Tengo la suerte de haber tenido un abuelo al que le interesaban los restaurantes. En mi familia no ha habido, por ninguno de los dos lados, una afición gastronómica generalizada. Gustaba comer bien, aunque qué es eso de comer bien es una idea que cambiaba mucho de unos a otros; se apreciaba un buen queso, un pescado fresco o un tomate con sabor, pero la cosa no iba mucho más allá.
En mi familia paterna el interés era seguramente menor. Mis abuelos tuvieron diez hijos, así que, por una cuestión práctica, nunca se permitieron demasiadas complicaciones culinarias. Había una puñado de recetas de diario -arroz con carne, algunos pescados, huevos fritos con arroz y tomate, ensaladas, sopas- que en fiestas se ampliaban con un par de recetas más especiales, quizás con unas cigalas cocidas o un salpicón de marisco. Aparte de eso, los únicos gestos más o menos gastronómicos eran los de mi abuelo, que tenía siempre en casa un queso de bola, con el que solía acabar la comida, que acompañaba siempre con un vaso de vino tinto.
Por el lado materno también eran muchos -mi madre tiene seis hermanos- pero, sin embargo, sí que había una mayor variabilidad en los menús. Aunque, más que en los menús, que eran los clásicos de una familia gallega acomodada -mucho pescado, caldo, carne asada…- la diversidad estaba en los extra. Mi abuelo fue pianista. pasó los años de su formación entre Paris y Roma. Me gusta pensar que ahí adquirió un cierto gusto gastronómico. Tal vez lo traía de casa, de una familia de la burguesía local que era, probablemente, de esas pocas que podían permitirse determinados excesos, pero tengo la sensación de que la exposición a una Europa más abierta, económicamente más pudiente, y con más posibilidades, marcó su gusto.
La cuestión es que cuando yo fui creciendo iba con frecuencia a su casa, en la que había siempre buenos vinos, en la que, en la alacena, solía haber un queso manchego o zamorano y en la que, con cierta frecuencia, se salía a comer. Había una cierta curiosidad gastronómica en el aire, una que no había en la casa de mis padres y que a mí me encandilaba. Todo eso no implica, sin embargo, ni que a todos los que se criaron allí les interese lo gastronómico de la misma manera ni que todos tuvieran un paladar particularmente curioso. En eso, imagino, cada uno tiene unas condiciones innatas y la posibilidad de probar, la exposición a la diversidad, puede acentuarlas, pero no las cambia de una manera radical.
En mi caso, supongo, esa curiosidad estaba ahí y tener la posibilidad de salir y probar, y de que esto fuese algo natural, no hizo más que acentuarla. Más allá de la aversión que me provocaban de pequeño las lentejas y las huevas de merluza, que recuerdo con horror aunque ahora ambas me encanten, siempre tuve una tendencia a la curiosidad en lo que tiene que ver con la comida.
Desde muy pequeño tuve la ocasión de probar cosas que de otro modo quizás no habría descubierto hasta la edad adulta. Quesos o dulces, pero también cosas menos amables. A mi abuelo le gustaba que probásemos todo lo que llegaba a la mesa. Si no te convencía, a veces podías pedirte otra cosa o centrarte en otro plato que formase parte del menú, pero primero probabas. Y eso incluye el hígado a la plancha o los sesos, pero también los percebes, la lamprea, la oreja de cerdo, los callos o cualquier otro producto más o menos particular.
A veces era un esfuerzo, quizás sobre todo porque a muchos de los que estaban alrededor no eran demasiado aficionados a esos ingredientes, lo que hacía que llegara a ellos cargado de prejuicios e ideas preconcebidas. Pero con cierta frecuencia descubría que la cosa no era para tanto y que, a veces, incluso, una vez superada esa desconfianza inicial, había sabores interesantes y texturas nuevas.
Aunque en realidad descubría, con cada uno de esos productos, que uno no come solamente para alimentarse -si tiene la suerte de vivir en una situación en la que tiene la alimentación asegurada, se sobreentiende- y que en el plato convergen muchas cosas, además de la alimentación.
Fast Forward a 2024.
Tenemos una relación compleja con los restaurante que nace, creo, de una cierta incomprensión. Y esa incomprensión surge de dos cuestiones principales, desde mi punto de vista: por un lado todos comemos -si tenemos esa suerte, insisto- al menos tres veces al día, así que lo que tiene que ver con la alimentación nos toca en lo más íntimo y lo hemos ido cargando a lo largo de nuestra vida de certezas -que no siempre lo son, en realidad- de prejuicios -que no siempre tienen una razón de ser- y de toda una serie de tópicos heredados que muy rara vez nos cuestionamos.
Cuando algo choca con esas certezas, cuestiona las verdades que nos han transmitido, nos incomoda y con frecuencia no lo aceptamos, salvo que hagamos el esfuerzo consciente de detenernos a reflexionar sobre ello. Pero la primera reacción es de rechazo y eso explica muchas cosas, muchas filias y fobias y muchas afirmaciones monolíticas en un ámbito que, en realidad, está más cerca de las incertidumbres, de los matices y de las excepciones a la norma.
Por otro lado, mientras que en otras manifestaciones culturales distinguimos entre una variedad de uso y otra relacionada con la esfera del ocio, con la cocina nos cuesta hacerlo. Me explico: todos diferenciamos entre un manual científico y una obra literaria sin demasiado esfuerzo. Los dos son libros, pero no les damos los mismos usos ni los colocamos en el mismo lugar. Nadie compara Crimen y Castigo con una guía de campo para identificar minerales porque tenemos muy claro que no son la misma cosa.
Incluso dentro de la creación cultural propiamente dicha hacemos distinciones: no solemos situar en el mismo lugar una película de Kurosawa que una de esas con las que nos amodorramos en el sofá en la sobremesa del domingo. la última es simple entretenimiento, la otra probablemente es algo más.
Esa es una distinción que hacemos en casi todos los ámbitos que tienen que ver con productos culturales: una cosa es el poster que compras para colgar en la pared de la cocina y otra es una obra de Lucien Freud; no te relacionas del mismo modo con la música de ascensor que con el trabajo de, yo qué sé, Miguel Ríos o con el de Mahler. O con el que Danny Elfman para la película Batman. Sabemos perfectamente dónde colocar cada una de esas cosas, les damos usos diferentes y ocupan lugares distintos en nuestra vida. Todas son música, sí, pero no son lo mismo ¿Y con la comida, con los restaurantes? ¿Somos conscientes de esa distinción?
Hay restaurantes a los que vamos porque necesitamos comer, porque estamos lejos de casa, porque no tenemos tiempo y necesitamos un lugar que nos solucione un problema.
A otros restaurantes, sin embargo, vamos a otra cosa. En realidad no vamos a comer: vamos por todo lo que se desarrolla alrededor del plato, atraídos por un conjunto de elementos entre los que lo que comemos es una parte importante, claro, pero no es lo único que nos atrae.
De ahí vienen muchas incomprensiones, muchos enfados cuando alguien va a un sitio que no es lo que esperaba o que cuestiona algunas de esas certezas con las que llegó. Y de ahí viene también eso que hace que los restaurantes me interesen tanto. Cuando son interesantes, que puede parecer una obviedad que no es necesario explicitar, pero nos conocemos y es mejor no dar nada por supuesto.
Ayer comí en Culler de Pau, seguramente el restaurante gallego más interesante en términos de creatividad y de relación con su entorno ¿Es también el restaurante que hace la cocina más sabrosa? No lo sé, no estoy seguro. Quizás en ocasiones sí y en otras no. No importa demasiado. Y ese “no importa demasiado” es lo importante, en realidad.
¿Es un sitio al que iría si simplemente necesito cubrir mi necesidad de comer? No, en ningún caso. Voy, de hecho, por todo lo demás, por asomarme a su punto de vista sobre la alimentación, sobre la producción alimentaria y sobre la relación de esta con el restaurante; voy para asomarme a su evolución desde la última vez, para formar parte de un ritual, de una performance, durante un tiempo; para construir, entre ellos y yo, algo alrededor del hecho de comer, de elegir lo que comemos, de decidir cómo lo hacemos.
Voy porque lo entiendo como un producto cultural en el que se conjugan creatividad, posicionamientos personales, técnica, originalidad, materias primas y muchas otras cosas. Y en el que, además, todo eso se construye alrededor del hecho de comer, lo que lo convierte en algo aún más raro y más interesante. No hay demasiadas manifestaciones creativas que tomen forma a partir de una necesidad.
No voy a ese tipo de restaurante porque tenga hambre, como no espero salir de allí saciado hasta no poder más. Quienes vamos a ese tipo de restaurantes tenemos, afortunadamente, esa necesidad cubierta. Algunos, incluso, la tenemos cubierta hasta el exceso. Así que vamos a otra cosa. Es cierto que ese tópico sigue existiendo, que todavía hay quien se queja de que no ha comido hasta reventar, de si hay mucha verdura y poca carne, pero eso habla más de ellos que del restaurante, y habla de un lugar del que venimos, un lugar de pobreza bastante reciente y de ostentación, de la comida como símbolo de estatus, de un “me excedo porque puedo”, del que no sé si deberíamos estar particularmente orgullosos.
Es verdad que restaurantes así son una excepción, algo que muchos no pueden permitirse y muchos más aún, aunque nos cueste reconocerlo, solamente podemos entender como una excepción. Pero hay una sutil diferencia, y en las sutilezas muchas veces está la clave, entre poder acceder a algo, lo cual es una suerte, y acceder porque se puede y, además, que se vea, lo cual es, en realidad, un forma bastante triste de ver las cosas. Pero me estoy desviando.
¿Por qué decido desplazarme, pagar (mucho) más y dedicar quizás tres o cuatro horas, además de un par de horas más de trayecto, a algo que podría hacer más cerca, por (mucho) menos dinero y en mucho menos tiempo? Por casi todo menos por la comida. O, mejor dicho, por la comida y por todo lo demás que no hay en otros formatos de restaurante.
Un día mi abuelo nos llevó a la playa. Era un lugar lejos de nuestro lugar de veraneo, así que teníamos que comer allí. Muchas veces nos llevábamos nuestros tupper con filetes empanadas y ensalada; otras comíamos en un lugar cercano en el que hacían una tortilla de patatas y no mucho más. Pero algunas veces, como aquel día, el abuelo decidía que quería otra cosa.
Es posible que nos hicieran esta foto aquel día
Nos acomodamos en el patio del restaurante. La oferta, imagino, era bastante convencional para la zona: pescaditos fritos, quizás unos mejillones al vapor; ensaladilla, calamares y esas cosas que uno espera en un bar casi a pie de playa. Pero cuando vinieron a la mesa a tomar la comanda, el camarero dijo que fuera de carta tenían kokotxas, algo muy poco habitual en restaurantes en Galicia en aquella época y mucho más raro aún en un bar a pie de carretera a un paso de la playa.
Así que aquel día, sentado a la mesa vestido con un bañador y una camiseta, probé las kokotxas. Allí, en aquel lugar inesperado. Porque sí, porque a mi abuelo le encantaban; por el placer de tomarlas, que es desde dónde él las pidió, y por la curiosidad de probar algo nuevo, que es desde donde las comí yo. Y descubrí que con un bocadillo de sardinas en conserva comido en la playa habríamos solucionado el día, y que esa opción a veces es maravillosa, pero que aquellas kokotxas eran algo más, no cubrían una necesidad sino que eran una opción. Y que es ahí, en el campo de las alternativas y de las decisiones, donde ocurren las cosas realmente interesantes.
Cuando trabajaba con arte prehistórico me encontré con algo que es obvio, si te paras a pensarlo, pero que nunca me había detenido a mirar con calma. Durante la prehistoria, la producción alimentaria estaba enfocada al mayor rendimiento: si una cerdo podía pesar 20 kilos más, esperaban a sacrificarlo, porque así tendrían 20 kilos más de alimento; si una vaca aún podía dar leche un par de años, no la mataban porque así tendrían leche durante un tiempo y después carne. Si una verdura era más productiva, se abandonaban otras variedades porque lo que interesaba era tener más cantidad con menos esfuerzos. Era así se sencillo.
En algún momento, sin embargo, las cosas cambiaron. Eso, aquí, en la zona a la que yo me dedicaba, que es el noroeste de la Península Ibérica, ocurrió con la romanización. En ese momento, los yacimientos empiezan a poner en evidencia un cambio que me parece fascinante: ya no sólo hay restos de animales grandes o viejos. De pronto, hay pruebas incuestionables de que se empezó a consumir crías.
Ahí se dio el salto de la alimentación al placer gastronómico. La rentabilidad de criar un animal o de cultivar una verdura seguía siendo algo muy importante, claro, pero -al menos en algunos momentos, al menos para alguna clase social, al menos en alguna ocasión- se le superponía una capa más: si esa carne es más tierna en animales más jóvenes, si el sabor es más delicado, si sólo puedo disfrutarlo en una temporada del año, en determinadas condiciones, entonces tiene un valor adicional, nuevo, y vale la pena prescindir de criterios de rentabilidad. Ya no se trata solamente de comer para sobrevivir sino de comer para disfrutar, de comer para pensar sobre lo que se come, de llevar a cabo elecciones no siempre prácticas para hacer algo más interesante.
Interesante. En ese momento abrimos una puerta que todavía no hemos cerrado, la misma por la que llegué a aquellas kokotxas en un bar cerca de Corrubedo, en algún momento de mediados de los años 80, y por la que volví a pasar ayer en un restaurante asomado a la Ría de Arousa.
Muchas gracias por seguir ahí una semana más.
Algunos enlaces
The Architect’s Newspaper analiza un proyecto que me parece interesante, el del nuevo puesto fronterizo entre México y Estados Unidos al sur de Yuma (Arizona).
Si hay una frontera que todos hemos ido cargando de connotaciones es, seguramente, esa. Probablemente no hay otra línea fronteriza que no sea española de la que recibamos tantas noticias.
Por eso, y porque creo que hay realidades que debemos esforzarnos en resignificar, me parece interesante hablar de esta obra. La frontera México - Estados Unidos está vinculada, en el imaginario, a inmigración ilegal, a tráfico de personas y de sustancias, pero al mismo tiempo, como explica el texto, es la línea que atraviesan los productos que llegan del principal país importador a Estados Unidos, que es México; un lugar que puede servir para unir, para el intercambio y para el encuentro en un momento en el que esa frontera es el lugar de hechos dramáticos a diario y en el que, muy probablemente, las cosas van a ir a peor en el medio plazo.
Por eso, integrar el paisaje en las colas de aduanas, esas por las que tantos hemos pasado alguna vez y que suelen ser lugares fríos, cuando no lóbregos, hacer más amable un tránsito que para muchos es traumático, es un símbolo. Y los símbolos importan.
Las imágenes están tomadas del texto que enlazo.
Lo que he visto
Llevo unos años sin ver apenas series. Muchas no me atraen, otras, cuando me he metido, me han parecido prescindibles. Pero las normas están para incumplirlas, así que si hace no mucho volvía a ver Chernobyl, que me sigue pareciendo una maravilla, estos últimos días he visto las dos temporadas de Them, una serie de terror con el racismo como hilo conductor que puede encontrarse en Amazon Prime.
Está bien, es original, pero no creo que se convierta en una de mis preferidas. Probablemente si las dos temporadas se hubieran quedado en una habría ganado ritmo. Y, por otro lado, hay algunas secuencias particularmente truculentas que no sé si aportan demasiado al conjunto. Pero, bueno, es entretenida, si te gusta el género, con eso y con todo.
Lo que he leído
He estado leyendo mucho sobre gastronomía últimamente. Más de lo habitual, más que solamente por trabajo. Y es que estamos en un momento particularmente bonito, en el que se está publicando mucho, más diverso seguramente que nunca antes, y en el que, además, muchas de las personas que están detrás, en la autoría o en la edición, son amigas o amigos. Es el caso de El Idiota Gastronómico, del que hablaba el otro día, del segundo libro de María Nicolau, de Entorno, de Claudia Polo, del libro de Albert Molins… qué maravilla lo que está ocurriendo. Añado el libro de Fernando Huidobro, que es anterior, pero que he leído estos días. Qué bonito ser testigo de esto. 2024 será, o mucho me equivoco, el año que marque el inicio de ese cambio que tanto necesitábamos. Por esto y por algunas cosas más que están ocurriendo sin que se hablé demasiado de ellas, al menos en público. Pero sobre todo por esto.
Lo que he escuchado
Kacey Musgrave podría haber caído de ese lado decididamente ñoño de cierta música atmosférica, con guitarras acústicas, mucho reverb y un tono melancólico que en algún momento -espero- pasará de moda. Pero se ha quedado del lado bueno, en esa música que se define como Americana que comparte algunos de los tópicos que acabo de mencionar, pero que lo hace desde un lugar mucho más interesante. Al menos a mí me lo parece.
A Ian Hunter le ha salido un tema de Suede. Yo se lo perdono, porque seguir haciendo discos con cosas más o menos interesantes a los 85 años no es algo que pase con frecuencia y porque Hunter es historia de la música. Es el tío que le dijo que no a Sufraggette City de David Bowie porque no le parecía suficientemente buena y optó por All The Young Dudes. Y bien que hizo. Así que se parecerá a Suede, es verdad, pero él estaba ahí 25 años antes y quizás sean Suede los que se parecen a él, después de todo.
La productividad mata. Suelo afirmar para estupor de quienes me circundan (en ambiente turbocapitalista, añado, por aquello del contexto).
La gastronomía es cultura, y por ello (afortunadamente percibida como) "improductiva". Nos hace humanos. ¡ Extraordinariamente humanos ! Y ese punto de inflexión que indicas es maravilla humana.
Infancia.
Hablaba esta semana con un amigo acerca de esa cuestión. De que mi infancia, en el asunto del comer, me marcó afortunadamente. Cosas como Zungen-/Blat-/Brat-/Bock-/Leberwurst eran (son) para mi lo normal; junto a la extremeña patatera. Horror frente a los quesitos de El Caserío o los Mini-Babybel, porque lo mio desde crío era el manchego curado, Gouda o Edamm. Si me ofrecían chuches (que en aquel tiempo llamabamos golosinas) arrugaba el hocico y preguntaba si no había chorizo de Cantimpalos o Salami (salchichón no, salami). Y ahora, que llegan las sardinas, y se limpiaban en casa, lo de comerme las huevas crudas, con un chorrito de limón. En fin, mi infancia.
... y como dices, en ese mismo contexto, pues sólo a mi me quedó eso como elemento a incorporar en mi vida. Nadie en la familia tiene esa inclinación al asunto de la gastronomía.
Saludos.
Vaya reflexión y artículo. Que lectura! Es interesantísimo poder mirar hacia atrás y aprender algo más de nosotros, algo que nos hace más humanos. Y nos conecta a todes, porque imagino que lo que pasó aquí de paso en China también, a lo largo del progreso y de la civilización - una vez cubiertos los “fundamentales” (alimentación, seguridad y abrigo), se abre la puerta al “superfluo”.
Un artículo para leer hasta en la escuela, y no solo de cocina.