Pan
Hay algo que me gusta especialmente del pan. No es ninguna de esas ideas preconcebidas a las que se suele recurrir y que mistifican un producto. No se trata de que el pan nos conecte con la tierra, con los orígenes o alguna otra de esas cosas que suelen repetirse, creo que sin pensarlo mucho, y que Anna me hace notar con frecuencia.
El pan no nos conecta con nada. No más que cualquier otro alimento. No a mí, al menos. No me conecta más con la tierra, con la naturaleza o con mis raíces que, yo qué sé, una patata. No más que una morcilla o que una sardina asada.
Hay una tendencia a romantizar la alimentación y los alimentos que, más allá de dotarlos de un aura de producto único, no creo que aporte demasiadas cosas buenas. Porque los aleja, los convierte en algo entre lo sagrado y la alquimia, en algo imposible de replicar, de entender y de valorar más allá del “es bueno porque es especial/mágico/único”.
Y lo que me gusta del pan es precisamente lo contrario. Su capacidad de aparecer en todas las culturas y en todas las épocas, de estar en todas las casas y en todas las memorias. Es algo que cualquiera, mejor o peor, puede hacer. Y de hecho creo que es algo que cualquiera, mejor o peor, debería hacer. Para entender lo sencillo que es y para entender, al mismo tiempo, lo complejo que es dominarlo. Todos podemos hacer un pan de 5 en casa con una harina del montón y un horno viejo. Algunos, con práctica, tal vez acaben haciendo un pan de 7,5. Y aunque nunca se llegue hasta ahí, hacerlo consigue que entiendas por qué un pan de 9 es algo tan especial.
La diferencia entre un enfoque y el otro, entre el pan que se reverencia y el pan que se practica, es la diferencia entre lo sagrado y lo cotidiano, entre el pensamiento mágico y el pensamiento crítico: el pan no es algo intocable a lo que hay que acercarse con una mezcla de miedo y respeto. El pan es algo de todos los días, que se puede entender, que se puede practicar y que se puede conocer; a veces es mejor y a veces es peor, por eso hay que buscar, probar y decidirse por unos o por otros.
Y por eso me gusta. Por eso me gustan los panaderos que cada día, todos los días, siguen perfeccionando una masa, una elaboración o una técnica lejos de los focos y de los fuegos artificiales. Porque son lo opuesto a la mitología.
Pienso, por ejemplo, en Emilio, de la panadería Morales de Val de Loureda, una aldea de apenas media docena de casas a unos 30 minutos del centro de A Coruña. Emilio, y antes de él sus padres, lleva décadas perfeccionando una única masa. Una masa de muy alta hidratación con la que elabora solo tres formatos de pan. Cada día.
Pienso en Juan Luis, de la panadería Germán, en Fisterra, que lleva décadas también recuperando la elaboración de pan tradicional en la zona, jugando con hidrataciones y tiempos, sistematizando lo que las mujeres de Fisterra hicieron durante siglos; trabajando en entender los procesos y los resultados. Puliendo, ajustando, perfeccionando,midiendo y anotando para hacer, al día siguiente, el mismo pan, quizás un poco mejor.
Pienso en Manolo, de Pan da Moa, haciendo cornechos y moletes compostelanos con la facilidad que sólo tiene quien ha hecho cientos de miles de moletes y cornechos antes. O en Jose Luís, de Pan do Tres, manejando una de esas masas fluidas, imposibles de manipular, con la soltura con la que los demás nos atamos los cordones de los zapatos.
Ese tipo de panadería me recuerda a la filosofía que hay detrás de algunas especialidades en la cocina japonesa y del método de aprendizaje que implican. Un aprendiz que quiera empezar en el mundo del sushi se pasa meses, quizás años, simplemente mirando al maestro. Luego, poco a poco, empieza a ayudar en la preparación de los cuchillos o de las piezas de pescado, más tarde, quizás, el arroz. Y solamente después de cuatro, cinco o más años empieza a ponerse al frente y a elaborar delante del cliente.
A partir de ahí le queda toda una vida de perfeccionar el corte, el tamaño, la presión sobre el arroz, el equilibrio entre arroz y pescado, los gestos, los ritmos. Cada movimiento.
Es el opuesto de la cocina espectáculo, aún a pesar de que acaba por ser un espectáculo. Es el triunfo de lo cotidiano, de la atención, de la repetición y del cuidado frente a la magia; del aprendizaje, de la constancia, pero también del inconformismo. Por mucho que luego acabe convirtiéndose en un ritual cargado de connotaciones filosóficas y estéticas. La diferencia está en que esas connotaciones, ese cierto espectáculo, son parte del resultado, no el fin.
Es lo mismo que ocurre con la panadería. Podemos buscar la espectacularización de las formas, añadir carbón o polvo de remolacha para que resulte más llamativo, hacer panes de pistacho con orejones de albaricoque, pero estarán cada vez más lejos del dominio de una masa con un 100% de hidratación. O de un pan candeal, por irnos casi al opuesto. Sí, pueden ser resultones, pero estarán en el extremo más alejado de lo que, desde mi punto de vista, convierte a la panadería en algo único.
Harina, agua y levadura. Tiempo, temperatura. Eso es todo. A partir de ahí es una cuestión de combinatoria, de ensayo y error, de equilibrio entre miga y corteza, de alveolos, de control de las fermentaciones, de jugar con distintas harinas y sus proporciones, de añadir sal o quizás aceite, manteca o leche (y decidir cuándo, cuánto y cómo), de paciencia, de intuición, de experiencia para conseguir el resultado de siempre y, al mismo tiempo, un resultado único.
Entender una masa es desde ese punto de vista es, seguramente, lo más complejo de la panadería. Y eso, que tan poco gente destaca -Iban Yarza lo hace, por ejemplo- es una de las cosas que me hacen respetar tanto a los panaderos.
Creo que es el motivo, además, por el que el pan ha tenido siempre un papel destacado en tantas culturas, asociado a rituales, religiones y creencias. Pero ahí entramos ya en un terreno que no es el que me apetecía comentar esta semana y que queda, si acaso, para otro día.
Muchas gracias por seguir ahí una semana más.
Algunos links
Esta semana ha sido de locos. No más que otras de hace algún tiempo, seguramente, pero nos falta entrenamiento. Así que no he tenido demasiado tiempo para ponerme al día con links pendientes.
Así que por una vez voy a dejar aquí el enlace a un texto mío que se publicó hoy (aunque por error aparezca de momento como autora otra persona, es mío. De verdad de la buena. Estará solucionado a primeros de semana)en Guía Repsol. Porque habla de pan y porque habla de un proyecto que me parece que vale la pena contar.
Lo que he escuchado
Suele gustarme mucho lo que hacen The Decemberists. Consiguen hacer un indie folk que no acaba por caer de lleno en los tópicos sin resultar por ello rebuscado. Es Americana fácil de escuchar, en la que con frecuencia se ven las influencias y las referencias sin que eso suponga un problema.
Por ejemplo, Down by The Water tiene mucho de The One I Love. Y, sin embargo, no me parece una réplica sin carácter propio.
Vale la pena escucharlos, en su versión menos producida, en este mini concierto:
Lo que he visto
No tuvimos demasiada suerte esta semana con las elecciones. El Cuento Número Trece (James Kent, 2013) lo tenía todo para ser, como mínimo, entretenida. Vanesa Redgrave, Olivia Colman, una historia gótica de apariciones y caserones… y, sin embargo, se hace lenta a ratos, previsible y con un final en el que te quedas esperando algo más hasta el momento en el que funde a negro y aparecen los créditos. Una lástima.
En el otro extremo está Belfast (Kenneth Brannagh, 2021). Tiene algún momento tópico y, como tantas historias con elementos biográficos, tiende a veces a la romantización. Supongo que es inevitable que la mayoría salgamos más altos, más guapos y más listos en nuestra versión de la historia. Aún así, me parece una película más que digna. Id a verla al cine, si tenéis la oportunidad.
Lo que he leído
Creo que no había hablado aquí aún de The Last Party: Britpop, Blair and the Demise og English Rock, seguramente uno de los ensayos más completos sobre el britpop y el fenómeno Cool Britannia.
Recuerdo perfectamente el día que descubrí el britpop. Fue el 16 de febrero de 1993 y yo tenía 17 años. Ese día Suede tocaron en la gala de los Brit Awards. Había oído alguna cosa de Blur antes -nunca me interesaron particularmente- pero aquello era otra cosa.
Un tío desgarbado tocando una Gibson ES-335 un poco pasada de distorsión. Sonaba bien. Entra la batería y, de pronto, descubro a Brett Anderson dándose golpes con el micrófono sin preocuparse por el ruido. La imagen era mucho más importante. Y tanto que lo era: si lo vieses en foto de carnet sería un chico británico indiscutiblemente guapo, con un peinado indiscutiblemente británico e indiscutiblemente 1990.
Pero abres un poco más y te encuentras con la camisa de encaje negro anudada por encima del ombligo. Y la voz, un poco Bowie, un poco quizás demasiado Bowie. Y un solo de guitarra que no se basa en uno de aquellos alardes de finales de los 80, de los de a 16 notas por segundo. Y nada encaja, pero, sin embargo, todo encaja.
Todo aquello que me encontré en aquellos poco más de tres minutos está en el libro: el cómo, el por qué aquél fenómeno explotó, sin previo aviso, y sobre todo el por qué desapareció, como desapareció Suede del centro de atención, casi con la misma velocidad.