Llevo más de una semana atascado con un texto que me apetecía escribir sobre Pau Arenós y lo que publica en su newsletter a raíz de algo que escribió sobre el melón más caro del mundo y los que compra en el mercado al que suele acudir. No estaba funcionando. Me apetecía hablar de gente que escribe desde un estilo propio -él, María Sánchez, Yanet Acosta, María Nicolau… por suerte son muchas y se nos va a hacer bola si las menciono a todas- pero quiero hacerlo, si alguna vez lo hago, con un texto que no me dé la sensación de ir a trompicones.
Así que, mientras, dejo aquí algunas ideas a partir de notas que voy tomando en el cuaderno del teléfono. Con frecuencia se quedan ahí, a veces dan lugar a un texto un poco más amplio y otras, como hoy, se quedan sobrevolándome unos días sin llegar a cuajar, pero sin dejar, tampoco, de interesarme.
El silencio y el ruido
Ayer asistí a una nueva charla del ciclo que está programando la Fundación RIA en Santiago de Compostela. Esta vez se trataba de un diálogo entre el arquitecto David Chipperfield, el promotor de la fundación, y Ruthie Rogers, la fundadora de The River Café, en Londres, hace casi 40 años.
Más allá de la importancia del restaurante en cuestión, capaz de transformar la relación del público londinense con la cocina italiana y de inaugurar una etapa de cocina más informal, pero igualmente interesante, me llamó la atención, como me llama la atención en general en todo el programa de estas charlas, que por una vez estamos hablando de cocina sin necesitar hablar de alta cocina.
No hay cocineros poniendo un video sobre sus logros, no hay nadie haciendo como que cocina en el escenario; no hay épica ni objetivos grandiosos. No hay discursos de éxito y superación. Lo que hay es diálogo, perspectiva. Intercambio de ideas. Un debate que no parece cargado de anabolizantes, que no necesita palabras importantes ni metas inalcanzables para poner sobre la mesa temas con mucha carga. La gastronomía también era esto. Ojalá más congresos, ferias, simposios y encuentros adoptaran este enfoque por un rato. Ojalá, puestos a pedir, dejemos de medirlo todo en estrellas, soles, puntuaciones y rankings y hablemos de lo que hay debajo.
Ayer, al salir, decidimos parar a cenar algo. Fuimos a nuestro restaurante chino habitual, ese en el que tienes que pedir la carta de cocina china, porque el grueso de su negocio está en vender sushi y fideos a domicilio. Casi siempre que vamos estamos solos, como mucho una o dos mesas más. Rara vez superamos los 25€ entre los dos. Es rápido, es razonablemente ligero, es diferente y suele haber algo de verdura. No pido más. Me gusta salir de alguna actividad a última hora de la tarde y parar luego a tomar algo para volver a casa sin prisa. En general, me va pasando, me apetece cada vez más hacer cosas sin prisa, ir por el camino largo. Ir por el placer de ir aunque, como ayer, no haga falta.
Al llegar a casa encendí la televisión y me encontré con el programa de David Broncano. Y, como me ocurre tantas veces con él, me quedé como un conejo delante de los faros de un coche, hipnotizado por el ruido y por el caos aparente.
Reconozco que hay algo que me gusta de ese programa, aunque tardé en entenderlo. Su elección de entrevistados suele ser interesante y con frecuencia se sale de lo habitual. Hay una cierta frescura que no encuentro en otros programas de entrevistas. Es raro ver a un científico en prime time y aquí, en ocasiones, ocurre. Aparece ahí, en medio del jaleo de fondo, de un público que lanza cosas al escenario y de un cierto absurdo que lo sobrevuela todo. Y sorprendentemente funciona.
Hay, sin embargo, toda una capa de ruido-por-el-ruido, de exceso de chavalotes haciendo cosas de chavalotes que me repele. Y sin embargo, acabo volviendo a engancharme. Me fascina, porque muchas señales me dicen que no, pero con frecuencia resulta que acaba siendo que sí.
Y me fascina aún más, por el contraste, tras una charla como la de ayer. No lo entiendo, pero evidentemente funciona. Y eso es, seguramente, lo que me atrapa y luego, a veces, me hace sentir mal. Podría haber aprovechado ese tiempo para ver una película interesante, para elegir un programa con más contenido. Y no lo hago. Y mañana, o dentro de tres días, volverá a pasar. Es interesante. La magia de un señor dando golpes a un bombo sin ser capaz ni de marcar el ritmo.
Cocina conservadora
Habrá quien me pregunte si alguna vez ha existido otra, al menos entre aquellas de las que se habla y de las que se escribe. Y aunque el cuerpo me pide rebelarme y decir que sí, que por supuesto, que la creatividad es progresista, lo cierto es que me cuesta hacerlo. Y es que, además, no lo creo. O no totalmente. O en todos los casos. Y habría mucho que hablar sobre esto, sobre los cómos, los cuándos y los porqués y hoy no tengo el cuerpo ni para empezar.
Y, mientras me debato entre lo que me gustaría pensar y lo que me temo que pienso, me doy cuenta de que tal como ocurre en moda, tal como ocurre en cine, la cocina de restaurante ha ido derivando hacia una postura cada vez más abiertamente conservadora.
El retorno a las raíces como lugar seguro, la cocina de la abuela como refugio, me parece el equivalente al fenómeno de las trad-wives, a la ropa de tonos ocre y a la nostalgia musical de unos años 80 (incluso ya los 90) que nunca fueron como nos gusta pensar que fueron. Aquí estoy yo, como mis Air Jordan calzadas, que uno no es nada sin su poquito de incoherencia, escribiendo esto. Pero me disperso, así que volvamos al tema: de hecho, el propio concepto “cocina de la abuela” me parece cargado de connotaciones que tienen poco de inocente: el refugio, la cocina como valor esencialmente femenino (la cocina como cepo, la cocina como obligación, la cocina como necesidad, la cocina como manera de limitar. Aunque todo esto no se explicite, va, o puede ir, en el lote) la memoria como lugar seguro, el pasado que siempre fue mejor.
Algo parecido me ocurre con la supuesta contraposición entre tradición y modernidad. En épocas de crisis tendemos a volver la mirada a cocinas tradicionales. De nuevo la seguridad, las certezas, el terreno conocido frente a la innovación. Pero es que lo contrario de la innovación no es la tradición sino el inmovilismo, el conformismo, la negación de la evolución. Nunca hasta ahora la tradición ha sido algo cerrado, inamovible y monolítico. Siempre se ha nutrido de avances tecnológicos, de influencias culturales, de mestizajes. Piensa en el pulpo á feira, piensa en el salmorejo, piensa en cómo una pintura románica hecha en Zamora y otra en los Alpes italianos compartían códigos, se relacionaban a través de miles de kilómetros en una época en la que esa relación no era sencilla y no tenían necesidad de ampararse en “la pintura de la abuela” o en la tradición local para darse la espalda la una a la otra.
Piensa en la música punk de Nueva York y en la de Londres, en cómo nacen de manera independiente, pero se alimentan la una a la otra. Piensa en el Modernismo/Art Nouveau/Jugendstil, piensa en Beatles y Beach Boys, en la pintura del gótico final del norte de Europa y en Giotto, en cómo sin la Bauhaus no puede entenderse la arquitectura estadounidense de mediados del S.XX, en qué demonios hace la catedral de León en León si es, en esencia, una catedral francesa. O la de Santiago en Santiago. Y piensa luego que si cada uno de esos casos se hubiese encerrado en “la arquitectura de antes sí que era la buena”, en “pintar como pintaban nuestros abuelos” nada de eso habría ocurrido. Los tomates ya no saben como los de antes, ya sabes. Y la cocina buena era la de nuestras abuelas.
Es cierto que en momentos de crisis volvemos siempre la vista a la tradición, a lo cercano, a esas cosas reconocibles que se venden mejor, que no está la cosa como para jugársela con experimentos. Pero es cierto, también, que esos son -deberían- ser ciclos, que debería ser abandonados al poco tiempo por momentos de creatividad, de innovación, de una cierta negación del pasado que, precisamente por exagerada, nos obliga a pensar. La crisis ha pasado de ser una fase a ser una línea de fondo, así que quizás hay que empezar a dejar de esperar a que cambie el ciclo e ir dejando de hacer el rancio.
Si todo es cómodo, si todo es reconocible, si todo tiene como referente valores seguros estamos capando cualquier posibilidad de evolución para caer en un ejercicio de mirarnos el ombligo cada vez más, cada vez más de cerca, lo que hace que cada vez sea, también, más difícil ver qué hay alrededor.
Desde ese punto de vista uno agradece, de vez en cuando, guiños a la memoria, referencias que nos hagan sentir bien de manera inmediata, pero querría, también, como contrapunto quizás con más peso en la balanza, ejercicios de riesgo, de personalidad. De vez en cuando hay que matar un poco al padre en términos culturales, porque si no acabamos cayendo en un culto a lo antiguo que tiene bastante de siniestro y huele a cajón, esta vez sí, de casa de los abuelos.
Vernos desde fuera
Esta nota la llevo en el teléfono desde que estuve en Colombia el pasado mes de noviembre. Y ayer, gracias a la charla de estas dos personas, ambas de origen británico, la rescaté.
Es interesante ver cómo nos ven. Es interesante vernos con los ojos de otros, entender qué valoran ellos de lo que a nosotros nos rodea cada día. A veces hay algo de visión romantizada, es cierto.
Ayer, por ejemplo, en algún momento se habló de que aquí se sigue comiendo más en las casas, se sigue cocinando más. Y es cierto, seguramente, si nos comparas con Londres. Pero es verdad también -y quizás esto desde fuera no se vea tanto- que cada vez se cocina menos, que cada vez las casas tienen cocinas más pequeñas y los supermercados estanterías de platos preparados más largas. Hace 10 años ningún supermercado tenía una zona para comer. Ahora, en cualquier pueblo hay un par de supermercados en los que no sólo la hay, sino que tienen también el microondas y los cubiertos para que lo consumas allí, sentado a la mesa que ponen a tu disposición. Mi hija me contaba hace poco que, durante su etapa en el instituto, algunos compañeros suyos comían así cinco días a la semana. Visto desde ahí no sé si ese tópico, aún siendo más cierto quizás que en Londres, sigue siendo válido. Y si lo es, no sé si lo será dentro de 5 o 10 años.
Ya que estamos con previsiones de futuro: estos días se ha hablado mucho y muy duramente -y con razón, creo. Al menos hasta un punto- de las declaraciones del propietario de Mercadona en las que afirmaba que dentro de 25 años las casas en España no tendrán cocina. Es terrible y a su negocio, sin duda, le irá muy bien, pero no sé, además, en qué medida no estaremos centrándonos en matar al mensajero.
El dueño de Mercadona no construye esas casas con cocinas diminutas de las que hablaba antes. Tampoco es él quien alquila pisos turísticos sin cocina. No es él quien nos lleva a vivir a barrios de nueva construcción sin supermercado y sin bares o tiendas en las que comprar alimento a pie de calle.
No es Juan Roig quien nos ha llevado, en las últimas décadas, a abandonar los centros urbanos en los que vivimos para trabajar a varios kilómetros, a distancias que nos impiden comer en casa y nos dificultan cocinar para los nuestros. Ni es quien nos ha llevado a abandonar en muchos casos esos centros urbanos para vivir en adosados o en ciudades dormitorio en periferias cada vez más extendidas en las que cambiamos tiempo de estar en casa -tal vez cocinando— por tiempo en un atasco en el acceso a la ciudad. No es él quien nos ha llevado en muchos casos a pisos compartidos en los que tenemos una cocina para cuatro que, además, tienen que repartirse un frigorífico entre todos ni quien cierra panaderías casi a diario. Los 12 bares que han cerrado alrededor de mi casa en los últimos 3 o 4 años no los ha clausurado este señor de Valencia.
Por no ser, ni siquiera es quien define nuestros sueldos, aunque sí, en buena medida, decida el precio de lo que comemos. Y en esa ecuación, cuando las dos líneas no convergen, probablemente él tenga cierta responsabilidad, tampoco pretendo quitarle méritos, pero hay otra parte que no se va a arreglar zurrándole a todo lo que diga un señor que -esto deberíamos tenerlo todos claro a estas alturas- está defendiendo sus intereses antes que los tuyos.
No sé, insisto, cuánto de esto se ve desde fuera aunque, como las tapas, como el hablar de comida y el valorar nuestra cocina por encima de otras, como el vermucito en la terraza antes de ir a comer el domingo, forme parte del paisaje cotidiano.
Es cierto también, sin embargo, que esa cierta distancia que a veces romantiza un poco las cosas provoca -algo en lo que insiste Anna desde hace muchos años- también con frecuencia una mirada desacomplejada y crítica, alejada de prejuicios, que hace que mucho de lo más interesante que se escribe sobre cocina y gastronomía española se haga, como ocurre con los hispanistas que se dedican a la literatura o la historia, desde fuera. Aunque ese es un tema que tiene suficiente jugo como para que lo dejemos para otro día, que por hoy ya hay bastante con lo escrito hasta aquí.
Gracias por seguir ahí una semana más.
Tus notas, pensamientos como cuchillos. Valientes, certeros.