Chechu nos ofreció este plato al poco de sentarnos a la mesa en su restaurante.
Pasta, además. Y eso, teniendo a Anna como comensal, no deja de ser hasta cierto punto un deporte de riesgo. Una pasta de calamar. No con calamar, de calamar. Es decir, de y con. Me explico: la masa se hace con trigo y huevo, pero también con los descartes del calamar en puré. Luego se pinta con un guiso de calamares en su tinta y se cocina en vaporera. El calamar está en la masa y sobre la masa.
El resultado es inquietante, pero en el buen sentido. Sí, hay un buen sentido para ese término, al menos como yo lo entiendo. No es algo confortable, que sabes por dónde va a ir. Es incómodo, pero estimulante, hace que quieras saber más. Es interesante ¿Cuándo dejamos de valorar lo interesante en cocina en favor de lo sencilla, a veces simplemente, rico? Hay sabor, hay una textura sorprendente; de alguna manera es como si hubiese limpiado un calamar, lo hubiese abierto para formar una lámina y la hubiese cocinado, luego, al vapor. Pero no exactamente, porque al mismo tiempo es pasta. Y quizás faltaba un matiz extra, pero había un toque de ralladura de limón que lo refrescaba y que lo animaba. No era perfecto, pero era el tipo de cosa que me apetece, cada vez más, encontrar cuando me siento a la mesa. No miré el reloj ni una sola vez, hasta que me di cuenta, ya con el café, de que llegaba tarde a una cita. No es algo que ocurra siempre. Quizás por eso lo valoro tanto.
Llegó el postre de esa misma comida: “cocinamos ciruelas y ajos en la Ocoo”, comenzó, al traerlo a la mesa. Si no la conoces, una Ocoo es una máquina de cocina coreana, una especie de olla cerámica que oxida los ingredientes jugando con presión y temperatura. Los resultados pueden ir de lo ligeramente pasificado a lo fermentado, pueden aparecer aromas casi a regaliz, texturas inéditas…
Da igual. La parte técnica no me importa mucho en este caso. Ajo y ciruelas para el postre. Con su jugo, además, recogido para elaborar algo similar a un almibar ligero en la base del plato. Y perlas de queso azul. Y un toffee de nueces, casi quemado -a propósito- que busca lo amargo. Al meterte la primera cucharada en la boca tienes la sensación de que cien cosas corren en direcciones opuestas. Hay un dulce ligero, frutal; hay un poco de aroma de ajo, tonos terrosos, compotados, un regusto a regaliz, matices amargos de fondo, un final de fruto seco, algo de lácteo, muy de fondo. Y todo, sin embargo, encaja de alguna manera. No de la manera más obvia. No, desde luego, de la más previsible. Pero unas cosas se equilibran con las otras y hacen que quieras una cucharadita más. Y es esa cucharadita más, el momento en el que decides que algo, lo que sea, es suficientemente interesante y quieres probar un poco más, lo que importa.
De algún modo es como ese momento en el que empiezas a estudiar un idioma y un día, más allá de un chapurreo ininteligible, resulta que empiezas a encontrarle el sentido a esa canción de la que hasta ahora te gustaba la melodía. Hay palabras que entiendes, las suficientes como para que tu cabeza quiera más, como para que esas que todavía te resultan incomprensibles dejen de ser un obstáculo y pasen a ser un reto. Todavía no acabas de ver el conjunto entero, pero lo que intuyes es suficiente como para captar tu atención y hacer que quieras escarbar un poco más profundo.
Es eso, al final, lo que hace que quiera quedarme, ya sea en alguno de los platos del Restaurante Gunnen, que es del que estaba hablando, en un disco, en un concierto o en un libro. Me ocurre -si me lees desde hace un tiempo ya lo sabes- con Carrère: no es lo que cuenta, es seguir leyendo para entender cómo lo hace, el muy cabrón; cómo consigue convertir un macro juicio, eterno y farragoso -otras veces es la vida íntima de un señor de mediana edad avanzada con el que, me temo, no me llevaría particularmente bien- no sólo en materia novelable, sino en algo con ritmo, aparentemente ligero, de lo que quieres saber más.
Me pasa con Miles Davis. No soy aficionado al jazz, pero Kind of Blue primero, Sketches of Spain después e incluso el inclasificable Bitches Brew captan mi atención desde la primera nota. No sé por qué -si lo supiera, si tuviera esa clave, sería, más que probablemente, enormemente rico e inmensamente popular- pero lo hacen. Hay algo ahí en esa música que en teoría debería aburrirme, que hace que me quede.
Me ocurre con la música de The Jayhawks. Anna los volvía a poner estos días en el coche. Hay muchas cosas en ellos que me gustan, que suenan un poco a otra música que escucho: a REM, a Tom Petty, a The Decemberists. Por momentos, quizás, a los Allman Brothers, a The Flying Burrito Brothers a The Black Crowes; a veces intuyes por dónde van a ir las voces en el coro, una nota pedal y una voz más aguda que lleva la melodía, en la línea de The Beatles. Con frecuencia no son perfectas, hay una de las voces que cambia la línea aquí y allá, que se va por libre, que rompe el esquema. No son grandes músicos, además. Pero funciona. Los pequeños cambios, las imperfecciones, añaden pinceladas de incertidumbre a algo que de otro modo correría el riesgo de resultar amable aunque previsible.
El famoso postre de ciruela y ajo (y queso azul, y toffe, y nueces, y leche)
Con cuestiones de trabajo me pasa otro tanto: si no consigo encontrar algo que me interese en lo que estoy haciendo, tiendo a dejarlo. Una de las conversaciones más habituales en casa tiene siempre, poco más o menos el siguiente esquema: yo pregunto qué ocurre si abandono un proyecto, un servicio o un trabajo; si es posible hacerlo, no continuar y seguir pagando todo lo que hay que pagar. Si la respuesta es sí, ese proyecto empieza a hacer la maleta. Si es que no, que a veces pasa, comienzo a trabajar para hacer posible que la contestación sea positiva en el plazo más breve. Normalmente lo consigo.
El resultado no es probablemente el más brillante desde el punto de vista de la estrategia económica, pero si se aborda desde el de la calidad de vida, queridos, es otra cosa bien distinta. En la vida hay que elegir y yo elijo esto. Porque sé lo que hay detrás si opto por abrir la otra puerta, pero también porque eso garantiza que hago lo que hago con ganas, con ese enamoramiento al que aludo con tanta frecuencia y que hace que las cosas funcionen.
No es perfecto, por supuesto. Siempre hay algo que te hace dudar si será otro de esos encargos que deberías dejar caer, momentos en los que te toca aguantar tres o cuatro meses más, ocasiones en las que te arrepientes de no haber aguantado un poquito más, que vienen ahí un par de meses tontos. Pero poder hacerlo, poder elegir, es un verdadero privilegio. Se habla mucho de las miserias de ser autónomo o de ser freelance. Y las hay, claro que las hay, pero si tienes -y yo la voy teniendo. Virgencita, que me quede como estoy- la suerte suficiente, en algún momento empieza a haber algunas ventajas. Y esta es una de las grandes.
Este año he decidido apostar por escribir. Eso quiere decir que algunas cosas se irán y que me alegraré bastante de que algunas de ellas lo hagan. Otras se quedan en pausa un tiempo, que uno es un idealista, pero no necesariamente un suicida en términos laborales. Y mientras, estos meses me voy a dedicar a llenar (más) libretas, a ver qué pasa. A escribir eligiendo todavía más qué escribo y para qué. Me quejo siempre de no tener tiempo para textos de más calado, para otros formatos, para probar otras formas de contar las cosas. Bueno, pues este año he tratado de hacer ese hueco, de liberar ese espacio e intentarlo.
Sigo, claro, con colaboraciones en las que estoy cómodo, algunas de ellas cotidianas, otras, que espero siempre con ganas, de las que vuelven de tiempo en tiempo y permiten romper la rutina, hacer algo que mantiene la tensión, pero que hace que me reencuentre con gente y con lugares a los que sí que quiero volver.
¿Sobre qué voy a escribir? Sobre cosas muy diversas. Sobre gastronomía, eso ya lo habías imaginado. Sobre arte, también, después de todo este tiempo. Vuelvo a ponerme el uniforme de historiador del arte por un momento, pero desde un enfoque que no había trabajado hasta ahora y que tienen bastante que ver con lo que hago en 2025. Estoy ya en ello y me hace mucha ilusión.
Voy a escribir sobre carreteras secundarias, restaurantes, empanadas; sobre ciudades, sobre platos. Sobre cosas que me gustan y que me gusta compartir, sobre gente a la que leo y a la que admiro.
En 2023, después de muchos años, volví a conciertos. Explicar por qué entonces o por qué lo había dejado es largo y queda para otro día. Pero volví. Y no lo he dejado desde entonces. Estoy convencido de que mi madre me mira con perplejidad y piensa qué necesidad habrá, a estas alturas. Pero volví, insisto, y lo estoy disfrutando. Como disfruté de esos platos de Chechu el otro día, como disfruto cada vez que dejo caer un trabajo que empezaba a pesar como una losa y firmo otro que me parece emocionante o como lo hago cuando abro otro libro de Mariana Enríquez. Llevo 15 años sin saber lo que es la odiar mi trabajo -que triste que eso sea un lujo, pero lo es- eligiendo que haya más platos feos en mi vida y menos sitios que se empeñan, no siempre de la forma más sutil, en perseguir una perfección que no existe y que, aunque existiera, no van a lograr.
Gracias por seguir ahí también este año.
Tú y Anna sois unos valientes. Si encima me cuentas que eliges en lo que trabajas, ya me parecéis héroes. Yo no me atrevo a mandarlo todo al carajo y dedicarme solo a escribir de lo que me apetece. Me temo que tener un hijo estudiando en los Estados Unidos y otro que promete y que en un par de años va a querer ir a la universidad, tiene algo que ver :-) Yo me he acostumbrado a vivir con poco. Hay cosas que antes se me hacían imprescindibles, que me he dado cuenta de que no lo eran en absoluto. Un abrazo para los dos!
Con ganas de seguir leyéndote en este 2025🫶🌠🥹