Esta semana volví a Sevilla, una ciudad con la que tuve mucha relación hace una década y a la que, desde entonces, he vuelto esporádicamente.
Tenía algo de tiempo libre, el justo para volver a algunos de los lugares que frecuenté entonces, para pasar por delante de la que fue mi casa durante algunos meses y para ver qué ha sido de bares a los que íbamos de vez en cuando.
Al principio no me di cuenta, pero en algún momento me encontré haciendo fotos en las que evitaba el nivel del suelo para no fotografiar a toda esa gente. Son imágenes de edificios en las que el ángulo no es bueno y en las que, aún así, abajo se ve, quizás sólo la cabeza, un montón de gente. Demasiada gente. Muchos en grupo, muchos con un auricular por el que escuchan a un guía, muchos siguiendo un paraguas amarillo.
No hay nada malo en ello. Al fin y al cabo, yo también estoy en la ciudad de paso. No hay nada malo, con frecuencia yo -cualquiera de nosotros- viajo a otros lugares. Al fin y al cabo, cuando mañana vaya al bar de barrio a pedir mi tostada del desayuno, como hacía cuando viví allí, seré yo el de fuera que viene a meterse y a cambiarlo todo. Y aún así iré.
En 2010, cuando empecé a conocer mejor la ciudad, llegaba a Sevilla la mitad de visitantes de los que llegan hoy, que son unos 4 millones al año. Pero no es un problema exclusivo de Sevilla. Ocurre en cualquier sitio al que vayas. En Santiago, donde vivo y donde somos 95.000 habitantes, el año pasado rondamos los 850.000 turistas. Somos la ciudad de España con mayor índice de presión turística, por encima de Granada y muy por delante de Barcelona o Madrid. De todos los récords posibles, teníamos que tocarnos este.
Pero este no es un estudio de impacto turístico, aunque el impacto turístico esté en la base de este texto. Este es un texto sobre el momento de cambio que nos ha tocado vivir a los que hoy tenemos entre 30 y 50 años y sobre cómo eso ha cambiado las ciudades, nuestra forma de relacionarnos con ellas y también nuestra forma de comer y de viajar en ellas.
Hemos visto morir un tipo de ciudad, como hemos visto morir a un tipo de visitante y, seguramente, estamos asistiendo a la desaparición de un tipo de comensal. Cada vez estoy más convencido de que tenemos tiempo, aún, los de mi generación, de ver morir el turismo tal como lo conocíamos.
En 1950 había unos 50 millones de turistas internacionales en todo el mundo, hoy hay 1500, 30 veces más. Las estimaciones dicen que en el año 2030 serán 2000 millones. Al año. Y eso, que aporta algunos elementos valiosísimos, en cuanto a movimientos económicos y que es, además, una señal evidente de que hay cada vez más gente con capacidad para viajar por placer, lo que es una gran noticia, supone también un riesgo enorme y creciente.
Porque las ciudades dejan de ser la ciudad que eran para ser la ciudad que cree que puede ser más atractiva, la que mejor se venda, la que salga más bonita en la foto. Porque si el visitante quiere Starbucks, pues abrimos un Starbucks en cada esquina y si eso implica que desaparezcan bares de barrio, y con ellos clientela de barrio, relaciones y formas de vida, pues que desaparezcan. Si el cliente visitante quiere un selfie en un rincón pintoresco, le ponemos una señal para que se lo haga y siga hasta la siguiente señal que le diga que es ahí donde tiene que hacer la foto, sin tener que buscar por sí solo.
Empecé a escribir tratando de no juzgar, aunque si se me pregunta soy abiertamente crítico con esas dinámicas, y de poner sobre la mesa dinámicas que se repiten, una y otra vez, en todos los destinos turísticos. Me está saliendo regular, nada más. No quiero juzgar, porque todos estamos ahí.
La primera vez que fui a Nueva York, hace casi 25 años, quería ir a algún deli, quería ir a una pizzería en el Village; quería visitar algún supermercado de Oriente Medio en Atlantic Avenue, comprar algo en Dean & Deluca. Sitios, todos, que me parecían muy auténticos, muy neoyorquinos, no demasiado de turista. Sitios, seguramente, a los que muy pocos habitantes de la ciudad van con mucha frecuencia. Menos aún a todos juntos, uno detrás del otro, porque el día a día de un habitante de cualquier lugar y lo que imaginamos los de fuera que es el día a día de esa persona son cosas habitualmente muy diferentes.
Quería ir a todo eso. Y a un Starbucks.
Exactamente igual que cuando abrieron el primer McDonalds cerca de casa (a 70 Km), cuando yo era un chaval, quise ir. Sin saber qué implicaría esa marca, qué acabaría representando, décadas después.
Y sin embargo, hoy, cuando me encuentro con un Starbucks o un McDonalds en un centro histórico, siento un escalofrío por todo lo que representa.
Las ciudades cambian, igual que nosotros cambiamos. Sevilla no es la de hace diez años, como Santiago no es la de hace diez años, pero yo tampoco soy el de hace una década. Ninguno de nosotros lo somos. Ni siquiera lo son los tópicos que manejamos: quien va hoy a Nueva York por primera vez no busca un Starbucks como uno de los iconos de su experiencia aparentemente auténtica. Las cosas cambian, insisto.
Pero hay una diferencia entre cambiar y morir. Y en las ciudades esa línea, que a veces no está clara, se traspasa con facilidad. Una vez que cambias suficientes cosas, la ciudad deja de ser la misma, de relacionarse consigo misma como lo hacía, de vivir de la forma que la caracterizaba y la hacía única.
Ahora puedes, quizás, tomar una tapa a las cinco de la tarde en una calle al pie de la catedral de Sevilla y acompañarla, si quieres, con una jarra de sangría, o con un spritz, si te apetece, pero cuesta encontrar un bar de los de barra de zinc en el centro; ahora casi todos los locales que abren salen bien en foto, tienen un punto entre tradicional y actual, con todo impecable, en su sitio, que me hace pensar en Eurodisney, en la tramoya de una obra de teatro, en una de esas calles que se construyen en los grandes estudios de Hollywood, detrás de cuyas fachadas no hay nada.
Es complejo. El otro día me llamó la atención la cantidad de nuevos Carrefour Express que hay donde antes solamente había algún colmado y un supermercado muy aquí y allá. Hay mucho piso turístico al que dar servicio, por eso hay muchas ensaladas, sandwiches y gazpachos preparados en esos supermercados; mucho alcohol,incluso en botellas pequeñas, y muy pocas de esas cosas que, en teoría todos usamos en nuestra casa. El cliente ya no soy yo, ni tú: el cliente, allí, es otro.
Qué complicado es tener una postura sin fisuras en esto.
Sobre todo cuando hay una parte de beneficio evidente en este fenómeno.
Sobre todo cuando se trabaja en el sector.
Sobre todo cuando uno también viaja, usa líneas aéreas low cost y se aloja (A veces, cada vez menos) en apartamentos.
Sobre todo cuando uno es también un factor de distorsión en los lugares que visita.
Sobre todo cuando uno quiere ir a los lugares, aunque los transforme, pero se queja de quien transforma los suyos.
Sobre todo cuando algunos destinos, algunos países, han centrado tanto la atención en este modelo que, ahora que empezamos a verle la cara fea, no hay demasiadas alternativas a corto plazo. Quizás tampoco a medio.
Sobre todo cuando nada de lo que se está haciendo es ilegal, cuando no se le puede prohibir a la gente que viaje. Cuando todos seguimos siendo viajeros, en nuestra cabeza, mientras los demás son turistas.
Todos esos paños caliente, sin embargo, no hace que las cosas sean mejores, ni más bonitas ni más cómodas. Sólo las hacen un poco más complicadas.
Todo eso, en realidad, son excusas mientras miramos hacia otro lado. Mientras la gastronomía de los lugares excluye cada vez más al cliente local para centrarse en el otro: en lo que ese otro quiera, en lo que ese otro espere, en lo que ese otro pueda pagar aunque quizás tú (o yo) no.
Cuando se abre un restaurante en Perú cuyo menú cuesta el equivalente al salario medio en el país, como cuando se abre un local en Extremadura, en Galicia o en Canarias con tickets medios por encima de los 300€ se está haciendo una apuesta y se está mandando un mensaje. Aquello, muy probablemente, no es para ti, si vives en la zona. Aquello es un artefacto de espaldas a su entorno, en la mayoría de los casos. Aquello, en buena parte de los casos, usa lo local, la tradición, como un pretexto para vender a quien viene a comprar esa tradición y puede pagarla. Y si mañana lo que atrae al cliente con suficiente dinero son las luces de colores, ten por seguro que la tradición y lo local se irán al carajo en muchos casos. Y habrá un montón de luces de colores.
Es complicado, lo sé. Nunca (o casi) es un discurso tan plano, es verdad. Y, sin embargo, tomar decisiones de ese estilo es mandar mensajes, es ir moldeando una realidad. Es escoger y, por lo tanto, ir descartando. O ir excluyendo, que es más o menos lo mismo, pero suena un poco más crudo. Es crear un marco conceptual que, como las ciudades, como tú y como yo, ha cambiado mucho en la última década, no necesariamente a mejor; un marco que cambia cosas, a veces hasta romperlas, moldea la realidad e impone barreras que no estaban ahí antes.
Qué difícil es no ser reduccionista en este caso y, al mismo tiempo, qué cabrona una situación que, de alguna manera, obliga al reduccionismo. Porque es urgente, porque hay cosas que estamos viendo morir y que no van a volver.
Porque aunque sea incómodo tenemos que decidir si las ciudades, la gastronomía o el turismo nos representan o no, si somos parte de ellas y, si lo somos, qué queremos, que esperamos y qué exigimos; qué queremos ganar y a qué estamos dispuestos a renunciar.
Sobre qué quiero escribir. Por qué.
¿Es posible un equilibrio en todo esto? Es posible que sea posible. Lo que no es, seguro, es un equilibrio fácil. Tampoco es un equilibrio que todas las parten estén deseando ni, seguramente, uno que todas vayan a aceptar de entrada.
Qué difícil es tener discursos coherentes y sin fisuras, incluso cuando hablamos de ocio. Qué difícil no ser egoista también en esto.
Gracias por seguir ahí una semana más.
Lo que he leído
Estoy con Vidas Minúsculas, de Pierre Michon. Me está gustando, pero no es fácil. Me está gustando, pero no sé si repetiré con otro libro suyo próximamente.
Lo que he visto
Secaderos (Rocío Mesa, 2022). Sencilla, bonita a pesar de transcurrir en una realidad quizás no muy fácil. Y con un toque casi naíf que la convierte en algo distinto. Vale la pena.
Lo que he escuchado
No ha sido la semana más musical de la última temporada.
Ayer leía un hilo en Threads de alguien que escuchaba punk en el coche y a quien un compañero de viaje le decía que era una música “muy satánica”, lo que me hizo acabar escuchando a Behemoth.
También, debido a que estos días, después de no sé cuánto tiempo, se han vuelto a juntar por una noche sobre un escenario, estuve escuchando un poco a REM, que es una de esas bandas que nunca salen cuando pienso en mis favoritas, pero que llevan 35 años ahí, siendo una constante entre lo que escucho.
El otro día estuve en Córdoba por primera vez y me sorprendió ver un Starbucks y un Burger King frente por frente a la Mezquita; en Barcelona pasa un poco eso con la Sagrada Familia pero incluso en Barcelona puedo llegar a entenderlo por su condición de ciudad grande. Me sorprendió, porque supongo que el que va a Córdoba va buscando un salmorejo o un flamenquín, pero a saber.
Necesaria News!
Lo vivo en carne viva en mi Mar del Plata natal. Destruyen el patrimonio para construir Torres y restaurantes todos iguales 🤷🏻♀️