
Discover more from Carreteras secundarias
Todos los años intento mantener el ritmo. Y todos los años, antes o después a lo largo del verano, pasa lo mismo: hay un momento en el que no soy capaz de escribir ni una línea más. Este año tardó, pero ocurrió a mediados de agosto, justo cuando pensaba en la nueva entrega gratuita y trabajaba en la siguiente de pago, que debería haber salido hace unos 7-10 días. No te preocupes. Saldrá. Este mes habrá dos, si todo va bien, en algún momento. Además de las gratuitas.
Es curioso, porque nunca lo veo venir, aunque después de unos años voy aprendiendo a leer las señales de aviso cuando aparecen. De pronto, un día, me doy cuenta de que llevo tres o cuatro páginas del libro que estoy leyendo, uno que me está interesando, además, y de que no recuerdo ni una línea de ellas. Al día siguiente, ni siquiera cojo el libro. Y uno o dos días más tarde veo que, después de 3 o 4 horas, nada de lo que he escrito sirve para nada.
Es un momento en el que algo hace click, en el que la cabeza me dice algo que debería haber visto venir -lo he visto, de hecho, pero no he sido consciente- y que, como no paro yo, ya me para ella.
Es la suma del cambio de rutina, del calor, de ver a otra gente de vacaciones mientras tú sigues a lo tuyo, de los proyectos que se quedan estancados porque todo va a medio gas. Y de la frustración de empezar a incumplir plazos, que se impone a todo eso.
Es normal. En un año escribo entre 80 y 120 textos que se publican, lo que equivale a más de 300 páginas, casi otro tanto de material para clientes entre informes, textos corporativos, etc.; estoy con lo del libro de la empanada que, sí, lo sé, parece la historia interminable, pero de verdad que está a punto de cerrarse; con otras dos o tres ideas de libros para cuando este deje la pista libre, siempre con dos o tres libretas de notas a mano y el teléfono lleno de ideas que aparecen en cualquier momento y que uno nunca sabe cuándo pueden servir. Y con unos 5 textos en la newsletter al mes.
En el momento en el que algo se mueve en el esquema que permite que escriba lo que quiero y lo que me paga las facturas manteniendo el ritmo, algo decide por mí que más me vale parar.
Así que este año le hicimos caso y paramos. Alquilamos una cabaña en algún lugar más o menos remoto de la región del Minho, en Portugal, desinstalé redes sociales del móvil y nos fuimos. Había televisión, pero ni la encendimos. Y no nos movimos de la cabaña. Hicimos algunas visitas en el trayecto de ida y en el de vuelta, pero el resto de tiempo lo dediqué a leer, a tomar notas, a cocinar y a no hacer mucho más que estar. Había una terraza muy agradable que se prestaba a ello. Apenas se escuchaba pasar, a lo lejos, tres o cuatro coches en todo el día.
Restaurantes y viajes
Con las visitas a restaurantes me ocurre más o menos lo mismo que con la escritura. Durante el año, muchas veces por trabajo y otras por placer, voy unas 100 veces a restaurantes. Lo disfruto casi siempre, aunque con frecuencia no elijo yo ni el dónde, ni el cuándo ni el con quién, ni cuánto tiempo puedo quedarme ni qué o dónde voy a cenar esa noche. Lo que para muchos es entretenimiento para mí, con frecuencia, es trabajo.
Así que hace ya años que Anna y yo distinguimos entre trabajo y ocio, entre viajes laborales, viajes de turismo y viajes de descanso. En estos últimos, solemos optar por lugares en los que no haya un cocinero al que conocemos, un restaurante al que tenemos pendiente ir o una ciudad con un panorama gastronómico especialmente apetecible.
Lo más gastronómico que hicimos en Escocia, cuando estuvimos hace un tiempo, fue comer el plato del día en un pub de la Isla de Arran y acompañarlo de una cerveza artesana local. Y fuimos muy felices durante 10 días comiendo fish & chips, Scotch Pie o un sandwich y una sopa en un café. Encajaba con el lugar, encajaba con nuestro ritmo y no se trataba de demostrar nada a nadie. Habré dejado de ir a sitios estupendos, seguro. A alguno, tal vez, le habré pasado por la puerta. Y no pasa nada, nadie se va a morir por ello. Esos sitios seguirán ahí si un día vuelvo y me apetece visitarlos. Y si no, serán uno mas de los millones de sitios interesantes a los que no habré ido y no habrá importado porque esto no es un concurso.
En Portugal, en esta ocasión, sólo visitamos una casa de comidas, cuando nos tocó hacer tiempo entre la salida de un alojamiento y la llegada a la cabaña. Fue bien, sin más. Me habría gustado que tuvieran más cosas de las que anunciaba la carta, porque de hecho entré atraído por un cordero que no pude probar, pero entre los “no hay” y “eso tarda 40 minutos”, al final hubo lo que hubo. Estuvo bien, cumplió. No estaba allí para mucho más que para comer algo razonablemente rico mientras hacía tiempo.
Por lo demás, el resto del tiempo me limité a asar unas berenjenas a la brasa en la cabaña, a cocinar verduras y a comer en la terraza aunque lloviese.
Y esa fue la tónica general del verano. He ido a algún restaurante, sí, pero no a un restaurante de esos sobre los que se suele escribir. He tomado un par de pizzas, he ido al chino auténtico de mi ciudad, he tomado unas sardinas y una ensalada a la sombra de la parra de uno de mis sitios favoritos en los alrededores. Poco más. El resto ha sido cocinar en casa y, sobre todo, improvisar algo para tomar a la sombra de los árboles. Aunque no hiciese un gran tiempo, da igual. Lejos del ordenador y de las fechas de entrega.
Ha sido un verano extraño. He escrito mucho más que otros hasta que llegó la pausa inevitable, pero he recuperado un poco esa sensación de verano que los que somos freelance tendemos a olvidar. He apagado el ordenador y el teléfono por las tardes. A veces ir al río y llevar un libro y un termo con café, sabiendo que no hay cobertura, fue suficiente.
Tuve muchas dudas sobre si escribir aquí pese a la desgana y al agotamiento, pero al final decidí que no, que como en tantas otras cosas cada vez creo más en el menos, pero mejor. Beber menos para beber mejor, para disfrutarlo más cuando lo haga, para elegir cuándo, cómo y con quién; salir menos a restaurantes porque sí y decidir cuándo quiero ir, aunque sea un sitio aparentemente más del montón. Tomar café sólo si realmente me apetece o vale la pena. Recuperar el placer de ir a un restaurante por el placer de ir a un restaurante.
¿Viajar menos?
Quizás también. Por lo mismo. No he hecho nunca el cálculo exacto, pero duermo fuera de casa 80, 90, 100 noches al año. No lo sé con certeza. Este mes serán al menos ocho. El que viene tengo comprometidas ya unas cuantas. A veces los viajes de trabajo se mezclan con un par de días más que le añadimos por placer, con el “ya que estamos, podemos desviarnos hasta allí y dormir de camino” y eso dificulta hacer el cálculo. Da igual. En realidad no importa si son 50, 100 o 150. Son muchas. Suficientes como para que la rutina sea no tener rutina.
Son muchos miles de kilómetros por carretera, son un montón de horas en aeropuertos; delante de un mostrador de check-in, en un taxi, en un transfer, en un bus a la estación, en la recepción de un hotel. Son noches en las que te despiertas de madrugada y no sabes a qué lado tienes el interruptor de la luz. Son muchas gasolineras, cafés imbebibles, paseos por el aparcamiento para estirar las piernas. Son un privilegio, lo sé. Trabajé en una oficina los años suficientes como para saber la suerte que tengo. Pero los privilegios, a veces, también te cargan los hombros.
¿Necesito viajar más? ¿Necesito hacerlo siempre que la oportunidad se ponga a tiro? ¿Necesito, además, que sea siempre lejos?
Tengo serias dudas al respecto ¿Menos es mejor? No lo sé, no siempre. No para todo el mundo, seguramente.
Es mejor en términos de sostenibilidad, no tengo ninguna duda. Y eso importa. A mí me importa, al menos.
Es mejor en términos de desmasificación, que es el gran elefante en la habitación, particularmente para los que vivimos de escribir sobre cosas relacionadas con el turismo ¿Hasta dónde pueden las ciudades, las playas o las reservas naturales acoger a más gente que está allí porque sí, porque el año pasado ya estuvo en otro sitio y el que viene estará en otro diferente? ¿Cuánto va a tardar en explotar esa burbuja? Porque todos sabemos que va a explotar, sólo nos queda apostar por el cuándo.
¿De verdad disfruto de coger un avión, que en realidad suelen ser al menos dos, para desembarcar, yo qué sé, en Liverpool y pasar allí dos días y medio? ¿De verdad disfruto de llegar y encontrarme con la misma riada de gente de la que me quejo en mi ciudad porque ha arrasado con el comercio local, con los restaurantes de siempre y con el ambiente de las calles en las que crecí?
Cada vez soy más consciente de algo que le leí a Jorge Dioni hace unos días y que sintetizaba muy bien ese run-run que tenía en la cabeza: cuando hablamos de viajar, hablamos de nosotros. Nosotros viajamos. Cuando hablamos de los daños que provoca el turismo hablamos de otros. Son “los turistas”, no nosotros. Son ellos, en esa tercera persona que nos deja a un lado como si la cosa fuera solamente con los demás.
Somos nosotros, “los turistas” es un montón de nosotros repetido un montón de veces. Por mucho que retorzamos el lenguaje, somos nosotros los que arrasamos también las calles de otros, los que acabamos con los bares de siempre incluso cuando vamos a ellos con la mejor de las intenciones, revestidos del convencimiento de que nosotros, en realidad, no somos ese tipo de turista que nos molesta en nuestro pueblo, en nuestra playa de siempre o cuando no encontramos aparcamiento en nuestro barrio.
De esos tres días de la escapada ¿cuántas horas he pasado en realidad en controles de aeropuerto, en aviones, en salas de espera, en cafeterías de terminales, buscando un enchufe; haciendo y deshaciendo maletas, cubriendo un formulario en el hotel diciendo que no, que no deseo recibir información o promociones, gracias; madrugando para llegar a tiempo para descubrir que hay 90 minutos de retraso y que seguiremos informando? ¿Cuántas veces he pensado, en ese trayecto, que lo que necesito, en realidad, es una ducha y no otra cola para que me pasen un detector de metales por la camisa?
No quiero decir que no quiera viajar. Ni que no me guste. Vuelvo al menos pero mejor, al elegir cuándo y por qué; a decidir que, a veces, como pasó esta semana, 150 kilómetros son suficientes para cambiar el escenario, para asomarme a otro lugar, a otro ritmo; para ir a lugares que no conozco. O para desconectar, sin más ¿Para qué hago este viaje? Creo que no siempre nos lo preguntamos. Y, ahora que lo hago, no siempre me gusta la respuesta.
Gracias por seguir ahí un mes más.
Espero ir recuperando el ritmo poco a poco.
Lo que he escuchado
En las próximas entregas recuperaré el ritmo también con lecturas y enlaces.
Johnny Marr, de The Smiths, se ha pasado los últimos meses invitando a otros músicos a subir al escenario con él en algún momento de sus conciertos. Gaz Coombes de Supergrass, miembros de The Killers, Ed Sheeran… Una de las colaboraciones más interesantes fue con Billy Duffy, el guitarrista de The Cult.
El sonido del video es pésimo, pero aún así me parece interesante. Tanto Marr como Duffy son de Manchester. En 1976 ambos tenían unos 14 o 15 años y tocaban en sendas bandas locales. Ese verano tuvo lugar el primero de los dos conciertos míticos de The Sex Pistols en la ciudad y a él asistieron como público, entre otros, miembros de lo que luego serían The Buzzcocks, Joy Division, The Fall o Mick Hucknall, de Simply Red. No está mal para un aforo de unas 200 personas que no llegó a llenarse.
También asistió Johnny Marr, y allí coincidió con Billy Duffy, al que conocía y que le presentó al cantante de su banda en aquel momento: un tal Steven Patrick Morrisey. El resto es historia de la música británica contemporánea, así que verlos a los dos en un escenario, casi 50 años después, haciendo una versión de Depeche Mode, es bonito.
De aquel concierto histórico hay algunas (pocas) imágenes de mala calidad y grabaciones de audio que tampoco son gran cosa. No se corresponden entre sí, pero como documento histórico son curiosas.
La cuestión de las colaboraciones de Marr en directo me llevó a otra, con una calidad de sonido mucho mejor, de hace unos años. Con Eddie Vedder y cantando There is a Light Thant Never Goes Out, que me parece perfecta para terminar por hoy.
Pausas
Ay Jorge, cómo te entiendo. Cuando el alma dice basta es basta. A otro nivel que el tuyo, yo viví una situación parecida a la tuya este verano. Fui a mi retiro en la Costa Brava como cada año y me llevé conmigo, libros, notas, ordenador y apuntes para escribir. Pensé que una semana en el que siempre estoy tan bien era lo perfecto para darle un empujón al libro. Pero mi alma tenía otros planes. No era consciente de lo saturado que estaba, pero ella sí. Fue llegar y allí se quedaron libros, ordenador notas y apuntes. No hice nada.