Personajes
Hablaba estos días Alicia Kennedy sobre los creadores de contenidos gastronómicos, sobre la conveniencia de separar al autor del contenido que crea, algo que va absolutamente a la contra de la tendencia y a lo que hace tiempo que le doy vueltas.
Los que escribimos, en general, y los que escribimos sobre gastronomía y viajes en particular vendemos, de alguna manera, una idea, un determinado estilo de vida, tenga que ver con la realidad o no, que en muchos casos se asocia a un personaje. Lo del personaje no es nuevo y no hace falta irse a Oscar Wilde o a Capote para demostrarlo. Quienes seguimos la obra de un autor solemos seguir al autor, lo que hace, sobre qué opina, etc. aunque sea mucho menos interesante que los dos que menciono.
Es algo que me parece peligroso, sobre todo cuando perdemos la conciencia de que esto ocurre, pero que de algún modo va con el cargo. Eres una persona que decide exponer una parte suya, aunque sea su trabajo, y eso implica unos compromisos que, o eres Thomas Pynchon (y no lo eres), o te va a costar evitar. Van en el lote: si hablas en la radio, si te pones frente al público en una charla, si te entrevistan en televisión o en una revista de tu provincia, si tienes un perfil en redes sociales o una newsletter con un puñado de suscripciones. Siempre habrá quien quiera más.
Es normal y creo que hay que tenerlo claro desde el principio, incluso cuando en términos de visibilidad no eres nadie, como es el caso. Lo tengo claro hace años, pero lo tuve aún más claro cuando durante dos temporadas participé en un programa en TVG, que aquí tiene una audiencia importante, particularmente en zonas rurales.
Ahí, de pronto, eres consciente de que hay gente que te reconoce y, lo quieras o no, está pendiente de lo que haces, de lo que pides en el bar o de con quién estás charlando en la calle. Es un juego perverso, porque tú no conoces a los demás, pero los demás, a veces, te conocen a ti.
Cuando menos lo esperas, ya sea comprando carne en un supermercado de un pueblo a 200 kilómetros de casa, en un bar, un lunes a primera hora de la mañana o, tres años después de la cancelación del programa, un día que tomas una pizza con tu familia al anochecer en un restaurante del montón en un barrio que no frecuentas y lo que quieres es estar tranquilo. Y no es, al menos no para mí, agradable. Aunque es evidente que no todos pensamos igual.
Lo vi cuando compartí una grabación de un par de días con un actor muy conocido, que en aquel momento participaba en una serie líder de audiencia en TVE. Lo vi cuando nos pidió que no saliésemos del hotel para tomar aquella cerveza, si podía ser, que allí estaría más tranquilo.
Y, bueno, no vengo aquí a dármelas de estrella ni a decirle a la gente lo que tiene que hacer o no, pero volviendo a los creadores de contenidos gastronómicos hay líneas que no me gusta que se crucen y que no me gustaría cruzar. No querría que nadie me lea porque envidia mis vacaciones, pero es que tampoco querría restarle valor a mis contenidos generando otros que llevan la atención hacia el personaje, hacia lo aspiracional, hacia el “mira dónde estoy y tú no” que devalúa, en mi opinión, lo que debería centrar la atención y que, por otro lado, crea en una parte del público potencial un hábito que no me parece que acabe de ser sano.
Todo eso al margen de que, como dice Kennedy, esto supone una auto-exigencia adicional. No basta con que crees contenidos más o menos buenos, más o menos relevantes. Haz además las fotos, y que salgan perfectas; haz el video, edita, monta el reel, mantén el ritmo de publicación, sé amable siempre, sonríe, contesta. Plantéate también hacer la versión en podcast… Vive siempre en un set fotográfico, en un reportaje, en un documental sobre ti que le importa a cuatro. Más contenido, mejor, más frecuente, en más formatos. Siempre disponible para responder al comentario, por idiota que pueda ser. Al final estás vendiendo un personaje siempre disponible, siempre sonriente, no un contenido. Y convirtiéndote en esclavo de ti mismo en el proceso. Que sí, que gusta, pero a mí no.
Y esto no tiene nada que ver con que uno, en su cara pública, no trate de reforzar una estética, una ideología, un mensaje. Eso me parece un uso inteligente de las herramientas que se te han puesto a mano. Hay una línea bastante clara, creo, entre eso y el personaje de revista del corazón. Y es una línea que creo que no deberíamos cruzar los que a veces pensamos en ser tomados más o menos en serio. Si no distinguimos entre crear un tono, un estilo o un discurso y convertirse en un hombre orquesta mendigando atención, mal vamos.
Lo pienso cada vez que subo una foto desde la playa, cada vez que publico algo desde una excursión de fin de semana ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Para quién?
Las redes sociales son un apoyo de mi trabajo, una forma de dar salida a cosas que no tienen cabida en los textos, de amplificar el eco que se le da a proyectos o personas que lo merecen. Son también una manera de mostrar que detrás hay alguien, no un simple copia y pega; alguien con preferencias personales que no siempre aparecen en lo que escribe por trabajo, con una vida propia que puede ser un coñazo para otros, pero es suya. Porque creo que los contenidos tienen que tener una persona detrás y, con esa persona, una sesgo, un posicionamiento. Y un contexto que, a veces, quizás, ayuda a entender lo que escribe.
Son una forma de interactuar, de tener un rostro, de poder conversar. Pero junto a eso suponen el miedo a la caída en el personaje, a la autoexplotación, a la caricatura involuntaria que cada vez encuentro con más frecuencia. No deberíamos ser nosotros los que importan. Si acabo siendo el centro es que algo se ha torcido mucho por el camino.
Es algo que no pasa solamente de este lado del relato. Hay cocineros que son cocineros, hay cocineros que son, además, populares. Y hay cocineros que son, fundamentalmente, un personaje, un nombre, una marca, un evento permanente, una fiesta interminable, un viaje continuo. Es algo que me parece realmente peligroso, porque es llevar la cocina por la vertiente del espectáculo, dejando atrás, cada vez más, su potencial cultural,social y de cambio, que son los que me interesan. Y abriendo la puerta a lecturas e interpretaciones que no tienen nada bueno que aportar.
Escribir o no escribir sobre ellos, elegir qué se cuenta en caso de que se decida contar algo que tenga que ver con ellos, es mucho más importante que tu personaje. O que el suyo. Por decirlo de otra manera, debería ser algo mucho más importante para tu personaje que las fotos en el bañador que elegiste para ese chapuzón en las aguas cristalinas de una isla remota -y carísima- que nos hemos hartado de ver en tu muro, que las sábanas revueltas de tu habitación de hotel, que el barco que has alquilado para el fin de semana, que el niño al que abrazaste para la foto en Ruanda. Salvo que escribas sobre bikinis, islas de ensueño, hoteles o barcos, espero que se me entienda. En ese caso sí: adelante con todo.
Centrase en lo otro, en esas cosas a las que a veces tenemos acceso porque tenemos un trabajo que, en eso, es un privilegio porque nos da oportunidades, nos da contactos, nos sitúa a veces en lugares desde los que es más sencillo continuar por nuestra cuenta para hacer algo envidiable y nos permite trabajar en remoto es acostumbrar a un sector de la audiencia a la novedad permanente, al titular eterno, a la apertura con bombo y platillo, a tus salidas, tus viajes, tu vida privada, a lo interesante que se supone que eres, a la fiesta que no sería lo mismo sin ti. Es potenciar lo aspiracional, la competición, el siempre un poco más, un poco más especial, un poco más único, un poco más frecuente. Es fomentar la frustración del otro y la palmadita en el ego propio. Y en el centro, claro, tú. Lo importante era, debería ser, la cocina, el texto, el mensaje. Salvo que el mensaje seas sólo tú. En ese caso, me callo.
Son opciones lícitas, es evidente. Contra mi vicio de opinar está la virtud de no hacerme caso. Pero creo que es importante explicar lo que ocurre y las consecuencias que uno cree que puede tener. Si no puedo escribirlo aquí, ya me dirás dónde.
Porque cuando uno tiene un papel público, ya sea escribir aunque sea simplemente en la hoja parroquial, salir en televisión, ser un cocinero de éxito o un escritor de más o menos renombre (esto es secundario y sólo afecta a la escala. Si te siguen 30 personas las dinámicas que se generan, aunque quizás menos exageradas, van a ser las mismas que si te siguen 3 millones), tiene algo que puede entenderse como una responsabilidad, pero también como un foco bien grande apuntando a su ego. Y, por supuesto, cada uno elige qué hace con eso, si se decide por el oficio o por el foco. Del mismo modo que cada uno puede decidir qué opina al respecto.
Yo me considero un escritor, por mucho que suene pretencioso, a mí el primero, que nadie está libre del síndrome del impostor de vez en cuando; por mucho que en España sea imposible vivir de ello (por qué en otras zonas sí y aquí no es algo que me entristece, pero que, me temo, no tiene demasiado arreglo a corto plazo. No hemos mejorado demasiado desde 2008, así que no sé qué sentido tiene mantener la esperanza). Eso es lo que hago un buen montón de horas al día, siete días a la semana, desde que en 1995, por primera vez, me publicaron una crítica de un disco, apenas dos párrafos, en un periódico local y aquello lo cambió todo para mí.
Y como persona que escribe, quiero ser consciente de la visibilidad, mayor o menor que tiene mi trabajo y cualquier cosa que hago en público. Siempre hay alguien que lo ve, que opina, que quizás se forme una opinión a partir de ahí. Siempre hay alguien a quien le va a gustar y alguien dispuesto a despellejarte a poco que te despistes.
He visto suficientes estrellas del rock de baratillo sucumbir a su personaje en este oficio, convertirse en parodias de sí mismas que pululan en busca de atención (y algo de comer), como para tener suficientemente claros los riesgos de perder de vista la realidad y de intentar que el foco esté siempre apuntando a tu lado bueno.
La semana que viene vuelvo a subirme a un escenario. Va en el lote. Lo que haga allí, lo que diga y lo que haga después, hasta que cierre la puerta de la habitación del hotel, es público. Es algo que no dejo de tener presente, es algo que me preocupa y es algo que, me temo, con frecuencia olvidamos como colectivo. No podemos pedir que se nos dé un mínimo crédito si nosotros mismos nos empeñamos en devaluarnos.
Porque esto, al final, es un trabajo. Es un trabajo excepcional que se convierte en ocasiones en un privilegio, pero es un trabajo. No nos hace mejores, ni más especiales, ni más guapos. Es un trabajo a veces ingrato, muchas veces rutinario, no exento de miserias y no siempre bien pagado, por mucho que a veces nos pasemos con la impostación ¿o sería más preciso, aquí, impostura?
Es, sin embargo, un signo de los tiempos. No pasa nada con esto que no pase en aquello sobre lo que suelo escribir. Hace 20 años el paradigma en cocina era “es mejor una buena sardina que un mal bogavante”. Hoy, mientras el discurso insiste en sostenibilidad y proximidad, esa sardina, ese bogavante, con demasiada frecuencia va con su bien de caviar en lo alto ¿Qué caviar? ¿Para qué? Eso es algo que rara vez nos preguntamos. Yo no puedo evitar que la inmensa mayoría de esos platos me hagan pensar en Prince recubierto de brillos y chorreras.
Ponme un sandwich club con su cucharada de caviar, que yo lo que veo es algo así llegando a la mesa. Algo así, pero sin talento
La semana que viene está cargada de viajes y obligaciones. El lunes participo en la grabación de un documental, el miércoles me subo a un avión, el sábado, ya de regreso, vuelvo a irme. Creo que la próxima será una de esas cartas un tanto inconexas escritas desde estaciones y aeropuertos.
Gracias por seguir ahí una semana más. Y gracias a todos los que os habéis suscrito en estas últimas semanas, que sois un montón.
ALGUNOS ENLACES
Se retira Tom Fitzmorris, quizás el crítico gastronómico más importante en la historia reciente de Nueva Orleans. Activo desde 1972, mantiene una newsletter desde 1977.
Es un buen momento (siempre es un buen momento) para pensar en todo lo que ha cambiado en este medio siglo, en si hoy él sería la persona idónea para hablar de las cocinas de esa ciudad; para revisar cosas que seguramente en su momento se dieron por buenas y hoy no serían aceptables. Y para entender que, aunque no podemos juzgar un texto de 1972 desde los prejuicios y las normas de hoy, sí que podemos analizarlo desde ellas y tratar de entenderlo en su contexto.
Fitzmorris es, en cualquier caso, historia de la crítica gastronómica en Estados Unidos y su Hungry Town: A Culinary History of New Orleans, un clásico.
LO QUE HE VISTO
Black Death no va a cambiar la historia de las películas sobre la peste, sobre el fanatismo religioso o sobre la historia medieval, pero tiene una atmósfera muy lograda. Y, aunque a veces cae un poco en exceso del lado truculento, es interesante.
Uno de los protagonistas es Sean Bean. No tengo que insistir en cómo acaba.
De pequeño tenía en mi habitación un poster de una película de acción de Roger Moore: Rescate en el Mar del Norte. No porque me gustara en especial sino porque un amigo de un tío mío dirigía un cine y eso me daba acceso, de vez en cuando, a carteles originales, una vez que la película había sido proyectada.
Esta semana vi El Enigma Se Llama Juggernaut, que no tiene mucho que ver con aquella, pero es que me pasé unos años durmiéndome junto a aquel cartel, así que cualquier película de los años 70 o de los primeros 80 con un rescate en el mar y un poster con barcos, explosiones y olas me tiene ganado de entrada. Y esta, además, cuenta con Anthony Hopkins, con Ian Holm y con un Richard Harris que siempre estaba estupendo.
LO QUE HE LEÍDO
He vuelto por trabajo a La Cocina Cristiana de Occidente, de Álvaro Cunqueiro, y aunque el problema con Cunqueiro es que ha sido devorado por el exceso de entusiasmo de sus incondicionales, la verdad es que sigue teniendo páginas estupendas.
Sobre esto, sobre Cunqueiro, los excesos de fervor y su relectura crítica hablo mañana a las 19 en la inauguración del II Congreso de Comunicación y Periodismo Gastronómico de The Foodie Studies.
Si te interesa, puedes inscribirte para asistir online en este enlace.
LO QUE HE ESCUCHADO
Iba a hablar sobre el nuevo disco de Megadeth, si no me equivoco el decimosexto de su carrera, y sobre cómo a estas alturas de la película ha sido número uno en varios países y ha entrado entre los cinco más vendidos en muchos otros, lo cual no deja de ser noticia cuando se trata de una banda que, básicamente, está haciendo lo mismo que hacía hace 35 años, cuando ya practicaba un estilo bastante de nicho.
Pero, sinceramente, tampoco quiero darle mucho más bombo a Dave Mustaine, que es lo único que queda de la banda original y que ha construido una carrera alrededor de su expulsión de Metallica y todo un compendio de actitudes tóxicas al respecto, con declaraciones absurdas a la prensa cada dos por tres para ganar atención. Allá cada uno con sus traumas, pero hacer de ellos una carrera no es algo que me apetezca aplaudir.
Así que hablaré de Joy Division
De la primera vez que escuché a Héroes del Silencio en la radio y de cómo me fascinó Enrique Bunbury antes de -al hilo del texto principal de la carta de hoy- su propio personaje se lo tragase entero y escupiese los huesos.
De esta versión de Luka que demuestra que las buenas canciones aguantan bien con un par de guitarras.
O de cómo me quedé con el culo torcido al ver a estos señores hacer esto en el escenario de Glastonbury en 1995.