¿Por qué fotografiamos la Gioconda cuando vamos al Louvre si sabemos que no volveremos a mirar esa fotografía y que en cualquier momento, desde cualquier lugar, podemos acceder a una imagen mucho mejor?
Todos hemos pasado por ahí, con ese cuadro o con otro, con la torre Eiffel, el Big Ben o la mezquita de Córdoba para encontrarnos, al volver a casa, con una foto llena de brillos indeseados, colores que no son los que recordábamos, edificios achatados, perspectivas que no dan una imagen real de lo que vimos, líneas que se empeñan en no mantenerse paralelas. Y un montón de gente por el medio, ya sea sacando el móvil para fotografiar el cuadro de Leonardo, que también ellos tienen derecho, o haciendo cola para ponerse en el sitio correcto para la foto que nunca sale bien. Colas interminables, cabezas, mochilas, palos selfie ¿De verdad queremos esa foto?
Pues parece que sí, porque volvemos a hacerla una y otra vez. Todos. Me incluyo, y como prueba ahí quedan las ilustraciones de este texto, aunque desde hace tiempo hago un ejercicio consciente para tratar de evitarlo. La playa infinita que no se ve infinita, el Guernica que asoma en parte por encima de las cabezas de los que buscan un hueco para hacer la foto sin que el guardia se la líe, el Empire State Building que, con suerte, saldrá deformado, si no cortado, o inclinado o todo a la vez. Y a contraluz.
Foto de guiri. París, 2005
Pero nos han dicho que hay que hacer esas fotos. Y las hacemos. Llegamos a casa, nos horrorizan, las guardamos para no volver a verlas y empezamos a planear la próxima salida en la que haremos el mismo tipo de fotos absurdas para volver a guardarlas a continuación.
Venimos de una tradición en la que la imagen era demostrativa. En el S.XVIII y en el S.XIX los viajeros que se embarcaban en su Grand Tour compraban vistas venecianas, hacían bocetos en Egipto para documentar su recorrido. Para demostrar que habían estado allí y para recordarlo en un mundo en el que las imágenes de este tipo escaseaban.
Amundsen se fotografió en el Polo Sur en 1911 para probar que había estado allí, para regresar con fotos para la prensa y para la ciencia. Y para documentar un lugar en el que nunca nadie había estado antes. Podían ser fotografías malas, borrosas o torcidas, pero tenían un sentido detrás.
Venimos de esa tradición y nos sigue pesando: hacemos fotos para documentar el momento, por mucho que casi nunca el momento sea memorable. Hacemos fotos de la Torre de Pisa sólo para volver a casa con imágenes de hordas de gente haciendo poses ridículas a su alrededor antes de regresar a sus casas, a su vez, con fotos espantosas de gente haciendo no se sabe muy bien qué alrededor de una torre que nunca sale tan bien como en algún momento pensamos. Volvemos con imágenes que no tienen valor estético, ni artístico, ni documental, ni científico, que ni como recuerdo valen. Lo único que van a hacernos pensar en el futuro, si volvemos a abrir esa carpeta del ordenador alguna vez, es ¿pero en qué estaba pensando?
Y esa es la clave. En qué estaba pensando.
Ahí es donde entra la segunda de las motivaciones: demostrar que nosotros sí estuvimos allí, exponernos, convertirnos en la aspiración de alguien. Ya sabes: “aquí, sufriendo” ¿O es que esa foto sirve para algo más?
Anfiteatro y un montón de gente que sale cortada con andamios al fondo. Verona, 2000
Vamos a cambiar de tema. Aunque no tanto. Pensemos en lo que escribimos (los que escribimos) o en lo que leemos sobre gastronomía, sobre restaurantes o sobre productos.
¿Por qué lo escribimos? Imaginemos que mañana un cocinero con tres estrellas, el que prefieras, abre un segundo local en el centro de una gran ciudad española, la que te apetezca. Una gama más asequible e informal de su cocina -menos interesante, también, aunque nadie lo diga. Porque si es igual de interesante, eso abre toda una serie de cuestiones que hoy no tocan, pero que darían mucho que pensar- a la que todos podemos acceder sin listas de espera absurdas y sin grandes descalabros económicos.
¿Cuántas crónicas / reseñas / críticas / reportajes hacen falta en los próximos tres meses hasta que acabemos A- asqueados del sitio en cuestión, pasando la página en cuanto vemos su nombre en el titular y B- convencidos de que más allá del “aquí, sufriendo” en versión papel no nos van a aportar nada nuevo?
¿A quién le sirve esto? Probablemente al local, o a la agencia que se encarga para él de estos asuntos, que está consiguiendo una campaña de presencia en medios a un coste muy conveniente. Quizás al dueño del medio, que tiene durante un tiempo más lectores, aunque ese efecto se acaba rápido y necesitemos una nueva apertura que revestir de la misma importancia tratando, esta vez, de ser de los primeros, antes que de que se instale el efecto repetición hasta la náusea.
Quizás, nos guste reconocerlo o no, a los que evidentemente buscamos ser la aspiración de alguien, por mucho que luego nos irriten los mensajes directos del tipo “qué envidia, qué bien vives”. No estamos generando, en la mayoría de los casos, información, no estamos generando conocimiento. Por no generar, la mayoría de las veces no generamos ni una opinión que aporte gran cosa. Y ahí, estamos, sin embargo, cada vez que tenemos ocasión. No nos hacemos fotos de los pies en la playa, pero escribimos del sitio al que muchos querrían ir y quizás no puedan: “aquí, sufriendo”.
Sea por una cosa, sea por la otra o sea por una combinación de ambas, la mayoría de las veces lo hacemos porque no nos paramos a pensar por qué lo hacemos. Como la foto del edificio Chrysler desde cualquier perspectiva absurda.
Perspectiva absurda, contraluz y un cielo muy azul. Nueva York, 2002
Lo hacemos, a veces, también, porque nos toca hacerlo, porque es porlo que nos pagan, lo que genera visitas; porque es, o pensamos que es, lo que se espera que hagamos. Pero esa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión.
Cualquier ciudad, como cualquier paisaje, está llena de cosas fotografiables que pueden ser interesantes. Hay detalles arquitectónicos fascinantes, hay plantas únicas; hay, de pronto, una perspectiva entre edificios al fondo de la cual aparece una escena efímera que, si no fotografías ahora, nadie va a fotografiar ¿De verdad necesitamos otra foto de un fragmento aleatorio de cualquier monumento de Roma entre cabezas de turistas agobiados por el calor y puestos de venta de imanes para la puerta de la nevera?
Cualquiera de esas fotos que no van a lo obvio diría más. Sería más informativa, aportaría, tal vez, algo nuevo, a lo mejor nos haría pensar en algo diferente, en cómo vive la gente allí, en por qué alguien cultivo esos campos de esa manera, en por qué al fotógrafo le interesó precisamente aquello; hablaría de nosotros, aunque solamente nos hablase a nosotros ¿Qué te interesa? ¿Por qué te interesa? ¿Por qué crees que eso que a ti te interesa le puede interesar a otros?
¿Hace falta, si mañana voy a Madrid, otro texto sobre RavioXO? Seguramente tanto como otra foto de la Puerta de Alcalá ¿Puede el mundo vivir sin ese texto? Sinceramente, espero que sí ¿Es posible que pueda dedicar mi tiempo -y mi paciencia- a algo que me interese más y que, tal vez, pueda interesarla a alguien, aunque solamente sea porque no se ha escrito mucho sobre ello?
Y aquí vuelve a entrar en escena, junto a los motivos que comentaba más arriba, algo de lo que he hablado muchas veces y que es uno de los grandes males de la estética, de la cultura o del turismo. Y no voy más allá por no ponerme apocalíptico: la obsesión con lo mejor ¿Cómo voy yo a escribir sobre eso, si eso no es lo mejor / lo más nuevo / lo más deseado? ¿Por qué voy a dedicar mi tiempo a escribir de ese otro restaurante, que seguramente nunca tenga una estrella, que tal vez no sea ni el más chulo de la ciudad, habiendo otro, del que han escrito 34 veces este mes, del que escribirán otras 18 el mes que viene, pero que me han dicho que es el bueno?
¿Cómo no voy a hacer otra foto de Piazza Navona hasta arriba de gente con cara de perdida en vez de enfocar hacia esa iglesia, que parece una de tantas, aunque esa iglesia sea, por ejemplo, San Luís de Los Franceses y esté cuajada de cuadros de Caravaggio, por mucho que no aparezca en la lista de los 10 imprescindibles que ver, o fotografiar, en Roma?
¿Cómo no voy a publicar, hacia el final de esta semana, mi lista de los restaurantes que deberían tener una estrella en la gala de la Guía Michelin del próximo día 21 y sin la que el mundo no puede vivir? ¿Cómo no voy a publicar, al día siguiente, mi lista con las incongruencias de esa gala, yo contra la Michelin, y contra el mundo si hace falta, porque tengo algo muy importante que decir al respecto, yo como otros cuantos puñados de miles con algo que decir tan prescindible como lo mío? Algo que todos habremos olvidado el día 23 a media mañana, más o menos, y seguiremos con nuestras vidas hasta la próxima inauguración del año. Y ya luego vendrán la Repsol, la 50 Best y las que hagan falta. Y con ellas, claro, mi opinión imprescindible, otra vez.
Mientras, al igual que pasa con la foto chunga de la torre Eiffel, al lado habrá queserías de las que nadie hable nunca, recetas que nadie ponga por escrito, productos tradicionales que dejen de venderse sin que les hayamos hecho demasiado caso, restaurantes que no van a cambiar el curso de la gastronomía mundial, pero que son honestos, lo hacen bien y generan una cierta audiencia en su área de influencia.
En España cierran, en media, unas 4 panaderías a la semana. Muchas perfectamente prescindibles, supongo, otras con algo interesante, ya sea por sus productos, sus historias, su arquitectura o cualquier otra cosa. Y de la mayoría no lo sabremos nunca, porque estoy realmente ocupado haciendo cola para entrar en el local de brioches de moda este trimestre que el cocinero mediático de turno ha abierto y que quizás vaya a cerrar dentro de dos años, sin pena ni gloria, puede que con más pena que gloria, pero, eso sí, con un montón de textos realmente importantes escritos durante sus primeras semanas para pasar luego, poco a poco, a languidecer como tantos antes. Tengo que escribirlo justo antes de irme a ese sitio que todos tenemos, en el que somos felices, y del que nadie, ni yo, escribe.
En esto, como ocurre con las películas de superhéroes, si tienes un poder tienes una responsabilidad. Y ese poder puede ser una página cada quince días en El País, un programa de televisión los viernes a la noche o una tertulia en la radio. Pero puede ser también una cámara, un papel o una foto en Instagram con un comentario debajo. O un amigo de fuera al que llevar a algún sitio estas próximas vacaciones. Tienes algo que puedes usar. Sólo hace falta pensar para qué quieres usarlo. Que igual es para hacer una foto de la cola en la entrada del restaurante de moda, ojo. Y no pasa nada, porque no tenemos que irnos, tampoco en esto, a los máximos permanentemente. Y a veces hace falta un poco de previsibilidad, de tópicos y de dejarse llevar. Porque lo importante no es eso, lo importante es pensar sobre los motivos por los que eliges lo que elijas.
Gracias por seguir ahí una semana más.
Algunos enlaces
Se cumplen 50 años de la inauguración del Kimbell Art Museum en Fort Worth, Estados Unidos, obra de Louis Kahn, un ejemplo perfecto de cómo la elegancia -ya estoy de nuevo con el estilo a vueltas- es, en definitiva, una manera de solucionar problemas, a veces estéticos, a veces estructurales. A veces todo al mismo tiempo.
Otro tema:
La semana pasada estuvimos recorriendo las cuencas mineras asturianas. Al pasar por una de esas áreas industriales semi abandonadas hablaba con una de las personas que nos acompañaban sobre las posibilidades de esos espacios deprimidos si se enfocan desde un punto de vista nuevo, se resignifican, haciendo que pasen de ser un problema a ser un potencial, y se utilizan para dotar a la ciudades y pueblos de áreas culturales, de infraestructuras sociales y de espacios de ocio que generen, al mismo tiempo, una nueva imagen del lugar.
Es fácil hablar cuando el espacio no es tuyo y no tienes que ser tú quien se encargue de buscar la financiación, lo sé, pero creo que el potencial de esos espacios bien merece el esfuerzo. Y como muestra, algunos ejemplos.
Lo que he visto
Ayer fuimos a ver As Bestas, de Rodrigo Sorogoyen. Id a verla al cine. Hay algo de Perros de Paja, pero me gusta cómo, de una manera bastante sutil, se introduce una crítica a la superioridad moral de algunos neo-rurales y, aunque pueda parecer que todo es blanco o negro, poco a poco va apareciendo toda una escala de grises muy interesante: los aparentemente buenos, por exponerlo en esos términos, se niegan a bajarse de la burra, sin tener en cuenta las consecuencias, los aparentemente malos tienen sus motivos, con los que es fácil, pese a todo, empatizar y todo se va cargando, como un globo que se infla despacio aunque sin pausa. Sabes lo que va a pasar, sólo te falta saber cuándo.
Aquí, en Galicia, ha habido algunos reproches a cómo nos representa. Desde mi punto nos representa como somos: un pueblo diverso, como cualquier otro, en el que hay auténticos cabrones, en el que hay miserias, exclusión, rencillas que se enquistan, tercos, gente con muy mala leche y otros que miran por encima del hombro. Como en cualquier lado. A ver si vamos a ser seres de luz, ahora, y sólo nos parece bien cuando sacamos a los narcotraficantes responsables de miles de muertes como guaperas que, en el fondo, tenían su corazoncito y camisas molonas abiertas hasta el ombligo.
Lo que he escuchado
Hace años que tengo un banjo en casa. De vez en cuando lo retomo, pero es un instrumento endiablado. Los que tocamos la guitarra tendemos a pensar que un instrumento con menos cuerdas es más sencillo de tocar. Y tiende a ser verdad, pero el banjo tiene algunas peculiaridades: por un lado, en su versión más extendida tiene cinco cuerdas, pero no todas llegan hasta el final del mástil. Hay una que se queda en algún punto intermedio. Y eso, cuando estás acostumbrado a que todas las cuerdas tienen la misma longitud, suele llevarte a confusiones cuando miras el mástil mientras tocas y ves que tu dedo está en la última cuerda, por ejemplo, cuando en teoría ahí había otra por encima. La hay, de hecho, pero se acaba antes. Y eso suele ser hacer que te líes más de lo que deberías.
Otro problema es que en una guitarra, con en la mayoría de los instrumentos de cuerda, las cuerdas van de grave a agudo, normalmente de arriba hacia abajo si pones el instrumento en posición de tocar. Eso es así en el banjo también, pero entonces aparece esa quinta cuerda, que además de ser más corta es más aguda, aunque ocupa el lugar que tu intuición, después de años tocando, te dice que debería ocupar una cuerda más grave. Así que cuando piensas en que te hace falta una nota más aguda, el dedo tiende a irse justo en la dirección contraria a la que te hace falta.
Y luego están las afinaciones alternativas, que la guitarra también tiene, aunque se usan mucho menos. Eso hace que el banjo tenga una cierta sonoridad folk, pero que no suene siempre a bluegrass. Depende de cómo la afines. Y con esa afinación, los acordes y dónde está cada nota cambia, lo cual, supongo, tiene toda la lógica si llevas tocando el instrumento 30 años, pero para un guitarrista que se acerca a él como un novato es una dificultad más.
¿Algunas muestras de esas afinaciones alternativas?
Eddie Vedder para la banda sonora de Into The Wild
O The Dead South, que la lían un poco más y convierten una afinación abierta (esas son las fáciles, en teoría) en otra cosa al cambiar medio tono, sólo medio tono, la afinación de una cuerda en el momento en el que pensabas que empezabas a entender un poco la cosa. Es frustrante, pero suena bien. Y, al final, estoy en eso por el reto de ir aprendiendo poco a poco.
Viendo el reel junto al pozo minero recordaba "Planta 14" ( https://www.youtube.com/watch?v=aNGDgP9pSB8 ) y que justo lo escuchaba no hace mucho, saliendo de Monte, y subiendo Pajares y un nudo en la garganta que duró kilómetros.
PS Qué bien otras voces. Por fin otras voces.
Me encanta la reflexión sobre las fotos. Estoy totalmente de acuerdo. Gracias por plasmarlo tan bien.
Un saludo