Tenemos una obsesión con lo grande, con lo importante, con lo excepcional, que no sé si tendrá un trasfondo fálico o sencillamente simple -a veces no que hay que buscarle más pies al gato- pero que cada vez me resulta más aburrida.
Tendemos a querer ir al restaurante del que se habla, que suele ser el más premiado o el más mediático; a viajar a los destinos más populares, a visitar los museos más conocidos y, dentro de ellos, las salan donde están esas obras que tenemos asumido que no nos podemos perder.
Museo de Artes Decorativas de Madrid
Sí que te las puedes perder. Y no pasa nada. Del mismo modo que puedes no ir a ese restaurante del que habla todo el mundo y no sólo tampoco ocurrirá nada sino que igual, en el proceso, descubres otro. Y quizás ese otro te guste tanto o incluso más que el supuestamente obligatorio.
La obsesión por el ranking, que en realidad es una obsesión de base absolutamente consumista, nos lleva a hacinarnos, a hacer cola, a pagar más para -vamos a reconocerlo- a veces no encontrar demasiado placer en la experiencia.
Está muy bien ir a ver Las Meninas -o el cuadro que se te ocurra en el museo que te apetezca- pero, vamos a ser sinceros, no todos somos historiadores del arte, así que, si vamos porque nos han dicho que hay que ir, probablemente nos vamos a perder bastante y quizás salgamos un tanto frustrados. Lo sé porque soy historiador del arte y porque he trabajado con arte durante años. Y, desde mi punto de vista, no pasa nada si vas a Madrid y no vas a ver Las Meninas. Como si no pones un pie en el Museo del Prado.
Hay otras opciones. Quizás más a mano, posiblemente más accesibles. Si te interesa el arte, no dejes de ir a verlo, esté donde esté, aunque no puedas ir a ver lo mejor. El valor de ese “lo mejor” es un invento para excluir, es una barrera de clase y por lo general se basa en tres cosas que son bastante discutibles. La primera es una estética que heredamos del romanticismo y de la que no hemos aprendido a desprendernos, que es la que hace que nos guste más el otoño, la puesta de sol, el océano o una ruina que otras cosas. No hay nada objetivamente mejor o más bello en ellos que en el invierno, el mediodía, una llanura o un edificio de 1940. Y eso es lo fantástico, porque una vez que te sacudes las listas, los rankings y los cánones, hay infinidad de opciones hay fuera.
Museo del Prado
Espero no explicarme mal con esto: por supuesto que existen elementos objetivos que hacen que una pintura -por seguir con el ejemplo- sea técnicamente mejor que otra. Pero más allá de eso, la mayor parte del aura que se le da a un cuadro tiene que ver con otras cuestiones. Y esas son cuestiones que se pueden discutir o que, por lo menos, se pueden dejar a un lado sin que pase nada particularmente grave para los que no somos especialistas en, pongamos por caso, pintura española del S.XVII.
La segunda de esas cuestiones de las que hablaba es un canon que, con frecuencia, podríamos discutir en muchos de sus aspectos sin que ocurra nada particularmente traumático. Simplemente piensa en todo lo que ha cambiado en los últimos 300 años, por poner un límite temporal, e imagina si esos cambios no influirán, quizás, en lo que consideramos más o menos importante, en qué destacamos, qué omitimos, cómo ha cambiado la sociedad, la manera de pensar, de vivir o de relacionarnos con las imágenes. Igual todo eso hace que convenga relativizar un poco.
La tercera, es que esa obsesión con “lo mejor” nos lleva con frecuencia a centrarnos más en el esfuerzo y en el logro de acceder a ese cuadro o a esa escultura que en disfrutarlo por motivos que, probablemente, son distintos para mí, para ti y para un señor de Murcia que se acerque a verlos. Así que relájate y disfruta del viaje: si lo que quieres es ir a ver Las Meninas, adelante. Si no, quizás te apetezca otra sala, otro museo, o ir a ver el retablo de una iglesia, edificios racionalistas o cualquier otra cosa.
El problema es que esto te obliga a elegir. A tomar partido. Pero ahí es donde con frecuencia ocurren las cosas interesantes. Porque ahí está lo inesperado, porque quizás te encuentres algo que encaja más contigo, con lo que buscas o con lo que necesitas en ese momento; porque te evitas esa cosa espantosa de llegar con las expectativas demasiado altas ¿Subjetivista yo? ¡Qué dices!
Noor (Córdoba)
Con los restaurantes suele ocurrir algo similar. Con frecuencia me preguntan cómo no estado en determinado restaurante o por qué, al visitar una ciudad concreta, no he ido al restaurante al que se supone que hay que ir. Lo primero que pienso es ¿Por qué se supone que hay que ir? Vamos a ser sinceros: de la inmensa mayoría de esos restaurantes a los que se supone que hay que ir no nos acordaremos, ninguno, dentro de 30 años. Y no pasa nada. Lo excepcional es, por definición, poco habitual. No hay algo excepcional en cada pueblo, en cada ciudad, en cada provincia. En cada año. Si todo es excepcional, lo he dicho muchas veces antes, entonces nada es excepcional.
Por otro lado, excepcional no es una categoría objetiva. Un restaurante puede ser técnicamente excepcional y creativamente un fiasco al mismo tiempo; su cocina puede salirse de lo común y su sala ser un desastre; su oferta puede ser algo absolutamente inusual y la experiencia resultar fría, impostada, falsa o puede tratar de llegar y quedarse a medias. Todo dependerá de cuál de esos aspectos sea más importante para ti, porque lugares en los que todo sea perfecto, insisto, hay más bien pocos.
Voy a dar una opinión absolutamente subjetiva, perfectamente discutible, pero de la que estoy bastante convencido: llevo casi dos décadas visitando bastantes más restaurantes que la media de la gente que me rodea. En los últimos 15 años muchos más aún, por motivos de trabajo que me obligan a enterarme antes, a leer, a preguntar, a escuchar y a llegar con mucha más información que la mayor parte de los clientes. A veces conozco al cocinero, o a su equipo, o a sus proveedores. Y desde mi punto de vista perfectamente cuestionable, quizás haya estado en una decena de restaurantes excepcionales. Y según dónde pongamos el listón, tal vez incluso alguno menos.
Criadillas en el Montana (Jaén)
¿Soy muy duro? ¿Particularmente exigente? No lo creo. Más bien al contrario, me considero un disfrutón, alguien fácil de convencer que, como quizás me hayas leído antes, tiende a enamorarse de las cosas. Llego a los restaurantes esperando que me encandilen, que me den motivos para creer. Y muchos lo hacen. Pero eso no los convierte en excepcionales, lo que tampoco les quita méritos. Otra idea a la que suelo volver: no me interesa tanto que hay un sitio excepcional -en una ciudad, en una provincia- como cinco o diez muy buenos.
Muchos restaurantes a los que he ido son buenos, bastantes son realmente buenos. Y eso tiene que ver con el contexto -no es lo mismo que hagas algo en el centro de Barcelona que en Castroverde de Campos, provincia de Zamora, del mismo modo que no es lo mismo que lo hagas tú sólo o con otros 18 cocineros en el equipo, en un local que reformaste con 40.000€ o en uno de 3 millones perteneciente a una multinacional francesa- pero también con el momento, con lo que se busca y con tantas otras cosas. Hay restaurantes que son excelentes por 40€ y que no pasarían el corte por 75. Hay restaurantes que se empeñan en hacer saltos mortales a 140€ y, claro, llegan luego las comparaciones, que son odiosas, y ocurre lo que ocurre.
A partir de unos mínimos, marcados por un producto que no hace falta ni que sea excepcional, por una cierta pericia técnica y por una experiencia más o menos agradable, un restaurante puede ser bueno para mí y no para ti, o al revés, y no ocurre nada.
Nordestada (Porto do Son)
Luego están los lugares excepcionales, que lo son al margen de si encajan mejor o peor con mis gustos o con los tuyos. El restaurante Martín Berasategui lo es, en mi opinión. El Celler de Can Roca, Noor, Bagá, Lera. Algunos por unos motivos y algunos por otros, algunos me gustan más, personalmente, que otros. Pero si tienes curiosidad y tienes la ocasión de ir a alguno de estos, creo que vale la pena. Para entender qué es verdaderamente excepcional.
Aún así, si no puedes, tampoco pasa nada. Como te decía, soy historiador del arte y hay muchos cuadros, esculturas o edificios que no he visto en persona y que no veré nunca, lo que no me impide entender que son algo fuera de lo común y por qué lo son. Y eso no evita que disfrute de un pequeño museo de pueblo en el que quizás guardan únicamente una o dos obras de pintores de cierta importancia, como disfruto muchísimo, con frecuencia, en restaurantes que no están en lo más alto de ningún ranking. Entre otras cosas porque soy muchas cosas, pero no un mitómano -salvo en música. Ahí sí, y orgulloso, además- y eso resta de la ecuación una factor bastante importante en esto de los “sitios a los que hay que ir”.
Lo emocionante, para mí, es a veces la sorpresa, es encontrar algo que encaja particularmente conmigo; es la falta de pretensiones, el hacer algo con alma, con personalidad, con carácter, sin tratar de ser más -o menos- de lo que se es. La tranquilidad, la seguridad en lo que se hace. Con frecuencia es la apuesta por un camino propio cuando lo fácil sería tener un bar que sea un homenaje a los bares de toda la vida, un local de brasa y parrilla o un templo del producto. Si te interesa algo el mundillo gastronómico sabes de lo que te hablo; si no, bendito tú que te quitas ese mantra cansino de encima.
La Botica de Matapozuelos (Matapozuelos, Valladolid)
Lo emocionante, tal como yo lo veo, es querer emocionarte, no tratar de coleccionar restaurantes como quien colecciona cromos; es tener un criterio propio, ser capaz de disfrutar por 300€, pero también por 25. Es salir da casa buscando lo que te convenza, lo que te divierte, lo que tiene sentido en un contexto y no salir a buscar el fallo, a ver si es un 7 o 7,5 o a discrepar con nosequién a quien has leído y cuya opinión suele importar también, en la mayoría de los casos, lo justo nada más, al menos si no eres su pareja o quien le paga la nómina.
Para mí es emocionante, por ejemplo, ir a Casa Lestón, en Sardiñeiro un local que lleva abierto desde 1917, y probar su tortilla de longueiróns, un plato que se lleva haciendo en la casa al menos tres generaciones. Me emociona ir a Cádiz y tomarme unas papas con choco bien hechas en una taberna, una morena frita en la barra de El Faro y una manzanilla en la taberna homónima.
Es emocionante la croqueta de Casa Belarmino, pero también lo es el pote de berzas de La Nueva Allandesa; una tapa de criadillas en el Montana de Jaén, unos zarajos en el Cervino de Zaragoza, sentarme a la mesa en el restaurante Landua o en el Nordestada, una pasta con mantequilla y anchoas en el Garbo de Santander, ir hasta Fuente Obejuna para comprar un queso, y de paso algún yogur, de Calaveruela. La empanada de morcilla de Casa Chuchu y la de berberechos (con concha) de O Taberneiro, en Rianxo. El rollo de bonito de Nito (Viveiro), la cocina de Jesús Segura, un buen montadito de pringá, un fricandó bien hecho en una bodega barcelonesa.
Bar Páganos (Logroño)
Unas gambas compradas en el mercado de Maó, simplemente hervidas; el guiso de sepia del Bar do Porto de Corrubedo, las mesas diminutas de la Taberna da Rua das Flores, cualquier plato de Miguel Ángel de La Cruz, la tortilla del Pontejos (A Coruña), los pinchos morunos del Páganos. Por supuesto que lo es la cocina de Ángel León -todavía recuerdo un guiso de navajas y sus interiores- la barra de El Yerno o la de Quique Dacosta. Los pastéis de Tentúgal, una buena bica de Trives, los camarones curados en aceite de pampullos de Culler de Pau, unas lapas en Lanzarote. Ir a comprar rosquillas el día de San Roque, aunque no sean, en realidad, gran cosa.
Cuando estuve en Milán disfruté muchísimo con un museo diminuto: el Boschi di Stefano. No tiene obras excepcionales y para ir dejé de visitar la Pinacoteca de Brera -ya iré, si tengo la ocasión. Y si no la tengo, no te agobies, que no va a explotar nada- pero tiene encanto, el valor de la sorpresa, de las pequeñas cosas, de lo que sólo puede funcionar allí y de esa manera.
Hunterian Gallery (Glasgow)
En Escocia estuve en la National Gallery, con sus Velázquez, sus Rembrandt y sus Renoir, pero recuerdo más vivamente la Hunterian Art Gallery, con una colección mucho más modesta. Sería el día, el clima, el cansancio; sería la cantidad de gente, lo inesperado de uno y lo previsible del otro. Lo mismo me ha ocurrido con grandes restaurantes -me vas a permitir que no dé nombres. No se trata de ir a hacer daño a nadie sin necesidad- aquí y fuera.
Se trata, simplemente, de buscar lo que a ti te gusta. O de encontrarlo, a veces, por sorpresa. De decidir, de elegir y de dejar de obsesionarse. De disfrutar, en definitiva, del viaje, de las vistas o de la mesa. Lo otro es entrar en un juego perverso, aceptar verdades que no son absolutas sin cuestionárselas, creer que todo va a causar el mismo efecto en todo el mundo en cualquier momento y renunciar a tener una opinión, a relativizar y a entender el valor de lo subjetivo.
Gracias por seguir ahí una semana más.
Mis museos favoritos suelen ser los de ciencia y tecnología. En las guías salen de refilón pero me gusta ver trenes, aviones colgados del techo (el de Berlín es una fantasía) o que me expliquen un vapor industrial conservado (como en Terrassa). Uno de mis museos favoritos es el del Cine de Girona por la colección de predecesores del cine que hay.
Con los restaurantes me pasa lo mismo. Primero que tengan opción para mí, luego ya que salga contenta. No aspiro a que sea excepcional, porque solo me ha pasado dos veces en la vida. Ahora, disfrutar he disfrutado en muchos sitios, algunos insospechados.
¡Me encantó leerte justo en el avión antes de un viaje!