1978), editados en España como El Horticultor Autosuficiente y La Vida en el Campo, respectivamente, aunque hay también una edición con los dos libros en un único volumen.
Mi abuela Pepa los tenía en casa. Recuerdo pasarme horas mirando aquellas ilustraciones. Herramientas, granjas, tipos de verduras, suelos. Daba igual. Son imágenes que se han mantenido en las ediciones modernas, al menos en las que yo tengo, que es de 2005, y que tienen todo aquel encanto naíf de los 70.
Yo, que me crie con las ilustraciones de, José Ramón Sanchez, José Ramón a secas -que luego supe que es el padre del director Raúl Sánchez Arévalo- no puedo evitar tener un cariño especial a ese tipo de ilustraciones y volver a ellas de vez en cuando.
(Imagen tomada de Pinterest)
Por cierto, hace no demasiado mis padres me regalaron un Moby Dick ilustrado por José Ramón. No es su mejor obra, en mi opinión, pero qué bonito.
Lo que he visto
No soy uno admirador incondicional de Kubrick. Me pasa con él lo mismo que me ocurre con Scorsese: nunca he visto algo de ellos que no me gustase, pero tampoco acabo de entrar completamente en su mundo.
Así que nunca había visto Senderos de Gloria hasta esta semana. Y es la película de Kubrick que más me ha sorprendido. Quizás porque tiene un estilo característico sin caer en esa cierta autoconsciencia que me parece que hay en muchas otras, desde 2001: Odisea del Espacio a Eyes Wide Shut.
Al verla, tiene uno la sensación de que son dos películas en una: la primera parte, la de las trincheras, con los célebres travellings, y la segunda -el juicio y la prisión- con un manejo de la iluminación completamente distinto y una sucesión de imágenes realmente hermosas.
Lo que he escuchado
Pues he vuelto a Neil Young, porque, vamos a ver, Spotify, no podíais haberlo gestionado peor. Un músico mítico dice que no quiere compartir plataforma con un anti-vacunas -Young no es sólo célebre por sus posiciones abiertamente progresistas en muchas cuestiones sino que fue un niño que sobrevivió a la polio gracias a las vacunas- así que la plataforma decide quedarse con el antivacunas y eliminar el catálogo de Neil Young de su oferta. Total, es música para viejos.
A los dos días, Joni Mitchell, amiga de Young y superviviente también de la polio, vacuna mediante, se retira también de la plataforma. Spotify pierde un 25% de su valor en bolsa y veremos cómo evoluciona la cosa. Problemas de no entender, cuando tienes un negocio global, que lo que quizás sea una buena política de cara al consumidor estadounidense medio, olvidándonos de consideraciones éticas y de responsabilidad, tal vez no lo sea, por ejemplo, para el consumidor europeo, más sensible a según qué temas. Problemas de no entender el riesgo de efecto Streisand.
Y que, mira, que ahí se te va a quedar la suscripción, que yo creo que alguna plataforma habrá que no me haga elegir entre músicos míticos y ejecutivos subiditos.