Me gusta comer, pero me gusta más aún lo que construimos alrededor de una mesa.
No me gusta comer solo y no disfruto de pasear sin compañía por lugares en los que no hay nadie. No me interesa tanto el acto en sí de comer, de pasear o de escuchar música, como lo que construimos a su alrededor.
Por eso me gustan los conciertos, porque son un artefacto diseñado para interactuar con él, para terminar de ser construido entre todos -músicos y espectadores- añadiendo piezas de una manera que no se va a repetir. Están pensados, si están bien diseñados, para terminar de ser construidos tiempo después, en la memoria de los asistentes. Disfruto de los rituales, de la interacción, del todo ese entramado de símbolos y contenidos que vamos levantando con el pretexto de un plato, de una canción o de celebrar la vida y milagros de un santo un día al año, por ejemplo.
Una empanada que desafía cualquier idea preconcebida: la tradicional empanada abierta de raya de Cedeira (A Coruña)
Lo que me parece realmente atractivo, en realidad, es el modo que tenemos de cargar de significados hechos que, por sí solos, son triviales: comer, caminar, escuchar…
La cocina, por ejemplo, es la forma que tenemos de relacionarnos con la alimentación, de hacer más efectiva y al mismo tiempo más placentera una necesidad fisiológica. Pero eso no es lo que me interesa. Lo que me llama verdaderamente la atención llega a continuación.
Palma de Mallorca
La gastronomía no es alimentación. Tampoco es cocina, por mucho que sean cosas que con frecuencia se entremezclan y se confunden. La gastronomía es el conjunto de significados, rituales y comportamientos que construimos alrededor de la cocina y del hecho de comer. Es la carga teórica, no el hecho en sí; es el camino por el que decidimos llevar cada una de esas cosas a nuestro terreno.
Del mismo modo que la música es la partitura, la grabación o el intérprete, pero es también, y para mí sobre todo, las sensaciones, los recuerdos y las relaciones con las que la vamos cargando; las connotaciones, los significados. El motivo que hace que 30 años después se nos siga erizando el vello del brazo con una canción más o menos tonta es, por lo general, casi todo lo que ese tema tiene alrededor en nuestra cabeza antes que el tema en sí mismo.
Angostina, en Álava.
Llevaba un mes sin escribir uno de estos textos libres. Abril y mayo suelen ser temporada alta en mi trabajo y este año, lejos de ser una excepción, esa tendencia se ha visto multiplicada y prolongada en el tiempo. En los últimos 3 meses he dormido una de cada tres noches fuera de casa y en las semanas centrales de mayo pasé 12 de los 18 días viajando. Y los otros 6 apagando incendios, planchando ropa, trabajando más de lo que debería -mi cabeza y mi espalda me lo recuerdan ahora- y haciendo y deshaciendo maletas, fundamentalmente.
Eso resta tiempo y, sobre todo, resta fuerzas. De ahí que no haya podido escribir más. Pero, antes que eso -y eso es lo que lo hace soportable para mí- es un balcón a cosas que, de otra manera, no tendría a la vista.
Cerca de Villar de Plasencia
4.000 kilómetros de coche en tres semanas son muchos hoteles, muchos bares, muchas áreas de servicio en las que sentarte, normalmente solo, y mirar alrededor. Son muchos platos que no se sirven en mi ciudad, son formas diferentes de relacionarse; familias de viaje que paran en su trayecto entre Francia y Marruecos y dudan ante el mostrador del bar de la gasolinera, camioneros que se detienen por unos minutos a tomar un café en algún lugar cerca de Plasencia; recepcionistas de yacimientos arqueológicos que se preguntan qué haces allí tú sólo a esa hora.
Santander cruzando Asturias para llegar, Extremadura, noche en algún lugar cerca de Béjar; Cádiz, Salamanca, un bocadillo en algún sitio cercano a Laredo; noche en la montaña alavesa, un desvío para visitar un dolmen ya en el límite con La Rioja. Una tapa en Monesterio, un paseo por el campo en algún lugar de Palencia, un bocado a la sombra de las encinas al atravesar Zamora, las vistas desde un cerro en el oriente leonés, aparcar con prisa en Lugo para la charla de la tarde. Y, en medio, un avión para ir unos días a Mallorca y un coche para tomar un variat en Sa Pobla.
Zafra
Me gusta sentarme en un área de servicio grande que hay en el límite entre Badajoz y Sevilla, una de esas con cuatro o cinco cajas, un menú interminable y un ir y venir constante de gente a cualquier hora. Me gusta comer atento a la gente que va y que viene. Cuando viajas mucho solo acabas desarrollando entretenimientos más o menos triviales. Pero eso, al final, también es gastronomía: qué come la gente, en cuanto tiempo, qué elige para los niños, qué le llama la atención de la carta y qué se resalta en la misma. Las preferencias según el lugar de origen que tratas de adivinar. El misterio de por qué compramos tantos Miguelitos de La Roda en cualquier lugar de España alejado de La Roda. Seguramente dice eso más sobre nosotros y cómo nos relacionamos con el hecho de alimentarnos que la lista de espera para acceder a una reserva en la penúltima apertura de un grupo empresarial en el barrio de moda de la ciudad que sea.
Esta vez estuve solo en Cádiz y lo sufrí un poco. Precisamente por eso que comentaba de que la gastronomía es lo que construimos alrededor de la comida y de lo que yo, esta vez, estuve excluido en algunas ocasiones. La Taberna La Manzanilla, sin compañía y sin jaleo, no es lo mismo. Salir por la noche, sólo, a tomar una tapa, en el mismo sitio, pidiendo quizás las mismas cosas que el año pasado, no funciona igual. Tampoco el camarero te trata de la misma manera.
Cádiz
¿Funcionaría igual un plato de El Celler de Can Roca servido en una mesita supletoria, sentado solo en la habitación de un hotel de gama media en la periferia de un polígono industrial? ¿El menú de la fiesta del patrón del pueblo servido para llevar en una bolsa de papel que abras, tal vez, en una mesa de piedra de un área de descanso al borde de la autopista a 450 kilómetros de casa? ¿El plato de tu madre si no lo cocina tu madre y no lo tomas en su casa? ¿El pulpo á feira en plato de porcelana, con tenedor de plata y acompañado de un Borgoña en copa Zalto?
San Sebastián
Todo esto me resulta interesante porque explica un montón de cosas: por qué hay tipos de cocina que gustan preferentemente a determinados grupos o franjas de edad. Por qué hay restaurantes que son claramente para señores con un poder adquisitivo medio que quieren exhibir como medio-alto; por qué determinados locales arrasan entre un público que busca, tal vez, una cierta reafirmación de sus convicciones alrededor de la gastronomía, quizás cubrir ciertas expectativas. Porque qué es bueno, qué es interesante o qué es sabroso depende de muchas cosas, entre ellas el plato, pero no sólo. Tiene mucho que ver, también, con el lugar del que partes, con el hecho de que estés buscando reafirmación y validación -que es algo que ocurre, en gastronomía, mucho más de lo que uno tendería a pensar- sorpresa, descubrimiento, comodidad o desconcierto.
Comer sin acompañantes en el restaurante es un palco frontal para asomarse a todo aquello que, de otra manera, tiende a quedar en un segundo plano. Una vez más, ahí son las piezas que se van colocando alrededor del plato las que hacen que la misma experiencia funcione para algunos y falle para otros. Salir solo a tomar un pintxo de tortilla en un bar de barrio de San Sebastián y hacerlo a los pocos días en Almendralejo o en un pueblo de la provincia de Ourense es, en realidad, una ventana al mundo que deja claro que, a poco que te descuides, la tortilla es lo más prescindible de la escena y que el pincho/tapa/ración es la tortilla, claro, pero es también y casi diría que sobre todo lo que ocurre a su alrededor, todo lo que genera, los cómos, los con quién, los cuándo y los porqués.
Cerca de Lugo
Nada nuevo, por otro lado. De hecho, en esto la gastronomía, y más aún la gastronomía como experiencia, se parece bastante a la música. Te gusta lo que te gusta, claro, pero con frecuencia te gusta más porque te hace sentir parte de algo, porque te incluye en un colectivo, porque le gusta a quien tienes -o a quien querrías tener- alrededor, porque representa lo que eres, lo que crees que eres o lo que, quizás, te gustaría pensar que puedes ser.
Volviendo de uno de estos recorridos por la Península paré, hace unas semanas, en una pizzería. Probablemente es de las más interesantes de su provincia -al menos entre las que yo conozco- pero, sentado sólo frente a una de sus mesas, tuve claro que nunca será la pizzería de la que más se hable ni la que más guste. Y eso hace surgir un montón de preguntas.
No está en el barrio correcto, no tiene la decoración adecuada, el diseño de la carta no responde a los parámetros a los que debería responder, seguramente. La pizza -que no es de estilo napolitano, lo cual parece ser también un handicap, porque si algo nos gusta es simplificar y reducir, optar por la certidumbre de lo identificable, de lo que tiene rasgos reconocibles por nosotros y por los demás, lo que nos han dicho que está bien, antes que tener que posicionarnos sin ese salvavidas- es buena, con buenos ingredientes puestos en ella con sentido común, que ya es mucho. Pero no va a triunfar, porque no es eso lo que importa en la mayoría de los casos.
Es interesante ver quién come allí, qué pide. Y, al mismo tiempo, asistir al consenso sobre cuál es una alternativa mejor en la ciudad, qué se ofrece allí y qué triunfa dentro de su oferta. La pizza, insisto, es lo último que importa en esa ecuación. Como es interesante ver qué restaurantes de determinada gama -con una estrella, con dos, de diario… da igual- tienen un mayor consenso, cuales quedan sistemáticamente en la sombra siendo, a veces, mucho más interesantes -para mí- y tratar de ver qué hay detrás. Casi nunca es lo que está en el plato lo que determina la diferencia.
Cerca de Llerena
En realidad, en buena medida, comemos símbolos, como escuchamos o frecuentamos símbolos. Mucho más de lo que solemos pensar. Yo, como cualquiera, lo hago también. Lo que ocurre es que por trabajo me toca, a veces, comer en lugares que agrupan símbolos que me representan más y, otras, en sitios que acumulan cosas que lo hacen menos. Y, a veces por trabajo y otras, como estas semanas, porque estoy solo, me toca observar y tratar de unir los puntos, buscar líneas maestras que expliquen qué está pasando allí y por qué. Líneas que muchas veces no están en el plato.
Es una paliza, sí. Pero vale la pena. Todo este ir y venir no es gratificante -si no lo fuera, no valdría la pena- solamente por lo que encuentro al otro lado del recorrido, que por lo general está muy bien. Cuando consigues romper la barrera del aburrimiento y de la soledad ves que, al otro lado, durante el trayecto hay todo un mundo que vale la pena observar, en cierto modo como quien observa el comportamiento de las aves desde un refugio. Y no desde una posición de distancia o superioridad, espero que se entienda, sino desde el punto de vista de quien mira a los demás porque no puede mirarse a sí mismo dando los pasos hacia atrás suficientes.
Entrando en mi habitación, entre Salamanca y Béjar
Nos pasamos la vida apilando piezas -significados, aspiraciones, logros, pero también complejos y necesidades- alrededor de determinadas realidades que están a nuestro alrededor. El sexo es una, y de las buenas, pero cuesta un poco más observarlo con distancia y, por otro lado, ese no es mi negociado, así que ni voy a entrar en ese jardín. El ocio es interesante, también. Y la gastronomía, esa cosa a la que todos estamos sujetos, porque todos necesitamos alimentarnos y que, a partir de ahí, aún incluso desde antes de tener conciencia de lo que estamos haciendo, empezamos a cargar con elementos que la convierten en eso tan interesante que nos rodea cada día, todo el día, mucho más de lo que solemos pensar.
Muchas gracias por la espera y por seguir ahí. Espero que las próximas semanas sean un poco menos intensas, que también la calma, aunque sea relativa, tiene su gracia a veces.
Algunos enlaces
La arquitectura neoclásica francesa, sobre todo la teórica, fue algo realmente sorprendente y, visto hoy, excepcionalmente moderno para la época. Su lenguaje es a veces casi expresionista, lamentablemente adoptado -y por lo tanto contaminado para siempre- por las arquitecturas fascistas y, al mismo tiempo, inspiración para muchos paisajes distópicos cinematográficos contemporáneos.
Este texto de Architizer se centra en su relación con el periodo revolucionario, aunque su cuerpo teórico venía de antes. Y de él me llaman la atención dos ideas: el paralelismo entre neoclásico y punk, que nunca habría imaginado, pero que no está mal traído, y la idea de Étienne Louis Boullée, entresacada de su Ensayo sobre el Arte de la Arquitectura, que aunque fue escrito entre 1778 y 1788 no se publicó hasta 1953: la arquitectura solamente será una de las artes mayores cuando, además de su función, tenga en cuenta su capacidad expresiva. Y esto, apunto yo, vale, trayéndolo a la actualidad y quitando la retórica dieciochesca, para cualquier otra expresión creativa.
Lo que he visto
La Zona de Interés (Jonathan Glazer, 2023). Tremenda, porque parece que no ocurre gran cosa, pero cuando te das cuenta no puedes evitar dejar de ver que lo aterrador está ahí de fondo. Y eso encaja con esa idea que es una de mis últimas obsesiones: es más explícito, a veces, lo que se omite que lo que se lleva al primer plano.
Lo que he leído
El Idiota Gastronómico (Col&Col, 2024) es un ensayo que tienes que leer si te interesa lo que ocurre en la gastronomía más allá del plato. En algún momento peca de un cierto tono académico, pero hay mucha tela que cortar en tan pocas páginas.
Un Lugar Soleado para Gente Sombría (Anagrama, 2024). Más Mariana Enríquez, una escritora que me tiene enganchado desde que llegué a ella a través de Mònica Escudero. No porque sus cuentos me parezcan siempre redondos sino porque, una vez más, a través de esas historias de atmósfera inquietante va contando un país y una sociedad que no conocemos tan bien como creemos conocer, que con frecuencia engaña por su aparente similitud, pero que, en cuanto levantas la alfombra, se revela como algo bien distinto, con características únicas, no siempre bonito -nunca es todo bonito- que van apareciendo aquí y allá en este libro, como en los anteriores.
Lo que he escuchado
No sé si este año iré al Resurrection Fest o no. El cartel es el más flojo, desde mi punto de vista, de la última década. Aún así, no puedo evitar explorar los discos de algunas de las bandas que van a estar, como Avenged Sevenfold, no vaya a ser.
O Electric Callboy, que no son mi estilo, pero pueden ser divertidos para un concierto.
Hace un par de días Pet Shop Boys tocaron en Santiago, a diez minutos de casa. Hasta el último momento estuve dudando si ir a verlos o no. En alguna ocasión conté ya aquí que fueron una de las bandas que me marcaron en mi primera adolescencia, aunque los fui dejando por todos esos prejuicios e idioteces que nos llenaban la cabeza a los chavales de la transición de los años 80 a los 90.
Finalmente decidí no ir. Cada vez estoy más convencido de que es mejor dejar en paz las cosas que una vez te hicieron feliz, no sea que al volver a ellas te encuentres con algo que no es lo que recordabas. Y no sé si me arrepiento, quizás un poco.
Lo vi por televisión, porque lo retransmitieron en directo (lo tienes aquí entero, si te apetece), y me volvió a sorprender cómo con 15 años no me enteraba de buena parte de la película y cómo, sin embargo, hay todo un subtexto durísimo en muchos de sus temas. Quizás It’s a Sin sea el ejemplo más evidente, pero Being Boring me parece mucho más interesante, menos grandilocuente y al mismo tiempo seguramente más efectiva, más compleja y más kitsch -a veces el kitsch, cuando es consciente, es mucho más interesante que la obviedad- capaz de pasar de los tópicos más facilones (como ese arpa que me saca un poco de la historia, para que lo voy a negar) a ese crescendo que, cuando llega a los años 90, descritos en media docena de versos particularmente tétricos, hace pensar en el Vangelis de Blade Runner y consigue que todo funcione.
Acaba de salir un libro sobre ellos y su impacto cultural: Pet Shop Boys And The Political: Queernes, Culture, Identity and Society (Bodie A. Ashton (Ed.). Bloombsbury Academic, 2024). Lo leeré.
"(...) tan solo soy un espectador", cantaban Sidecars ( https://www.youtube.com/watch?v=1EKNfHZ4JZo )
En mi habitual solitud vital, y viajera, me encanta ser sólo un espectador. Parar en un área de servicio y mirar qué ocurre, qué piden, qué no, cómo... ¡¡ los acentos !! Me enamoro de los acentos y los giros lingüísticos en las barras.
Me meto en cualquier rincón, sí, en La Viña o Pópulo, y siento como me perciben extraño; y en esa extrañeza construir. Distancia y cercanía. Y como aparezco me voy, como si nunca hubiera estado, pero habiendo escuchado todo lo que en esos momentos me resulta posible y dado. Y en ocasiones se echa un rato más largo, porque te adoptan, como cachorro perdido; ¡ y eso es aun mejor !
... el amabilísimo señor que me explicó una vida en Bodega El Gato (Rota), y el rebujao, "¡ aunque sea mójese los labios !". Quien me coge del brazo para dejarme en la puerta del mercado de Chipiona. La entrañable señora en Lebrija que me explica que su hija trabaja en Madrid, y que si nos encontramos este agosto en la ciudad, ¡ nos saludemos !
Saludos.
Coucou