Precio, cultura y arquitectura
El valor que le damos a lo que comemos y a quienes nos lo cocinan
El precio de lo que comemos (en restaurantes)
Llevamos años presumiendo de que España es el país de Europa en el que más barato resulta comer en restaurantes de gama alta y ahora, de pronto, la cuestión se nos ha vuelto en contra.
No nos llegaba con ser durante años la punta de lanza de la creatividad gastronómica, con acaparar los primeros puestos en listas y rankings. Teníamos que competir también en precios. A la baja. Teníamos que ser los mejores, pero también, al mismo tiempo, los más baratos. Aunque eso implicase un montón de cosas feas, de esas de las que tan poco nos gusta hablar.
Así que cuando nos encontramos ante la tormenta perfecta -crisis de consumo + subida de los combustibles + escasez de mano de obra + subida de las materias primas + bajada del turismo exterior- hemos tenido menos margen de maniobra. Y, en vez de haber afrontado antes, poco a poco, los problemas que afectaban al sector, ya sean stagiers (personal en prácticas, no siempre regladas, que no cobra o cobra muy poco por su trabajo, no está sujeto a convenio alguno y puede suponer, a veces, el 70% de la plantilla, para quien me lea desde fuera del sector), ya sea la dependencia del turismo exterior, nos vemos forzados a hacerlo ahora, de golpe, en el peor momento posible y sin nada que amortigüe el batacazo.
Los precios de hostelería van a tener que subir. Ya están subiendo. Y subirán más en enero, no hace falta tener poderes mentales extraordinarios para verlo, aunque nadie lo diga abiertamente. Porque suben sus gastos fijos, pero también, espero, porque hay una clamor a favor de sueldos más dignos para todos los niveles del equipo y, sobre todo, turnos más razonables. Y eso es caro.
Dabiz Muñoz
Una de las reacciones que han creado más polémica es la de Dabiz Muñoz, que ha anunciado que sube el precio del menú en su restaurante a 365€, un 30% de golpe, convirtiéndolo en el más caro de España (¿Nos hemos olvidado de Sublimotion ya? ¿Hemos dejado de considerarlo un restaurante?).
Por un lado, ese revuelo es uno de los daños colaterales de la fama. La misma gente que se lleva las manos a la cabeza con esos precios no sabe, ni le preocupa, cuánto cuesta un menú en el restaurante de Pedro Subijana, por ejemplo. Pero es que Subijana no es una celebrity y Muñoz sí. Y la cosa, me temo, va con el cargo.
Por otro lado, el lado que me importa, la subida me parece perfectamente razonable. Es un negocio privado. Puede poner el precio que le parezca. Y si, además, consigue vender, fantástico. Todos tenemos derecho a ir a restaurantes, es cierto. Todos tenemos el derecho de ir a Diverxo. Pero no todos, y esto se nos olvida, tenemos el dinero para hacerlo. Eso no va incluido en el derecho, lamentablemente.
Al mismo tiempo, cuando nos quejamos olvidamos mencionar que el de Dabiz no es un negocio privado cualquiera. Es uno de los mejores restaurantes del mundo y uno de los lugares de moda en España. Y yo no sé cuánto cuestan los mejores coches del mundo, los mejores hoteles, los mejores relojes una entrada al mejor concierto en la mejor sala, pero creo que son el marco de referencia que deberíamos usar en este caso. Y al hacerlo, a lo mejor, se nos quita un poco la tontería.
¿365€, bebidas aparte, es mucho dinero? Depende. Para mí sí. Para alguien que vaya desde fuera de Madrid con su pareja y se pague el avión (o el tren), una noche de hotel y la cena para dos la experiencia va costar más que el salario mensual más frecuente en España ¿Es mucho? Para la inmensa mayoría de la población lo es. Sin ninguna duda.
Sin embargo, creo que como precio para una experiencia gastronómica única no es ningún disparate. El talento hay que pagarlo. Y no se mide al peso. Un cuadro de Rothko no es un trozo de tela y unos euros en pintura. Es el talento de Rothko. Lo último que estás pagando es la tela y el óleo. Son los años de aprendizaje, es la creatividad, es la reflexión ¿Cuánto está bien pagar por algo así? ¿365€ es mucho dinero para pagar todo eso, si trasladamos el ejemplo a la cocina?
Lo cual me lleva a una cuestión que me preocupa desde hace años: seguimos sin considerar la cocina como una actividad creativa ¿Cómo va a ser lo mismo esto que un Picasso? Bien, no lo es. Si crees que vas a conseguir Picassos a 365€, vete a por ellos y traeme tres, que te pago además el taxi sin problema y te invito luego a unas cañas.
Seguimos sin aceptar que la cocina es una actividad creativa. Y que a determinados niveles es una actividad creativa carísima que exige una materia prima excelente, unas instalaciones de coste muy elevado, un equipo amplio que, en muchos casos, está además altamente cualificado. Menaje, vajillas, interiorismo… todo eso que tanto nos gusta. Y formación. Años de formación, además de talento. Todo eso se paga.
Todo esto sin olvidar que ahora mismo, y aunque eso es lo que menos me preocupa de la ecuación, Dabiz Muñoz es un personaje mediático, es el chico de Cristina Pedroche y su local es objeto de deseo para quienes quieren codearse con los guapos y famosos. Y el mamoneo también se paga, que se nos olvida.
Así que me parece fantástico que Muñoz suba sus precios a 365 o a 500€. Va a seguir llenando. Si no te gusta, no vayas. Así de sencillo. Aunque me temo que, en muchos casos, quienes se quejan más airadamente ni habían ido ni tenían pensado ir aunque hubiera mantenido los precios.
Me parece fantástico que suba, matizo, siempre que eso repercuta en mejores condiciones (económicas y laborales) para su equipo y sus proveedores. Si no es así, me parece lícito también, claro, pero me gusta mucho menos.
Es mejor que nos vayamos acostumbrando: la restauración en España es artificialmente barata y esa burbuja va a acabar estallando. Si cada empleado tiene un sueldo justo, si los turnos son estrictamente de 8 horas, si las horas extra se pagan, si hay al menos 36h libres (mejor aún si son 48) consecutivas a la semana y vacaciones; si no se regatea en el precio de la materia prima ni se engaña con las calidades la restauración va a ser más cara. Bastante más cara. Y va a resultar que no es que fuésemos mucho más baratos que Francia o que Alemania sino que, sencillamente, llevábamos décadas haciendo el espabilado. Y ahora nos toca pagarlo todo de golpe.
Cultura Líquida
Hace unos días recibí una llamada de una amiga. Me hablaba de un proyecto que estaba poniendo en marcha. Mi amiga era Cristina Alcalá y su proyecto era Cultura Líquida.
Suele decirse que es mejor no conocer a la gente a la que admiras. Y suele ser verdad. La cantidad de especímenes de museo y de anormales de todo tipo que he conocido a los que antes admiraba me hace tener que admitir que ese tópico tiende a tener una base tristemente real.
Pero a veces no. A veces lees a alguien y, cuando lo conoces, descubres que no quieres salir huyendo. Y eso me pasa con Cristina, que se dedica a un mundo, el vino, que yo toco muy de refilón -nivel usuario, como poníamos en el CV en los 90 cuando nos preguntaban por el manejo de Office- pero con la que siempre es un gusto hablar.
Cristina me hablaba de Cultura Líquida, una fundación y una editorial en las que está involucrada y que esta semana se presentaban en Madrid. Y lo hacían como a mí me gusta, con un libro. Y no un libro cualquiera: Viñedos y Vinos del Noroeste de España, de Alain Huetz de Lemps, un trabajo monumental, un clásico tan citado como -me temo- poco leído hasta la fecha.
Una editorial y una fundación dedicadas a la cultura gastronómica. En 2021. Eso sí es una noticia y no que un señor cobre en su restaurante lo que le parezca bien cobrar.
Gracias por estar ahí una semana más.
Algunos links
David Chipperfield es un arquitecto con el que tengo un vínculo especial. No es solo que su obra me parezca brillante. Hace casi 35 años pasaba temporadas con mis padres en Corrubedo, un pueblo de la costa gallega que estaba muy lejos de ser el sitio relativamente turístico que es hoy.
Uno de aquellos veranos llegó al pueblo un matrimonio extranjero con sus hijos. Resultaron ser los Chipperfield, que años después se harían una vivienda y acabarían donando una escultura de Antony Gormley al pueblo. Para mí fueron una presencia habitual en unos cuantos veranos de aquella época, siempre con la cámara al cuello, un cuaderno para hacer bocetos y un montón de niños rubísimos alrededor.
Años más tarde conocí a un arquitecto portugués en un congreso. Hablando, durante una cena, me contó que tenía una historia curiosa en relación con Galicia: tenía un amigo inglés que había pasado algún verano en Ericeira (Portugal), pero que buscaba algo más tranquilo. El arquitecto lo puso en contacto con un colega gallego, Manolo Gallego, que lo invitó a pasar unos días en su casa de Corrubedo. Y, así, la historia de cómo Chipperfield llegó al pueblo tuvo, por fin, sentido para mí.
En cualquier caso, esta semana descubría que hace poco se publicó un libro sobre la capilla que el inglés proyectó en 2013 para el cementerio de Inagawa, en Japón. Y, a través de esa novedad, me puse a curiosear un poco más en un proyecto que no tiene nada que ver con su obra de Corrubedo -el trabajo de Chipperfield es, desde un punto de vista estético, bastante ecléctico- pero que me resulta igual de interesante porque en él veo la misma vocación por integrarse en el entorno sin mimetizarse con él.
Trabajé durante años con arquitectos. Es un sector lleno de egos y de rivalidades bastante machirulas, pero del que con frecuencia nacen obras maravillosas. La arquitectura es la manera de modificar nuestra forma de relacionarnos con el espacio. Es la capacidad de hacernos habitar y recorrer, de alguna manera, creaciones estéticas. Además de funcionales, claro ¿No son, en muchos casos, lo mismo? Y eso es algo que veo muy presente en la obra de Chipperfield.
La foto está tomada de la página web del estudio del arquitecto.
Estos días se hacían públicos los ganadores continentales de los Prix Versailles, un certamen amparado por la UNESCO que reconoce las alianza entre arquitectura y economía, es decir, obras relacionadas con el comercio y la hostelería.
Hay dos restaurantes en la Península que han ganado en su categoría. Se trata del restaurante Nómada de Lisboa, que ha ganado el premio especial al interiorismo. Y El Cuartel del Mar, en la provincia de Cádiz, que se lleva el premio especial a la arquitectura exterior.
No son ganadores globales, ya que este premio se organiza en base a liguillas, pero sí son las mejores obras del año en su categoría en Europa y pasan a la final mundial, que tiene lugar el próximo 15 de diciembre. No está mal.
Lo que he leído
Durante mucho tiempo pensé que David Trueba no me interesaba. Otro hermano de famoso que anda por el medio, en el faranduleo madrileño. Qué pereza.
Me equivoqué. Compré Tierra de Campos para ver si mis prejuicios eran ciertos. Y qué libro tan bonito y qué forma tan poco pretenciosa de escribir.
Lo que he visto
Ayer, un poco a ciegas, por ver algo, elegimos Percy (Clark Johnson, 2020) en Filmin.
Un inciso: en los últimos tiempos hemos probado y hemos ido descartando una buena cantidad de plataformas. Primero cayó HBO, después Disney+. La última que hemos cancelado ha sido Netflix. Nos quedan Amazon Prime, porque va en el lote de otros servicios, y Filmin. Y, como me pasó cuando desinstalé Facebook y Twitter del móvil, ahora, con menos oferta, veo mucho más cine.
En fin, sigo: Percy no te va a cambiar la vida. Es la clásica película de juicio de pequeño contra gigante. Y sabes desde el principio, más o menos, por dónde va a ir y cómo va a acabar.
Pero Walken sigue actuando muy bien. Tengo una relación de amor-odio con él. Como con Al Pacino. Bueno, con Pacino cae más del lado del odio por sobresaturación, mientras que con Walken la cosa se mantiene en equilibro. Me parece que en ocasiones ha sobreactuado y que ha vivido durante años del personaje.
Pero.
Pero su papel en El Cazador me impresionó con 14 o 15 años y me parece de esos que son suficiente por si solos como para convertir a un actor en un mito. A partir de ahí lo intenté en docenas de ocasiones y siempre me pareció que se quedaba muy por debajo. Quizás como padre del protagonista en Atrápame si puedes, pero poco más.
Y no es que en Percy esté por encima. Pero está bien. No sobreactúa. No se deja llevar por el “pero es que yo soy Cristopher Walken”. Es un actor de casi 80 años haciendo un papel sobrio. Y se disfruta durante dos horas, que es de lo que se trata.
Lo que he escuchado
El libro del que hablaba la semana pasada, Please Kill Me, me está llevando a volver a escuchar a muchas bandas que tenía abandonadas hace tiempo. Décadas, en algunos casos. Y a bucear un poco más.
Estos días estoy con The Stooges y con cómo, de alguna manera, todo lo que tiene que ver con el Punk, a pesar de la historia que tantas veces hemos escuchado aquí en Europa de que es algo que surgió en Londres a mediados de los 70, empezó a fraguarse en 1968-1969 a las afueras de Ann Arbor (Michigan), llevando un poco más allá lo que habían empezado bandas como MC5.
Down on the Streets, de Funhouse (1970), el segundo album de la banda, que tomó su nombre de la casa que compartían en la periferia de la ciudad, me parece un buen ejemplo.
En 1968 el sello que The Beatles habían puesto en marcha, Apple, hizo uno de sus primeros fichajes, un cantautor estadounidense, heroinómano y desconocido por entonces, que tampoco es que pareciese la mejor apuesta posible.
Pero Taylor era, y sigue siendo 55 años después, un caso único. No se puede tocar la guitarra acústica con más elegancia, sin pasarse nunca de la raya. Y es el compositor de canciones tremendas. Fire and Rain fue su primer éxito y sigue poniéndote los pelos de punta cada vez que intentas tocarla.
Pero Carolina in My Mind es otra joya. No por muy conocida deja de serlo. Y esta semana encontré una de las primeras ocasiones en las que Taylor la tocó en público. Hay diferencias con la versión en disco, faltan arreglos, se han quitado cosas que están en esta actuación, pero es que lo de aquel chaval no era de este mundo. Por cierto, para los que disfrutan de ese tipo de anécdotas, en el video dice que la canción fue compuesta en España, al menos en parte.