No elegir
Miércoles, 10:45. Algún lugar de la provincia de Ourense.
Ayer el coche nos dejó tirados. La víspera había salido del taller, pero evidentemente se les había pasado revisar algo.
En la autovía, a 200 kilómetros de casa, se encendió una luz roja. Stop. Riesgo de rotura de motor. Los fabricantes de coches saben cómo hacerse con tu atención.
Llamadas al taller, esperas en la cuneta. Algunas imprecaciones que no hace falta reproducir aquí. Y, al final, una certeza: hasta allí habíamos llegado ese día con ese vehículo.
Por suerte, la luz roja se encendió cerca de Verín, un pueblo que conocemos razonablemente bien, y pudimos llegar al centro en el coche. Más llamadas. Al seguro, al taller. La grúa que primero dice que llega ya, luego que mejor mañana, que tienen lío, y después, resumiendo, que crucemos los dedos. Y los cruzamos. Y por una vez funciona.
Hora y pico después estamos en Verín, sin coche, con día y medio libre por delante, así que decidimos aceptar la situación y quedarnos a dormir. Conozco un sitio -no es que haya muchos en el centro, tampoco-limpio y bien situado. No elegimos que pasara esto aquí, pero ya que pasó podíamos retirarnos a un rincón a lamernos las heridas o, dado que el día está perdido de todos modos, hacer con él lo mejor posible.
Así que la cosa nos lleva a tomarnos una cerveza con Bego, la cocinera del Regueiro da Cova -que vale la pena conocer si pasas por Verín-quien nos recomienda la Pizzería Italia.
La Italia, en realidad, no es una pizzería, es un artefacto que te transporta a otra época. Es un viaje a aquellas pizzería de mediados de los 80 que poco tienen que ver con las actuales. Ahora todos parecemos saber de auténticas pizzas napolitanas -un día hablamos, si quieres, de qué significa eso a 3500 kilómetros de Nápoles y de cómo hemos pasado en tres días de comer jamón de York y aceitunas La Española sobre cualquier disco de masa a no pasar por menos que un local del Top 10 mundial, sea eso lo que sea y lo decida quien lo decida- pero no hace tanto la pizzería, en España, era otra cosa, una cosa que se parecía más a esta Italia que a Sartoria Panatieri, por decir una.
Hay una historia de inmigrantes argentinos que abrieron la primeras pizzerias en España y que está aún sin escribir. Es una historia que pasa por barrios humildes de muchas ciudades, que empezó en Sitges, pero que luego, rápidamente, pasó a Las Palmas o A Coruña, en los primeros 70. Y que nos acostumbró a un estilo, bien de queso, bien de orégano, que poco tiene que ver con lo que hoy está de moda. Veremos en tres o cuatro años, que aquí tan pronto nos da el viento de un lado y todos somos expertos instantáneos, como pasa a darnos del otro ¿Os acordáis de la moda de ponerle un huevo frito encima a cualquier cosa, hace cuatro o cinco años, o la de los cronuts? ¿Os acordais o las smash burgers no nos dejan ver tan allá?
A lo que iba. El olor, la decoración, la carta… todo era en el Italia como en aquella pizzería de los años 80 de mi memoria. Y de pronto no hizo falta que la pizza que tenía delante fuera de estilo napolitano, ni necesité una fermentación de más de 48 horas, ni que los tomates hubieran sido cultivados en la falda del Vesubio. Todo encajaba y estaba bien allí de aquella manera.
Cenamos, pedimos otra cerveza, el dueño nos habló del origen del local, que abrió en 1986 de la mano de un siciliano, nos reímos un rato. Nunca habría cruzado la puerta del Italia si no hubiésemos hablado antes con Bego. Y eso no habría pasado si antes el coche no hubiera decidido plantarse y nosotros no hubiésemos aceptado que era mejor no elegir, que las cosas no siempre son como uno tenía previsto y que, en esos casos, si puedes, lo que toca es tratar de hacer lo mejor posible con los mimbres que la situación te da.
Jueves, 19:10. En un tren hacia el norte.
Escribo camino de A Coruña. El coche sigue sin estar listo y está tarde-noche toca trabajar allí.
Podría haber decidido no ir, seguramente no pasaría nada. Pero trato de no posponer más citas y de no quemar más cartuchos. Por otro lado, lo que tengo que presentar es una cata de quesos. Una cata única, además: una vertical de diferentes maduraciones de una misma elaboración de una quesería artesana diminuta. Luego tendré que correr para no perder el tren de vuelta, así que me sentiré menos culpable.
Hay un espumoso implicado en el asunto y no tengo que conducir de vuelta a casa. Será divertido.
Será divertido, además, en una semana particularmente exigente. Lo del coche ha puesto los tiempos y mi paciencia patas arriba y apenas ha dejado un minuto libre. Mañana será parecido. Pero esta noche elijo elegir; elijo dejarme llevar por la situación, que es la que es, y aprovechar lo que pueda de ella. Esta noche, queso. El resto seguirá ahí cuando me despierte.
Presentando a la gente de la Quesería Bisqato en A Coruña.
Gracias por seguir ahí una semana más.
Algunos enlaces
Leo a Pau Arenós (su carta 121) sobre el racismo en las cocinas españolas. Es descorazonador y esperanzador al mismo tiempo. Es una gran noticia que por fin se hable de cosas que ocurren mientras miramos hacia las luces de colores, porque esto es una gran gala permanente, flashes y burbujas, y las cosas feas no encajan en esa imagen al margen del mundo, un poco, a veces, como un baile en el Titanic, que, por lo visto, queremos construir de la gastronomía. Todo son fiestas, photocalls, la mejor pizza del mundo y “el local que Madrid necesitaba”. La gastronomía solía ser otra cosa.
Me pellizca las entrañas leer los comentarios a ese texto. Me enfada y me repugna vivir al lado de gente así. Me preocupa lo que deciden escribir en público. Lo que explicita, pero aún más lo que deja entrever. No quiero que en las cocinas todo sea buen rollo y palmaditas en la espalda hasta el momento en el que hablamos de cosas que ocurren en ellas, ese momento en el que sale la parte más energúmena de gente a cuyo lado me siento a cenar, con la que me cruzó por la calle, a la que le sujeto la puerta al entrar al restaurante y me devuelve la sonrisa.
Aquí sí que elijo. Y estoy justo enfrente. En el otro lado, sin medias tintas. Hay que hablar de estas cosas, porque también son gastronomía.
Lo que he leído
Volvía estos días al Teatro Venatorio y Coquinario Gallego, un libro-joya de Álvaro Cunqueiro y José María Castroviejo, una preciosidad de edición ilustrada que es una pieza de coleccionista (que aún se encuentra, por cierto, y no a precios descabellados).
Hay una reedición de hace unos 20 años, que también es ya un objeto de colección, una tirada muy limitada, numerada y con los grabados ilustrados a mano y que se puede conseguir aún a precios más que razonables.
Lo que he visto
La Huella (Joseph L. Mankewicz, 1972). No tengo muy claro si Michael Caine me parece un gran actor o no. Creo que sí, pero no estoy seguro. Ese tono nasal a veces me desconcierta. Está dentro de ese grupo de intérpretes que se resultan particularmente simpáticos con Richard Harris, Shirley MacLaine, Donald Sutherland y no muchos más, eso seguro.
Laurence Olivier, por el contrario, me produce una cierta antipatía. Aún así, ver como entre los dos sostienen una película durante dos horas me sigue asombrando como la primera vez que la vi, hace muchos años.
Lo que he escuchado
Mikel Erentxun lo fue todo en la música española al menos un par de veces a lo largo de su carrera. Quizás alguna más. Su disco Autobiografía, con Duncan Dhu, puede soñar hoy un poco ñoño en algún momento, pero en su época no sólo no dejó de sonar en todas partes durante meses sino que fue un esfuerzo de producción y de versatilidad inédito en España para una banda con el éxito de aquella.
Después vino el cambio de estilo. El primero. Y luego vinieron otros. Y siempre tuve la sensación de que, sin ser el santo al que más devoción profeso, Erentxun se lo creía, hacía lo que en aquel momento le apetecía hacer.
Acaba de lanzar, a sus cerca de 60 años, un single. Y suena sucio, a otra época. A la Luz de las Farolas recuerda a Jackson Browne en algún momento, el ritmo de Tren a Marte mira aún más atrás. Y vuelve a funcionar y a sonar a que se lo está creyendo. Motivos más que de sobra como para quitarse el sombrero, por mucho que siga sin ser el santo al que más devoción profeso.
Viene Pantera a tocar a Galicia y yo no voy a ir. Con lo que yo he sido. Con lo que Pantera fue para mí. Un compañero del instituto me dejó el cassette de Far Beyond Driven y me voló la cabeza. Aquello era metal, pero era diferente. Era bestia, pero de una manera distinta. No sabía que había descubierto el Groove Metal, pero me gustaba.
A Dimebag Darrell le pegaron un tiro hace años y su hermano Vinnie Paul murió hace también un tiempo. Pantera ya no pueden ser Pantera. Pero suman, en esta gira, a Zakk Wylde, que es otro que me dejó con el culo torcido con el solo en No More Tears, de Ozzy Osbourne, así que quizás valdría la pena.
¿Qué pasa cuando una banda con dos cabezas pensantes tan marcadas como tenía The Smiths se separa? Lo habitual, como en este caso, es que las cosas acaben como el rosario de la aurora: The Beatles, The Eagles, Oasis…
Y lo más frecuente es que, además, ninguna de las partes vuelva a ser capaz, por su lado, de tocar aquellos temas y sonar parecido a como sonaban juntos.
En el caso de The Smiths, Johnny Marr es, de lejos, la parte que musicalmente sigue siendo más interesante. Morrisey tenía la imagen y el carisma, pero eso, con el tiempo, tiende a disolverse. Ha sido el caso y Morrisey es hoy un señor mayor enfadado que se parece poco a lo que fue a mediados de los 80.
Y Marr, por su parte, sigue sacando singles interesantes y, cuando decide que quiere hacerlo, sigue sonando como en 1985. Y pone los pelos un poquito de punta.